jueves, 2 de mayo de 2019

Levantia, capítulo 1.

Sus ojos me observaban fijamente. La oscuridad opaca que solía extenderse desde sus pupilas al resto del iris, dejándolos desalmados, sin prácticamente expresión de emoción alguna, ahora se reducía a un punto muy pequeño e intenso, rodeado de llamas incandescentes de agresivos tonos naranjas y amarillos muy vivos. Su nariz estaba arrugada, como la de una tigresa defendiendo a sus crías a vida o muerte. Y sus colmillos… Tan amenazadores, tan cercanos…


Había esperado aquel momento durante mucho tiempo, pero no me lo había imaginado así.

Yo estaba al borde del precipicio. Ella exhibía su peligrosa dentadura a escasos centímetros de mi cara, aunque su aliento no me calentaba la nariz, más bien la congelaba. Me tenía cogido del cuello con ambas manos. Sabía que no podía hacer nada para evitar lo que estaba a punto de ocurrir.

Tras ella alcancé a ver el grotesco espectáculo que ofrecían los pedazos de cuerpo sin vida de los seis cazadores que habían irrumpido en nuestra reunión, esparcidos irregularmente por todo el suelo, que debía de estar muy resbaladizo por la cantidad de sangre y vísceras que lo cubrían. Probablemente al día siguiente los medios estallarían con la noticia de una terrible matanza en la azotea de un hotel más o menos céntrico de una gran ciudad, una carnicería demencial, sin precedentes, que pondría de manifiesto el lugar tan terrible y peligroso en el que se había convertido el mundo y del que tanto les gustaba hablar cada día, pasando por alto las buenas noticias que al mismo tiempo también sucedían.

Lo cierto es que si querían que cundiera el pánico a nivel global, tan solo tendrían que haber escuchado mi historia.

Sentí una fuerte presión en la garganta, pero no oí ningún chasquido, ni me quedé inconsciente. En su lugar, la presión volvió a disminuir, noté cómo el frío tacto de su piel abandonaba mi garganta y simplemente floté. Durante una centésima de segundo al menos, justo antes de precipitarme al vacío.

Vi sus ojos un instante más, luego su boca, su cuello, su pecho… Así hasta llegar a sus pies. Luego la fachada frontal del edificio comenzó a ascender ante mí, a mayor velocidad con cada segundo que pasaba. En algún momento, por inercia, mi cuerpo cambió de posición y mi campo visual varió; por encima de mí, el cielo ya estaba completamente oscuro. Aún alcancé a ver cómo ella se giraba para desaparecer tras el borde de la azotea, cada vez más lejana. Ni pensé en lo que se me acercaba a toda velocidad por la espalda, para qué preocuparse si ya no había solución.
Con la de miseria que había pasado para volver a estar delante de ella y ahora se alejaba de nuevo. O más bien me alejaba yo. Para siempre, esta vez de verdad.


Porque ya hubo una vez en la que creí haber muerto. Fue una falsa alarma…





I


Nunca fui muy popular.

Bueno, decirlo así me suena totalmente a eufemismo. En realidad no era nadie. Ahora sé que como casi cualquier persona en el mundo, pero en aquel entonces me parecía algo destacable, más para mal que para bien; aún no había descubierto las virtudes de pasar totalmente desapercibido, sobre todo cuando más se necesita. Aunque por otro lado nunca llamaba la atención, siempre me mantenía al margen de todo lo que sucedía a mi alrededor, procurando que nadie notara demasiado mi presencia. Supongo que era el típico niño, más tarde adolescente, que se martirizaba con sus propias contradicciones. Quería que alguien alguna vez se diese cuenta de que existía y al mismo tiempo no, a veces por timidez, otras por miedo, otras por pereza… En definitiva, no tenía nada que me diferenciase demasiado de cualquier otro niño estúpido.

En el colegio solía esconderme en un rincón del patio durante los recreos, me comía mi almuerzo en silencio (cuando tenía ganas de comérmelo), y esperaba que a nadie se le ocurriera fijarse en mi, porque las pocas veces que sucedía acababa golpeado por el típico abusón, respaldado por su cohorte de idiotas sin personalidad propia que le reían constantemente las gracias, si es que se podían llamar así, o avergonzado ante los demás niños por parte del otro típico abusón, más listo, menos violento físicamente, pero ni el diez por ciento de honesto que el que pegaba.

Tampoco era que en casa pudiera desconectar demasiado. Vivía solo con mi madre; mis padres se separaron cuando yo tenía cinco años. Mi padre es italiano, regresó a su tierra y no volví a saber nada de él hasta que lo vi de nuevo, diez años después. Por supuesto, yo creía que él me había abandonado, era lo que mi madre decía y yo no tenía ningún motivo para no creer en su palabra. Tan solo era un crío inocente.  

No tengo grandes recuerdos de esa época de mi vida, salvo la insufrible rutina y la sensación de estar continuamente perseguido para ser ridiculizado o agredido.
Bueno, en realidad… Sí hubo algún momento que recuerdo con cierto cariño. Mi abuelo materno, Gabriel, me visitaba alguna vez; aunque mi madre no hablaba de él nunca. Yo no entendía el por qué siendo hija y padre se comportaban como dos completos desconocidos. Aunque conforme fui creciendo confirmé mi hipótesis: mi madre era una persona insoportable, simple y llanamente.
El caso es que mi abuelo nunca pisó nuestra casa, pero siempre encontraba una forma de pasar algún rato conmigo, no tan regularmente como me hubiera gustado, pero esos momentos supusieron en más de una ocasión una inesperada boya a la que sujetarme cuando estaba apunto de ahogarme. Siempre le estaré agradecido por ello, esté donde esté…


Con doce años nos fuimos al norte del país, a una pequeña ciudad del interior, casi a setecientos kilómetros de nuestro anterior hogar. No volví a ver a mi abuelo. Mi madre había conseguido el trabajo de su vida allí, al parecer. Nunca lo creí, seguía pareciendo tan asqueada como siempre. Y otra vez más, conforme crecí averigüé la verdad: no podíamos mantenernos en nuestra casa de siempre, en la gran ciudad, eso por un lado. Por otro, yo creía que mi madre no podía soportar que cada vez pasase más tiempo con mi abuelo (el poco que podía, en realidad. Mi abuelo viajaba bastante, pero no por obligación, le encantaba coleccionar todo tipo de chismes antiguos de cualquier parte del mundo; un hobby como cualquier otro, supongo).

El cambio de aires, en un principio aterrador y triste para mí, pareció traer un clima más favorable. Exactamente eso, pareció.

De repente la gente a mi alrededor no sentía el más mínimo interés por mí y eso me hizo disfrutar de cierto tiempo de tranquilidad. Todo seguía siendo una rutina aburrida y desalentadora, pero al menos el estado de alerta  que siempre sentía había desaparecido en mayor medida. Aquí mi táctica de pasar desapercibido funcionó muchísimo mejor. Pero claro, eso me convirtió en el rarito marginado. ¿Había mejorado mi situación? Cualquiera diría que sí, aunque a esa edad cargar con ese estereotipo quizá no fuese un gran avance, como descubrí con el paso del tiempo. Es decir, cuando era un niño siempre estaban los típicos que me amargaban la existencia, pero también el amiguito o amiguita de turno de buen corazón, con el que jugabas de vez en cuando y escapabas un poco de lo malo.
Ahora nadie me amargaba la existencia activamente, pero tampoco se molestaban lo más mínimo en intentar conocerme. Aunque incluso entonces acabó por haber cosas buenas.
Entablé una relación de… Iba a decir amistad, pero viéndolo ahora es más acertado compañerismo. Dos chavales, César y Loren, más sociables que yo, amigos entre ellos ya, me acogieron como tercer componente de su pequeño grupo de renegados de la adolescencia.

Cuando los demás se reunían en grupos más grandes y se sentaban en los bancos a almorzar, fumar, magrearse con sus parejas delante de los demás, llenarlo todo de envoltorios de chicles, bollos y demás porquería, nosotros deambulábamos por los pasillos hablando sobre videojuegos, fútbol, qué haríamos en caso de un inminente apocalipsis zombie… Y también, por qué no decirlo, sobre lo bien que le quedaban los vaqueros ajustados a Sofía, el top que aquel día llevaba Vanesa, o las miradas que creíamos que nos había lanzado Lucía…

Nuestra relación no traspasó los muros del instituto, supongo que fue la costumbre, yo nunca logré abrirme como ellos se abrían y con el tiempo fuimos quedando menos veces, hasta que simplemente volvimos a ser meros conocidos.

A todo esto, mi padre volvió con mi madre al par de años de habernos instalado allí.
Sentí vértigo al enfrentarme a esa nueva situación. En parte era lo que siempre había deseado, pero ahora que sabía lo insoportable que era mi madre lo deseaba más aún. Quizá mi padre, del que yo no recordaba apenas nada, fuese la nueva boya. O quizá mi madre de repente se convirtiera en una mejor persona…

Ni lo uno ni lo otro.

Mi padre era un gilipollas integral, me bastaron unas semanas para darme cuenta. Aunque sentía algo de compasión por él. En resumen, era gilipollas sí, pero además una persona con muy poca autoestima. Entendí enseguida el por qué se largó cuando yo era niño. No pudo soportar a mi madre más tiempo, y en lugar de afrontar el problema se escabulló, sin importarle nada más. Porque que no hubiera contactado conmigo ni una sola vez desde aquél día no se debía a ningún tipo de impedimento por parte de mi madre. Otra de las verdades que conocí a medida que pasaba el tiempo.

Ahora intentaba recuperar el tiempo perdido claro, pero al conocerlo mejor se me quitaron todas las ganas a mí. Y él lo hacía de pena, la verdad. Sí, ya, era mi padre… Pero, ¿qué significaba esa palabra cuando no había llegado a conocerlo realmente antes de que desapareciera?¿Cuándo jamás se hizo cargo de mí de niño, de ninguna manera? Tampoco era que a esas alturas yo tuviera ganas aún de culpar a nadie, ya me daba lo mismo. Simplemente era una persona que realmente acababa de aparecer en mi vida y no me caía bien. No quería tener ninguna relación con él, ni buena ni mala. En eso al menos le tocaba mejor parte que a mi madre, a quien quería perder de vista lo antes posible, porque ella sí había estado todos esos años… Pero eso tampoco significa nada de la manera en la que estuvo. Al menos emocionalmente.

Los años tras la vuelta de mi padre transcurrieron en un constante estado de “quiero estar en cualquier lugar menos en casa”. Casi ni me enteré de en qué momento empezaron a discutir con más énfasis de lo normal y a tratarse de maneras totalmente vejatorias el uno al otro.

Al cumplir los dieciocho ya estaba más que harto de todo aquello. Parecía que había estado esperando aquel momento durante años. Al fin podía largarme sin problema alguno. O eso había creído siempre. La realidad era que no tenía ni un duro para hacerlo con la mínima garantía de llevarlo a cabo sin acabar tirado en una cuneta. Alguna vez pensé “oye, al menos en la cuneta seré libre”, pero al rato, o en un par de días, esa idea abandonaba mi mente. La libertad, sin posibilidades, no es verdadera libertad. No quería seguir estudiando, lo que quería era tener algo de dinero inmediatamente para largarme lo antes posible, así que no me matriculé en la universidad.

Pasó un año. Trabajé de camarero. Duré poco. Luego en los almacenes de un supermercado en un pueblo cercano. Me planteé el alquilar algún pequeño estudio para vivir allí mientras trabajase y así huir de casa. Pero al final sería un gasto que me haría tardar más en ahorrar la cantidad suficiente de dinero como para irme definitivamente. Tras un año, me despidieron y un par de meses después me contrataron como dependiente de una tienda de ropa no muy lejos de donde vivía. Pero cada vez iba perdiendo más la esperanza de irme de allí en algún momento cercano. A medida que creces todo lo que parecía sencillo se complica, y en ese momento ya era totalmente consciente del dinero que me haría falta en realidad para dejarlo todo atrás sin que tuviese que volver nunca. Con esos sueldos de contratos de aprendizaje (de los que apenas un tercio iba a mi propio bolsillo, el resto a casa) me harían falta años, los suficientes como para hacerme perder cualquier atisbo de esperanza y sumirme en un periodo de… Depresión supongo.

Tras un tiempo así, pensé matricularme en la universidad, al fin y al cabo, no iba a ir a ninguna parte. Pero no tenía ganas. Ya no tenía ganas de nada.

Parecía el fin. Iba a tener que aceptar que mi mierda de vida sería la misma para siempre, o al menos durante muchos años, y que tendría que desempeñar trabajos que no quería y estar en el sitio que no aguantaba, con la gente con la que no quería estar ni un minuto más.

Y así me resigné.

Pero al fin, un tiempo después llegó la oportunidad de oro, que ya había pasado de estar en mi mente catalogada como un objetivo, a estarlo como un sueño. Aunque me iba a costar unos últimos malos ratos con esa gente a la que ya no aguantaba más…

Resultó que descubrí que mi abuelo me había dejado herencia. A mí. De hecho, la mayor parte de lo que dejó lo había dejado para mí. Me enteré fortuitamente, al escuchar ciertos detalles en una de las fuertes discusiones entre mis estimados progenitores. Me lo habían escondido, claro. Supongo que podía haberlo denunciado directamente, pero con tal de no llegar a ese punto de tensión, decidí dialogar. Fue una mala elección. Los gritos e improperios pasaron a centrarse en mi persona, así que aguanté el tipo allí plantado, mientras la tormenta de mierda que salía por la boca de aquella mujer a la que ya ni quería seguir llamando madre me calaba hasta los huesos. Cuando acabó, se quedó mirándome y me dijo si no tenía nada que decir. Como si fuese yo el que le había robado a ella. Sólo dije una cosa: que iba a denunciarla.

Bastó decir eso para que al final no hiciese falta llegar a ello. En gran parte porque resultó que yo no era una persona tan despreciable como ella, y cedí a que me devolviera lo poco que quedaba de esa herencia, sin reclamar el resto. Simplemente porque tan solo con aquella cantidad de dinero podía arriesgarme, podía ejecutar el plan que soñaba desde hacía tiempo con llevar a cabo. E incluso podía permitirme arriesgar un poco más si me sentía lo suficientemente osado. Podía irme de allí, volver a la ciudad donde pasé los primeros años de mi vida, en la que tenía los mejores recuerdos de mi infancia junto aquel hombre gracias al que ahora podría permitirme mi libertad. E incluso era posible matricularme en la universidad. Y tendría margen de tiempo suficiente como para encontrar algún trabajo a tiempo parcial que me permitiera mantenerme desde ahí, por no mencionar posibles becas, aunque eso quizá era demasiado suponer con los tiempos que corrían (y siguen corriendo…). De cualquier modo, podía irme al fin, sin problema. Así que acepté ese trato y ya me olvidé de líos legales y de todo el tiempo que perdería con ellos, por no mencionar la cordura.

Y así fue como aquella gente a la que yo había asociado esa sensación claustrofóbica y desalentadora en mi vida quedó atrás, en una orilla a la que yo tenía claro que no iba a volver. Jamás.

En cosa de apenas unas pocas semanas (que tuve que aguantar incómodamente conviviendo aún con ellos, aunque sin mediar palabra), había encontrado un pequeño piso de alquiler. Podía permitirme pagarlo solo de momento, con un margen de tiempo muy razonable para empezar a recuperar algo de dinero de lo que iba a perder tanto pagándolo, como afrontando la matrícula de la universidad, y todos los gastos adicionales que había previsto.

El día en que tenía que coger el tren para irme de allí, no sólo del lugar si no de esa vida, me digné a soltar un adiós delante de aquellas dos personas que parecía que habían nacido para destrozarse entre ellas y destruir cualquier cosa que se cruzara en medio. No me dirigieron la palabra. Quizá en un último intento por hundirme, como queriendo agujerear el casco del barco en el que yo zarpaba ese mismo momento de sus vidas.

¿Qué queréis que os diga? Dolió. Sólo un momento. En el preciso instante en que salí de la casa, metí mi equipaje en el maletero del taxi que me llevaría a la estación, subí a él,  y vi como aquel lugar quedaba atrás, el dolor comenzó a remitir. Al ponerse en marcha el tren, salir de la estación y ver cómo el paisaje nublado y gris iba desapareciendo por la ventana a medida que avanzábamos ya no quedaba nada. No sé cómo describir esa sensación, sólo puedo deciros que es de las mejores que he experimentado en mi vida, probablemente esté entre las tres primeras. Y eso es mucho decir… Ya sé que no parece gran cosa que diga eso, dado a la decrépita mierda aburrida que fue mi pasado, no hace falta mucho para mejorar eso, pero a partir de ahí he vivido momentos buenísimos, algunas cosas que la mayoría nunca tendrán el placer de sentir… Y otras que ninguno querría ni presenciar en la peor de sus pesadillas, eso también…

Sorprendentemente, el trayecto en tren de alrededor de nueve horas no se me hizo tan largo, supongo que estaba como loco por las expectativas y comenzaba a ver películas en mi mente sobre cómo sería mi vida a partir de ese momento. Cuando me quise dar cuenta estaba de pie en la salida de la estación Sur de Levantia, la gran ciudad bañada por el mediterráneo y mi verdadero hogar, buscando un taxi que me llevara al hotel en el que iba a pasar aquella noche. Al día siguiente firmaría el contrato de alquiler del piso y por fin dormiría en mi nuevo hogar. Pero por el momento me paré un instante allí fuera. Era por la tarde, rondando las seis y media. Respiré hondo y miré a mi alrededor. Olía a vida nueva (y a contaminación, claro, la ciudad era enorme y había mucho tráfico), aunque de algún modo era como volver a casa. El único lugar en el que había vivido que realmente había considerado un hogar estaba en esta ciudad. Hacía muchísimo de eso, pero en aquel momento comencé a recordar la sensación. Claro que ahora no podía esperar que mi abuelo viniese para llevarme a los columpios del parque y a merendar…

Antes de que la cosa se pusiera más melancólica en mi mente, fui directo a uno de los taxis que acababa de parar a unos cuantos metros.
El hotel estaba a 10 minutos en coche de la estación, así que tampoco me dio tiempo a pensar mucho durante el trayecto. Al entrar en mi habitación del hotel y cerrar la puerta me quedé apoyado en ella, mirando al vacío. Recuerdo aquel justo momento. Se me humedecieron rápidamente los ojos y dos lágrimas comenzaron a brotar de mis párpados, una por la mejilla derecha y la otra del lado contrario, a destiempo. No sabía por qué, aunque pronto me di cuenta: me sentía solo. Era una sensación extraña. Realmente siempre había creído estar solo, estando con gente que me asqueaba y me amargaba la existencia, pero siempre tuve el convencimiento de que aquella sensación acabaría en el momento que me separara de ellos. Pero entonces, ¿por qué ahora me sorprendía sintiendo aquello?
Me sequé las lágrimas con las manos y sacudí la cabeza. Fui al baño y me lavé un poco la cara con agua fresca. Me quedé mirándome al espejo, mis ojos azules me devolvían la mirada, sin entender. Me pasé las manos mojadas por el pelo castaño hacia atrás, humedeciéndolo, y me dí una palmada en la cara. «Ha pasado todo muy rápido, habrá sido por eso» me dije, quitándole importancia. Volví al dormitorio y me eché en la cama tras dejar la maleta a un lado.

1 comentario:

  1. Venga, voy por el segundo y ya comento allí los dos del tirón.

    Inciso: ¿por qué no justificas el texto? Quedaría más bonito

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