lunes, 13 de julio de 2020

La tienda de antigüedades

La tarde, nubosa, de luz apagada, avanzaba con suma lentitud, como todas y cada una de ese largo invierno. En el interior de la tienda de antigüedades no había nadie más que él, tras el mostrador, limpiando a conciencia las piezas de un viejo ajedrez de madera, prestando atención a cada recoveco de las tallas. El silencio era casi total, sólo lo rompía casi imperceptiblemente, el sonido de las manecillas de un gran reloj, colgado de la pared a unos metros de donde él estaba, que alcanzaba cada rincón de la estancia, metiéndose por entre las cuatro estanterías repletas de objetos de lo más variopintos. El tiempo pasaba al compás de ese reloj, ni rápido ni lento, indiferente a todo. Estar allí no era aburrido realmente, pero no se podía negar que a pesar de lo acogedor de la pequeña tienda y de la calidez que reinaba en contraste con el frío que hacía en la calle, aquello era como mínimo solitario. Sobre todo por la falta de clientela. “Claro, ¿a quién le van a interesar mis baratijas?” se decía él siempre que se sorprendía pensando en aquello “parece que tan solo tienen valor para mí mismo, no sé por qué hago esto, debería empezar a pensar en serio en echar el cierre definitivamente…”


Mientras hablaba consigo mismo en su interior, ensimismado, como la mayoría del tiempo, oyó abrirse la puerta con delicadeza.


-Hola, buenas tardes.


Se sorprendió un poco al verla. Debía tener más o menos su edad, pero no era por eso, aunque era cierto que las pocas veces que alguien se había dignado a entrar era gente más mayor, quizá porque con la edad se adquiere cierto gusto por la nostalgia, y en su tienda si algo había en abundancia era nostalgia. Pero no, no era por eso, ni siquiera por lo bonita que le pareció. Lo que le sorprendió de veras fue su expresión, no sólo la sonrisa de sus labios, si no también la de sus ojos, pómulos, nariz… Podía contar con los dedos de una mano (y le sobraría alguno) las veces en las que otra persona había entrado con una expresión parecida. 


-Buenas tardes. Adelante, pasa, echa un vistazo tranquila, tienes toda la tienda para ti -se permitió sonreír también un poco.


Ella se quitó con una mano el gorro de lana blanco que llevaba, mientras algunos de sus cabellos castaños se despegaban lentamente de él debido a la electricidad estática. Se dirigió a las estanterías.


Él intentó volver a centrar su atención en las piezas de ajedrez, pero no pudo dejar de mirar hacia las estanterías de cuando en cuando. Parecía fascinada mirando cada artículo.


-Si tienes cuidado puedes cogerlos y verlos mejor, tranquila.


Ella le miró, otra vez con esa sonrisa multiplataforma.


-Gracias.


Siguió frotando uno de los caballos. Entre las crines, cuidadosamente talladas, se había acumulado mucho polvo.


Ella se movía con tanta calma por la tienda, que él ni se dio cuenta cuando se paró justo enfrente del mostrador.


-Perdona, ¿qué precio tiene esto?


Lo tenía entre sus manos.


-¿Eso? No… No está en venta. No podría, es un trasto inútil, me lo devolvieron escacharrado y no ha habido manera de ponerlo a funcionar como antes. Un cacharro inservible…


-Oh…


La miró mientras ella volvía echar un vistazo a esa cosa. Realmente parecía haberle entristecido un tanto la respuesta, su sonrisa había perdido intensidad.


-¿Sabes? Llévatelo. Si consigues arreglarlo es tuyo.


La luz en su rostro retomó intensidad, como una llama acariciada por la brisa.


-¿De verdad?¿No te importa?


Negó despreocupadamente con la cabeza, sonriendo un poco para que ella no se sintiera en deuda. Ella volvió a mirar el objeto inánime, y luego plantó sus ojos castaños en los de él de nuevo, chispeantes de júbilo.


-¡Gracias!


-No, no… No me las des, ni siquiera se puede decir que sea un regalo, más bien te estoy endorsando un trasto…


-No si lo arreglo.


Esta vez fue él quien se quedó parado mirándole a los ojos a ella por un momento. 


-Volveré… -dijo esto haciendo un gesto, como si se colocara unas gafas de sol inexistentes, a lo Schwarzenegger en Terminator 2. Después sonrió más aun, se dio la vuelta y salió de la tienda.



Él se quedó mirando la puerta, notando cierta tensión en las mejillas, que parecían querer hacerle sonreír por su cuenta. Negó con la cabeza ya sonriendo sin oponer resistencia, antes de volver a las piezas de ajedrez.


A través del cristal de la puerta y de la ventana, la primavera acababa de irrumpir tímidamente, dorando la tarde y el interior de la tienda con sus cálidos rayos de sol.