viernes, 31 de mayo de 2019

Levantia, capítulo 5.

5

Abrí los ojos. Estaba todo a oscuras aún, sólo llegué a distinguir eso antes de volver a caer dormido. La segunda vez que desperté me noté la garganta muy seca, apenas pude moverme, no distinguía nada con la vista y sentía un hormigueo extraño por todo el cuerpo; no era dolor, pero tampoco era agradable. Tenía sed, pero volví a dormirme. El siguiente despertar fue el que lo cambió todo, la falsa alarma.

Entraba algo de luz entre las rendijas de la persiana bajada. No tuve tiempo de pensar en ello en aquel momento, pero probablemente era ya de día. El hormigueo que había notado anteriormente por el cuerpo, se había convertido en un escozor como el que provoca el alcohol sobre una herida, pero lo sentía por dentro. Me levanté tan rápido que no recuerdo cómo, pero caí de cara contra el suelo. Intenté incorporarme pero al apoyar ambas manos para hacerlo vomité. Noté el líquido sobre mis manos y salpicando mis brazos, tibio, viscoso… Rojo. Me desmayé sobre el charco de sangre.

Recobré el sentido y tosí, echando un poco más. Notaba los latidos de mi corazón como si fuesen bombas explotando dentro de mí. El escozor casi había remitido del todo, siendo sustituido por un dolor sordo. Notaba pinchazos en el pecho. Los latidos comenzaron a espaciarse más y más en el tiempo, y a ser más débiles. Tras unos instantes de puro pánico, el corazón se detuvo definitivamente (o eso creí). Caí de nuevo.

Una extraña vibración me despertó. Al abrir los ojos me quedé un poco aturdido, con la visión distorsionada. El zumbido no provenía de nada del exterior, si no de mis propios oídos. O de mi cerebro. Tras unos momentos en los que ni me moví del suelo, pude abrir la boca, notando cómo se despegaban mis labios.

-Mi…Lena… -pude decir entrecortadamente, con un hilo de voz. No hubo respuesta, así que cogí un poco más de aire-. Milena…

Nada. Moví con cuidado las manos, que respondieron, aunque entumecidas. El resto del cuerpo estaba igual, bien pero como si una pandilla me hubiese dado una paliza la noche anterior y se hubieran ensañado en cada músculo. Parpadeé, con la cara aún pegada al suelo por la parte derecha, respiré hondo varias veces. Olía fatal, cualquiera diría que a muerto, valga la ironía. Comencé a levantarme con cuidado. La piel del rostro, del cuello, pecho y los antebrazos se despegó del suelo, literalmente, porque la sangre se había secado. Conseguí ponerme a gatas y esperé un momento, tomando aliento. Lentamente me puse sobre mis piernas al fin y me senté en la cama o más bien me dejé caer sobre ella.
Miré alrededor. La luz que se filtraba por las rendijas de la persiana era suficiente como para ver la habitación en su totalidad, aunque en penumbra, se distinguía todo perfectamente. A parte de la cama y unas cajas de cartón precintadas, allí no había ningún mueble ni objeto de decoración, ni siquiera un flexo o lámpara.

-¿Milena? -volví a llamarla, un poco más alto ahora que había cogido algo de aliento ya.

Puse atención por si oía algo desde fuera de la habitación, pero no oí nada. Tras unos instantes sentado cogiendo algo de fuerzas me levanté. Tuve que apoyarme en la pared al notar un ligero mareo, pero pude seguir de pie, y caminé muy despacio, tratando de encontrar y recolectar toda mi ropa, que estaba esparcida por la habitación. Me puse los calzoncillos, los pantalones y el calzado, y me detuve antes de empezar a vestirme el torso. Tenía que lavarme, estaba hecho un asco con toda esa sangre seca, así que salí de la habitación, de nuevo, caminando con cuidado.

El pasillo, casi a oscuras, tampoco contaba con ningún tipo de decoración. Resultaba un tanto inquietante. Caminé por él. Abrí la primera puerta que encontré, pero era una estancia totalmente vacía, supuse que era un dormitorio, por el tamaño y la disposición de la única ventana, como la de la habitación de la que había salido yo. «Debe de haberse mudado hace poco…» pensé. La siguiente puerta, contigua a la de la habitación vacía, era el baño. Entré y fui hacia el lavabo. No había agua. Maldije mi suerte. Salí y me dirigí hacia lo que debía ser la cocina. Siguiendo la tónica del resto de la casa, ahí no había nada, ni nevera, ni muebles, electrodomésticos, sillas, mesa… Tan solo un fregadero desnudo, con las tuberías a la vista, pero no me iba a servir tampoco sin agua.

Volví a la habitación de la cama, resignado a limpiarme un poco en seco, como pudiera. Tras rascarme con las uñas las costras de sangre seca del pecho, los brazos, el cuello y la cara, me puse la camiseta, el jersey, la chaqueta y salí del piso.

Mientras bajaba las escaleras me di cuenta de que el propio edificio parecía abandonado. No había nada roto ni en mal estado, pero el polvo se acumulaba en los rincones y la barandilla de las escaleras, y el silencio era total, comprobé que tan solo era un bloque de tres alturas, unos seis pisos pequeños como en el que había pasado la noche.

Efectivamente, desde fuera confirmé que nadie vivía en aquel edificio. El telefonillo del portal estaba viejo, sucio y roto. Por supuesto ni rastro de Milena tampoco. Pensé en esperar allí por si había salido a hacer cualquier cosa y volviese, pero al momento me di cuenta de lo estúpido de aquel razonamiento. En primer lugar, estaba hecho mierda, y empezaba a sentirme mal de nuevo. En segundo lugar, no sabía cuanto tardaría ella en el caso de que volviera, porque además, no cuadraba mucho que ella viviese allí, pero ¿cómo habríamos entrado si no?, hacían falta llaves para eso. Comencé a sentir cierta incomodidad. Lo que me había sucedido… No era producto de lo que bebí la noche anterior, de hecho, si hubiera tenido resaca hubiera sido muy suave, como digo apenas bebí para acabar como acabé. Todo empezaba a parecerme muy raro, ¿y si me había drogado?. Me eché la mano instintivamente a los bolsillos de los pantalones. Mi cartera seguía en el bolsillo derecho, así como mis llaves, en el bolsillito más pequeño, y el móvil en el bolsillo interior de la chaqueta. Comprobé la cartera y no faltaba nada. Saqué el móvil. Pulsé el minúsculo botón del lateral para encender la pantalla. En lugar de aparecer la pantalla de menú, el móvil se estaba iniciando, lo que quería decir que en algún momento de la noche lo habría apagado y no me acordaba. Al poner el pin y abrirse por fin el menú, vi que el icono de la carga de batería estaba completamente vacío, con lo cual, a los pocos segundos el móvil volvió a apagarse. No tenía batería. Recordaba que la última vez que lo miré la noche anterior estaba casi a tope, no era normal que se hubiese quedado sin batería en una noche, sin utilizarlo en ningún momento. No le di más vueltas a ese detalle, aun con todo, lo que me había ocurrido al despertar no era normal, puede que no me hubiese drogado para robarme (lo cual agradecí, claro), pero algo me había colado… Por otro lado, ¿qué droga te hace vomitar un charco inmenso de sangre?¿qué cojones me habría metido?

Todo empezó a darme vueltas y tuve que apoyarme de nuevo en la pared más cercana. Noté un pinchazo en el estómago, no muy intenso, pero alarmante. En cuanto recuperé el control, comencé a caminar para alejarme de aquel lugar. Debía ser temprano por la mañana, por la luz tenue del cielo, lo cual me sorprendía bastante, porque juraría que no nos fuimos del último garito antes de las tres y media o más de la madrugada. Contando el camino hasta el piso y lo que hicimos en él, habría podido dormir un par de horas o poco más… la cabeza me daba vueltas cada vez más, los pinchazos en el estómago venían espaciados entre ellos unos minutos, pero cada vez con un dolor un poco más intenso. Me dolía el cuello también, aunque de una manera distinta al resto del cuerpo. Lo tenía como entumecido además.

No conocía aquella zona, por supuesto, ni la recordaba del camino de ida que hicimos esa noche haría apenas cuatro o cinco horas. No comprendía nada, pero a medida que me encontraba peor a cada minuto me importaba menos, sólo quería llegar a casa.

Cuando por fin logré llegar a la parada de metro más cercana, comenzaba a tiritar. Me hice un ovillo en uno de los asientos libres (que eran bastantes para la hora que era). De reojo me fijé en que alguna de la poca gente que ocupaba el vagón a parte de mí, me miraba raro. Supuse que era totalmente normal, claro; debía llevar unas pintas de yonki apaleado deprimentes.

El trayecto se me hizo interminable, pero finalmente llegué a casa.

Bajé del tren como pude y a trompicones fui hacia las escaleras que subían a la calle. Al llegar ante ellas más que las escaleras de la boca de metro me parecieron el último kilómetro de ascenso al monte Everest. La cabeza me palpitaba, como si un antisistema estuviese dentro de mi craneo destrozándolo todo a base de golpes con un bate de béisbol al ritmo del bajo en “another one bites the dust“ de Queen.  Apenas podía tenerme en pie, no sabía si arriesgarme a intentar subir o sentarme en un banco; por un lado quería llegar a mi cama rápidamente, tomarme algo para el dolor y dormirme (o desmayarme), por otro la tarea de subir esas escaleras me parecía titánica en esos momentos y muy peligrosa, porque veía venir un desvanecimiento que en medio de las escaleras podría resultar mortal. Pensé que podía ir a peor de nuevo y tampoco quería dar el espectáculo allí delante de todo el mundo (aunque ya me lo planteaba muy seriamente, pedir ayuda, dejarme caer al suelo y que alguien se encargase de mí, llamase una ambulancia…), así que puse todo mi esfuerzo y concentración en comenzar a ascender peldaños.

-¿Fabio? -apenas oí la voz enfrente de mi- ¿Estás bien?

Levanté la mirada. Era una chica, pero no la conocía. O al menos si la conocía, como todo parecía indicar, no la reconocía en aquel momento. No sé si hubiese reconocido ni a mi madre.

-Estoy… -fue lo único que alcancé a decir antes de que mis piernas hicieran un amago de dejar de sostenerme.

Noté como la chica me cogía.

-Espera… -gruñó, mientras me ayudaba a ponerme otra vez más o menos derecho.

No era muy alta, de hecho era más bien tirando a bajita, aunque no hubiera sabido decir cuanto. Debió costarle cargar con mi peso.

-Gracias… -respiré hondo. La chica morena me miraba, preocupada-. Voy a casa, tranquila…

-A lo mejor deberías ir al médico…

-No. No… Estoy bien, sólo necesito dormir -volví a agarrarme de la barandilla de las escaleras y seguí subiendo. Debía estar dando un espectáculo lamentable.

-¡Espera! -me cogió el brazo izquierdo y se lo echó sobre los hombros- Te acompaño, ¿dónde vives?.


Tras un corto realmente pero larguísimo, casi interminable, doloroso, nauseabundo, delirante y bochornoso trayecto desde la boca de metro hasta casa, por fin nos encontramos en la puerta del piso. Debía de parecer que estaba en las últimas, porque aquella chica insistió en ayudarme a subir cuando llegamos al portal. Y realmente no me sentía nada bien, nada; tan mal como para no pensar ni siquiera un segundo la imagen vergonzosa y alarmante que debía estar dando. Mi mente tan solo visualizaba mi cama y una desconexión inmediata. Intenté abrir la puerta, con mucha dificultad, porque me temblaba todo el cuerpo. Tras unos vergonzosos intentos de colar la llave por la cerradura sin éxito, ella me las cogió de la mano con delicadeza y abrió, me ayudó a entrar y me acompañó hasta el salón. Allí me dejé caer en el sofá, por fin.

-Fabio, déjame que llame a una ambulancia…

-No… Se me pasará, estoy bien… -medio gemí. No debía haber resultado muy convincente-. No te preocupes, voy a dormir un rato. Gracias por… Echarme una mano.

-¿Puedes llamar a alguien?

-¿Qué? No, tranquila, no hace falta molestar a nadie, en serio…

Noté cómo me miraba fijamente, pero no pude enfocar bien su rostro.

-No estoy tranquila dejándote así…

-De verdad -pensé un momento, haciendo un esfuerzo-, no es algo nuevo, tranquila. Una buena siesta y estaré mucho mejor.

No se movió. Creí ver que sujetaba un teléfono móvil.

-Gracias, pero no tienes que preocuparte más, mañana estaré mejor…

-De acuerdo -por fin pareció calmarse-. Dime… Dime algo en cuanto puedas, por favor. Si necesitas algo también, estaré pendiente del móvil, ¿vale?

Asentí e intenté sonreír. La realidad era que tenía la cabeza tan ida que ni me paré a preguntarme por qué había dicho eso del móvil, si ahora que me había fijado mejor creía que no la conocía de nada, aunque por lo visto ella sí me conocía a mí.
Por fin se fue. Oí la puerta del rellano cerrarse y entonces me abandoné a la pérdida de la consciencia de nuevo.


-…bio… Fabio…

Entreabrí los ojos, notando unos golpecitos en el hombro. Mario me miraba.

-Joder tío, qué pintas tienes… -dijo, mirándome frunciendo un poco el entrecejo.

-¿Qué hora es? -acerté a preguntar.

-La una y media casi.

Había bastante luz, así que acepté que se refería a la una y media del mediodía, por lo menos había podido dormir unas cuantas horas después de llegar. Me sentía algo mejor, pero peor de lo que habría esperado.

-Venga, vámonos a comer algo, la última comida en esta ciudad, de momento -dijo, dándome una palmada con algo más de fuerza en el brazo.

-¿La última comida…?

-Mañana yo me voy por la mañana, si no es hoy ya no será.

-¿Mañana? -los engranajes de mi cerebro comenzaron a girar muy lentamente. Casi podía oírlos chirriar-. Nos vamos el miércoles… ¿Y tú no ibas a volver el lunes?

Mario se me quedó mirando con cara de incredulidad.

-Fab, es martes bro…

«¿Martes?» pensé, sin comprender. Mario debió notar la confusión que reinaba en mi cabeza.

-¿Estás bien, tío? -puso una mano en mi hombro.

Yo no comprendía cómo habían pasado tres días desde que me dormí en el sofá.

-¿Cuándo…?¿Cuándo has llegado? -pregunté, tratando de aclararme.

-Ayer…

-Ayer no, ¿qué día?

-Lunes joder, si hoy es martes… ya te dije que volvía el lunes…

-¿Y no me despertaste?

-No estabas…

Me quedé mirándole. ¿Cómo que no estaba?¿Cuándo había llegado a casa?

-¿No…?

-Esta mañana cuando he salido de casa aún no habías llegado, me estaba preocupando ya porque tenías el móvil apagado o fuera de cobertura.

O sea, que sí había dormido unas horas desde que llegué a casa, ¿pero entonces…?¿Cuánto tiempo había pasado inconsciente en aquella habitación del edificio abandonado en la que había pasado la noche con Milena?¿Tres días enteros? Aquello era imposible.

-Tío, de verdad, ¿estás bien? -repitió Mario, acercando su cara para mirarme fijamente a los ojos mientras seguía sujetándome por el hombro.

-Sí -solté, tras un momento de vacilación-. Sólo es que… Estaba por ahí. Joder, menuda resaca…

Traté de hacer pasar todo aquello por un desfase titánico de excesos lo mejor que pude. Aunque en realidad tampoco sabía qué era lo que trataba de esconder. No estaba muy seguro de si volvería a recaer y marearme o algo así, por lo que la idea de salir de casa no me atraía en absoluto, pero lo cierto era que me sentía ya algo mejor, así que tras un poco de insistencia por parte del incombustible Mario, me levanté, me di una ducha rápida como pude (también a petición de Mario y de mi propio olfato), me puse ropa limpia y salimos de casa.
Por suerte Mario no llegó a ver antes de que me metiese en la ducha las manchas de sangre seca que aún había en algún rincón del cuello de la camiseta e incluso en algún mechón de mi pelo. Pero sin duda sí había reparado en lo que yo había visto al mirarme al espejo del lavabo: unas ojeras algo amoratadas y un rostro pálido, como si de repente hubiese pasado meses arrastrando alguna enfermedad importante. Quizá era buena idea comer algo, si tenía que creer que había pasado más de tres días sin ingerir nada, ni agua, inconsciente.


A los pocos minutos de ir caminando hacia el italiano en el que solíamos comer o cenar desde hacía meses cuando nos apetecía darnos un homenaje, comencé a sentir un hormigueo bastante incómodo por la cara, el cuello y las manos. No era buena señal. Temía que fuese a más, como el mareo de antes. Empezó a dolerme un poco la cabeza. Cuando llegamos por fin al restaurante me sentí aliviado de poder sentarme y de hecho, el dolor de cabeza remitió en cuestión de un par de minutos, así como esos hormigueos que ya comenzaban a convertirse en escozor a penas soportable justo antes de entrar.
Fui al baño y me eché agua sobre la nuca y la cara. De pronto me sentí un poco avergonzado por el careto de yonki que llevaba; comprendí la mirada del camarero al vernos nada más entrar. «Joder, Fabio… ¿Qué coño has hecho…?» me dije a mí mismo, echándome ambas manos a la cabeza y pasándolas luego por el pelo, para adecentarme un poco. Hasta mis ojos parecían tener un tono azul más pálido del natural.
Cuando trajeron los platos (macarrones a la carbonara para mí y espaguetis alla norma para Mario) devoré el mío en menos de cinco minutos, y las raciones en este restaurante no eran poca cosa para ser un italiano medio pijo.

-¿Ves como tenías que comer algo, Fab?. Estás “traspillao”, como dice mi madre… ¿Pero en qué bacanal has estado, tío?

Yo no presté mucha atención a lo que decía mi compañero, sólo pensaba en comer más, pero sabía que no podía permitirme otro plato. Comencé a notarme ansioso, estuve por quitarle a Mario su plato y comérmelo yo, cuando en un instante sentí náuseas. Fueron a más rápidamente y tuve que levantarme a toda prisa para ir de nuevo al servicio, donde nada más entrar… Bueno, digamos que los macarrones estaban buenísimos pero la vida es injusta y acabaron en el retrete, casi intactos. Me enjuagué bien la boca con agua del grifo. Volví a verme en el espejo, y eso aún me desanimó más.
Al volver a la mesa Mario me miraba inquisitivamente.

-¿Tío, qué te pasa? En serio, me estás preocupando bastante ya…

Le hice un gesto con la mano, como quitándole importancia al asunto.

-Tranquilo, es la resaca…

-¿Pero qué fiesta te has pegado tú dos o tres días por ahí?¿Me lo vas a contar o qué?

Técnicamente, si contaba desde que salí el viernes, la fiesta había durado cuatro días, pero no se lo iba a decir. Di gracias a que Mario no tuviera relación alguna con mi ex, Nuria, porque me iba a servir como chivo expiatorio.

-He estado con Nuria… -solté, fingiendo hastío.

Me miró con cara de sorpresa al principio, pero luego le nació esa sonrisilla tonta típica de algunos tíos cuando un colega les cuenta que ha “triunfado“.

-Qué pájaro… ¿Y cómo ha sido eso?, ¿te arrepentiste de darle largas cuando os visteis el otro día? Tío, ya sabes lo que pienso yo, pero cada uno… Si has disfrutado, pues eso que te llevas…

-La llamé, y una cosa llevó a la otra, fui a su casa, salimos y… He pasado estos días con ella.

-¿Y la resaca?

Tonto del todo no era Mario. Caí en la enorme y estúpida laguna de mi explicación, así que respondí lo primero que se me ocurrió.

-Salimos también anoche…

-¿Un lunes? Sí que tenía ganas de juerga…

Me miró perplejo, pero tras unos instantes se encogió de hombros y siguió con su plato de espaguetis como si nada. Supuse que cosas más extrañas había visto.

-Pues sí… -sentencié.

No pedí postre por lo que pudiera pasar, Mario pidió una ración de tiramisú.

-Entonces, ¿qué vais a hacer? -preguntó, mientras comenzaba a darme envidia con la primera cucharada que se llevó a la boca.

-¿Quién? -caí al momento de que se refería a Nuria y a mí-. Ah… Pues, no sé…

-¿Relación a distancia tú allá en el pueblo aquel nublado del quinto prepucio y ella aquí? No lo veo Fab… -me miró, condescendiente.

-¿Por qué no? -seguí con la mentira, parecía que había colado y ahora la terminaría de asentar haciendo que él se implicase.

-¿Cuántas veces podrías venir? Si antes ya tonteó con otro estando los dos aquí, imagina…

-¡Eh! -fingí una ligera ofensa.

-Lo siento bro, pero he de ser sincero, es lo que yo creo.

-Te agradezco tu preocupación y tengo en mente lo que dices, no me lo voy a tomar como algo serio…

Me miró y volvió a sacar la sonrisilla tonta.

-¡Ese es mi bro Fab! ¡De follamiga!…

-No chilles… -hice un gesto hacia el resto del restaurante, como haciéndole entender que lo iba a oír todo el mundo.

Rió mientras acababa su postre. Pagamos y al salir me echó uno de los brazos de luchador de pressing catch que tenía sobre los hombros.

-Has aprendido mucho desde que vine a vivir contigo -soltó, con aire de superioridad pero con un extraño deje de melancolía.

-¿Qué habría hecho yo sin ti? -repliqué yo, socarronamente.

Y así, con Mario echándose unas risas y yo fingiendo que hacía lo mismo aunque en realidad me estaba muriendo de hambre y volvía a notar el hormigueo barra escozor en la cara y las manos, volvimos a casa.



El momento tan temido llegó por fin la tarde del día siguiente.

-Da pena, ¿eh? -dijo Mario, mientras estábamos de pie en el recibidor, rodeados de maletas y bolsas-. La de buenos momentos que hemos pasado aquí.

Yo sabía que él se refería a momentos en común nuestros, desde que él vino a vivir conmigo, pero no pude evitar pensar en todos los momentos que pasé yo antes de eso, tanto solo como en compañía. Ahí dejaba… Una vida, al fin y al cabo. Lo que fue y lo que podría haber sido. Mario debió notar el desaliento en mi expresión.

-Eh, Fab -me dio una palmada tras el hombro y le miré-. Venga, al final de alguna manera la cosa siempre mejora, esto no es el fin, recuerda que también formas parte de nuestro proyecto común.

Por tonto que parezca, me sacó una sonrisa al pensar en ese canal de You Tube chapucero que habíamos puesto en marcha entre los dos. Aunque yo por lo general sólo grababa y soltaba algún comentario mientras tanto, y únicamente había salido en algún vídeo de pasada, anecdóticamente.

-Es todo merito tuyo. Además, ya no voy a poder ejercer de cámara y ayudante de producción -contesté, aún con media sonrisa.

-Tú puedes subir tus propios vídeos… -le miré, arqueando una ceja-. Bueno, no sobre entrenamientos y fitness, pero sí sobre esas filosofadas que tanto te gusta darte y que tan bien se complementan con el estilo de vida que el canal quiere promover.

-Pues igual me lo pienso…

Bajamos una tanda de bolsas y cajas pequeñas al portal, y volvimos a subir a por lo último que quedaba, una maleta enorme de Mario. Yo no comprendía cómo había llegado a acumular tantas cosas en el piso. No le había bastado con el primer viaje que hizo durante el fin de semana, y aún así, le quedaba todo aquello.
Me puse en posición para ayudarle a levantar aquel armatoste que no tenía ruedas.

-Tranquilo socio, esto pesa mucho, déjame a mí…

Casi me sentí ofendido. Como cuando de pequeño en el recreo nadie me elegía para su equipo.

-Entre los dos costará menos -me así a las esquinas del enorme maletón, o más bien baúl.

-Tranquilo tío, en serio, déjame a mí…

-Que no… -agarré y levanté.

No me di ni cuenta de cómo pasó, pero acababa de levantar yo solo aquello y además sin extrema dificultad, como si estuviera levantando una garrafa de agua. Me quedé sosteniéndolo, ahí parado. Por el lado pude ver que Mario me miraba con los ojos como platos. De repente fui consciente de lo extraño de la situación y solté el baúl, sin pensarlo. Golpeó el suelo, haciéndolo retumbar un poco.

-Tío… -es lo único que alcanzó a decir Mario.

-Joder… Sí que pesa, sí… Espero que no se haya roto nada, lo siento…

Me siguió mirando, confuso.

-Sí, sí… -seguía un poco extrañado.

-Mejor cógelo tú y yo bajo delante indicándote…

-Vale tío…

Entonces oí el gruñido de esfuerzo que soltó al intentar levantarlo él solo. Lo consiguió a duras penas, y comenzó a moverse con mucha dificultad. Yo no daba crédito. Mario era un tío que levaba años y años de gimnasios, haciendo pesas, dietas, era prácticamente un toro y además había trabajado de mozo de almacén y en la construcción. Y yo casi no había hecho una flexión en mi vida, o al menos hacía mucho que ni hacía flexiones.

-Tío… -le oí apurado, indicándome que comenzara a bajar y le guiase.

-Perdón -me puse en marcha- vale, vas bien, tira…

Tuvo que parar en cada rellano para tomar aliento, pero al final logró llegar con el mamotreto hasta abajo y cargarlo en la furgoneta de su padre. Parecía que con el enorme esfuerzo había olvidado lo que había pasado arriba.

-Gracias, bro. Bueno… -me tendió la mano-. Nos volveremos a ver, ¿verdad?

Le estreché la mano y chocamos los hombros de frente.

-Dalo por hecho.

Tras eso, se subió en la furgoneta y se fueron.

Y ahí estaba yo, solo y perdido. A Mario le había dicho que Nuria iba a venir con una amiga en su coche para acercarme a entregarle las llaves al casero y llevar mis cosas a su piso compartido, que de momento iba a quedarme unos días con ellas. Pero lo cierto era que no había avisado a nadie de nada, así que cogí una mochila y la maleta donde llevaba lo más necesario, dejé el resto allí en un rincón y me fui. Después de devolver las llaves del piso, como no tenía adonde ir y aquella sensación de hambre, cansancio y resaca seguían presentes, además de lo que acababa de ocurrir con el baúl, decidí hacer lo único que podía haber hecho: ir a la zona chunga en la que conocí a Milena. Quería respuestas sobre qué me había dado aquella noche, porque obviamente me había drogado o dado algo extraño de beber. Y además era la mejor opción que tenía en aquellos momentos, con ella no sentiría la misma vergüenza que acudiendo a Nuria, aunque la hubiese conocido hacía solo unas noches de fiesta, y encima ella misma presumía de que le sobraba el dinero, con lo cual no creo que tuviese problema en que pasara una noche o dos en su casa. Y bueno… A lo mejor tenía ganas de volver a verla…

Aunque todo sonase a locura de nuevo, sin la más mínima idea de si la encontraría o si no me tocaría dormir en algún rincón en la calle (que parecía lo más probable), allá que me que fui de nuevo.

lunes, 27 de mayo de 2019

Informe de Yglos Katsyy.

Informe de Yglos Katsyy, cronista viajante del Alto Círculo Imperial, a Su Gran Majestad el Emperador Maur Agliolos Veshyk sobre sus viajes a las estepas del este, mas allá del gran río An y a las tierras limítrofes del gran desierto del sur.




Partimos de la torre del Alto Circulo Imperial en Nahuris el día 3 del Diira del año 423 de nuestro Gran Guía. La época del año había sido escogida por consenso por el Alto Círculo como la idónea para tales menesteres como eran los viajes que emprendíamos en busca de la sabiduría del ancho mundo, para así seguir mejor la senda marcada por el Soberano.

Las primeras hojas comenzaban a caer de los árboles y cubrían el patio donde estaban prestos ya mis acompañantes en esta magnífica tarea que se me había encomendado. El joven novicio Ik Tan, venido de las tierras próximas al lado este del An,  y por tanto conocedor de los diversos dialectos de la lengua hablada por las gentes de las estepas, era quien iba a ejercernos de traductor. Con él conversaba Iustan Marevik, cabecilla del pequeño grupo de mercenarios que nos serviría de protección en caso de que hiciera falta. Éramos en total una quincena de hombres.

Las primeras etapas de nuestro viaje transcurrieron con total normalidad. Las tierras de nuestra Gran Majestad son en verdad cuasi inabarcables, pero no encontramos ningún problema para reabastecernos en las aldeas y pueblos en los que hacíamos alto durante la travesía, y los caminos estaban en muy buen estado, lo cual nos permitió llegar a orillas del río Manei en ochenta días, pocas jornadas antes de la fecha prevista. Seguimos el curso del Manei hacia el sudeste y en doce días llegamos por fin a su confluencia con el gran río An.

Allí, en la aldea de Syned An, descansamos dos días, durante los cuales yo mismo regateé con todos los poseedores de embarcaciones del lugar para sacarles el mejor precio por llevarnos a todos nosotros y nuestras bestias a la otra orilla. He de decir en este punto que el An es realmente ancho de lado a lado, casi tanto como el estrecho de Ibnas Gûr, allá en la Ciudad Resplandeciente de Tahimman. El cruce nos costó una buena suma, aunque no mucho más de lo que se había previsto.

Puede que su Gran Majestad haya oído historias sobre  las Hyssea, las grandes serpientes que según se dice habitan en las cobrizas aguas del An. Si bien durante todo el trayecto en aquella rústica embarcación no dejé de otear las opacas ondulaciones en la superficie del agua, por más que me inquietaran, he de admitir que no puedo asegurar haber visto ninguna de ellas.

Tras llegar a la otra orilla del gran río y posar mis pies sobre la tierra firme sentí un gran alivio, tal es la magnitud del An y el temor que puede llegar a infundir tal cantidad de agua turbia e imaginar su fangoso lecho, muchos pasos más abajo.

Hicimos noche en una pequeña aldea al borde oriental del río y a la mañana siguiente, al despuntar el alba, continuamos camino hacia el este.  Tardamos seis jornadas de viaje en atravesar las tierras de la cuenca del An, salpicadas por alguna que otra masa boscosa, pequeños afluentes y algún arroyo, encontrando a cada tanto pequeñas aldeas, mayoritariamente de pastores.
Al cabo el terreno se comenzó a tornar más árido y uniforme, ya no habían árboles en tal cantidad como para considerarlos ni siquiera las pequeñas arboledas que nos habíamos ido encontrando los últimos días y no divisamos más riachuelos o arroyos. Sin lugar a dudas, aquí comenzaba la gran región esteparia del oriente.  Nada hay que llame la atención en especial a partir de este lugar, tan solo estepa, al norte, al sur y al este, hasta donde alcanza la vista y mucho más allá. Debido a la época del año encontrábamos algunas charcas de agua para abrevar a las bestias y regocijarnos remojando nuestros rostros castigados por el sol y el polvo.

Tras otras seis jornadas de viaje, ésta vez más duras que las anteriores, divisamos el primer campamento. Consistía de varias tiendas de piel de caballo, no más altas que un hombre de estatura normal, en las que yo diría que podían caber unas cuatro o cinco personas por cada una, dependiendo del tamaño de los individuos y la confianza que se tuvieran para estar tan apretados entre ellos.  Al acercarnos conté el total de tiendas, habían siete, con lo que por mis cálculos aproximados deduje que allí podría estar acampando un grupo de entre veinticinco y cuarenta personas.

Diez hombres montados se aproximaron al trote hacia nuestra comitiva y se detuvieron a una distancia prudencial, pero lo suficientemente próxima como para que les oyéramos.

Le ordené al capitán Marevik que detuviera a nuestra caravana y que nos acompañara al novicio Ik Tan y a mí mismo unos pasos más hacia delante para presentarnos a aquellos hombres.

Nos adelantamos pues, el novicio, el capitán y un servidor. Ik Tan, visiblemente nervioso, dijo unas palabras en el extraño lenguaje común de las estepas, y uno de los hombres a caballo le respondió a su vez, mucho más fluidamente, supuse. El joven novicio me indicó que el hombre acababa de presentarse como Jazam ki Huzar, y que era el jefe tribal de aquel pequeño campamento. Le dije que hiciera saber a aquel hombre de nuestra procedencia y propósito, que no era otro como su Gran Majestad sabrá, que el de saber más de las gentes de aquella extensa región, y dar a conocer al mismo tiempo la gloria del Camino Verdadero de nuestro Gran Guía.

Ik Tan procedió. Tras una escueta réplica, de nuevo de boca de Jazam ki Huzar, volvió a dirigirse a mí. Me dijo esta vez que nosotros tres podíamos seguirles hasta el campamento, pero que por el momento el resto de nuestra comitiva tendría que esperar en el lugar donde había parado. Asentí.

Al acercarnos más al campamento, me dí cuenta de que allí habían muchos más individuos de los que había calculado, entre hombres adultos, mujeres y niños. Ya en el campamento, me invadió un fuerte aroma a pieles, sudor humano y excrementos de animales que al parecer nadie salvo yo percibía. Me fijé mejor en las chozas de piel levantadas en aquel lugar y me maravillé de cómo podía caber tanta gente en tan sólo siete de ellas, debido al poco espacio que parecían ocupar.

Jazam ki Huzar se sentó sobre lo que parecían unas cuantas pieles amontonadas, a modo de una especie de sillón sin resapaldo. Hizo que plegaran tres pieles más y nos invitó a sentarnos sobre ellas. Supuse que el número de pieles bajo sus posaderas equivalía de alguna manera a su rango dentro de la tribu, y que nos permitieran sentarnos sobre una a cada uno de nosotros lo tomé como un acto de cortesía hacia los visitantes. Más tarde me cercioré de que, efectivamente, así era.

El jefe tribal comenzó entonces a hablarnos. Ik Tan, un poco más relajado ahora, asentía de vez en cuando y el capitán Marevic y yo observamos la conversación con semblante solemne, a pesar de que no estuviésemos entendiendo una palabra. Cuando habló Ik Tan, hizo un gesto hacia mí con la palma de la mano, Jazam ki Huzar asintió con la cabeza y yo correspondí del mismo modo. Entonces el joven novicio se dirigió a mi. El caudillo había expuesto que la tribu se dirigía hacia los límites de la región, justo de donde nosotros veníamos, para intercambiar mercancías. Un viaje de comercio. Asentí, mirando al jefe, y después le indiqué a Ik Tan que le hablase de lo tranquila que había resultado nuestra travesía, una forma de romper el hielo indicándoles amistosamente que lo más probable era que fuesen a disfrutar de una travesía tan tranquila como la nuestra. Finalmente, le dije que pusiera de manifiesto nuestra intención de recabar nuevas de la vasta región que se extendía ante nosotros y de sus diversos pueblos, tales como ellos, y que si tenían a bien ilustrarnos estaríamos más agradecidos aún, aunque haber sido tan bien recibidos ya era motivo de honra.
El novicio comenzó a hablar en lengua extranjera de nuevo.

Al cabo, Jazam ki Huzar oteó el cielo, hacia el horizonte. Ordenó algo a uno de sus hombres, que mantenían posición firme tras él y dijo algo hacia nosotros. Ik Tan me hizo saber que el jefe ofrecía a nuestra caravana acampar junto a su campamento, en vistas de que pronto caería la noche y de nuestras buenas intenciones. También me dijo que nosotros tres cenaríamos con él y su familia, y el mismo Jazam tendría a bien conversar largo y tendido con nosotros.

Nos retiramos momentáneamente para avisar a los nuestros de que podían acampar junto al poblado. Personalmente insistí una y otra vez en que todo el mundo fuese respetuoso y concienzudo en extremo.

Al cabo, nos dirigimos de nuevo al centro del campamento nómada. Aproveché el camino para darle una palmada en el hombro al joven novicio y expresarle que estaba haciendo su trabajo excelentemente. El capitán Marevik por su parte estaba constantemente observando a los hombres de armas de la tribu. En realidad no había mucha diferencia entre un pastor o ganadero a un guerrero, salvo por un extraño cuchillo largo y ligeramente curvo que portaban colgado de la cintura, una especie de rodela de apenas dos palmos de diámetro que colgaba siempre del lado contrario al cuchillo y el carcaj de piel que llevaban detrás de la cintura junto a un arco corto. En cuanto a vestimenta no se diferenciaban en nada de cualquier otro miembro de la tribu, algunos tan sólo vestían las piernas y cintura, mayoritariamente a base de piel de animales. Otros llevaban ajadas y viejas camisas de hilo de oveja, probablemente intercambiadas con los pueblos de la cuenca del An en sus visitas, como en aquella ocasión, para comerciar. No había variedad en su indumentaria, era obvio que para estas gentes el buen vestir no era la prioridad más acuciante.

Como nos había indicado, Jazam ki Huzar nos acogió en el corro que formaban alrededor de un fuego donde se asaba una cabra todos los miembros de su numerosa familia, y sus guardias personales.

El jefe nos hablaba. Ik Tan escuchaba atentamente, asentía y nos lo traducía a su vez al capitán Marevic y a mi. Yo le exponía mis preguntas. Me dí cuenta de que Jazam se mostraba en actitud demasiado cariñosa con varias de las mujeres que allí había. Más tarde supe que las tres mujeres que habían cerca de él eran todas sus esposas. Tal es la cultura y creencia de estas gentes que los hombres con más poder podían tener el número de esposas que quisieran en tanto pudieran mantenerlas a ellas y a toda su progenie, como acostumbran  a hacer muchos otros pueblos bárbaros de otros lugares remotos del ancho mundo.

Cuando la cabra asada estuvo lista, las mujeres comenzaron a trincharla y a repartir los trozos de carne entre todos los presentes, haciéndonos el honor de comenzar por nosotros tres. No mostré el pudor que me generaban aquellas maneras toscas de servir de mano en mano la comida. Lo cierto es que estas gentes no acostumbran a servirse de platos, cuencos o cuchillos y demás utensilios para comer, y bebían todos el agua de los mismos odres. Me fijé, en cambio, que ninguno contenía otra cosa que no fuese agua. Por más bárbara que parezca ésta gente, pensé, por alguna razón no beben gota de bebidas espirituosas, como acostumbran otros pueblos bárbaros, sobretodo aquellos del lejano norte. Y más tarde el mismo Jazam me confirmó que, si bien conocen de brebajes que golpean y abrasan la garganta y la barriga y espesan el pensamiento, no es costumbre consumirlos en plena estepa, porque es limitada la cantidad de impedimenta que pueden cargar sus bestias y además de los odres extra con dicha bebida, deberían cargar otros tantos más de agua debido a la sed que éstos brebajes generan tras varias horas de haberlos ingerido.

Al cabo, nos habló al fin de su gente. Su tribu provenía de un lugar llamado Zahilank, al nordeste de allí, una gran región de praderas que comenzaba tras un gran río llamado Uidunzheg y se extendía hacia el este, con una gran cordillera de enormes montañas lindando al norte. Me extrañó que no se refiriera a dicha cordillera por su nombre, y tras preguntarlo contestó que las montañas no tienen nombre, que son los lugares elegidos por sus dioses para reposar y no tienen derecho a nombrarlas como a cualquier cosa que exista al nivel de la tierra firme. Me sorprendió la respuesta, pero debido a que parecía que entraba en temas sagrados para esas gentes decidí no seguir insistiendo, aunque algún día conocerán el Camino Verdadero de nuestro Gran Guía, y esas antiguas supersticiones paganas dejarán de atormentarles el alma.

Su sociedad estaba conformada por diversos grupos familiares como el suyo. Si bien algunos eran mucho mayores en número. Eran los que solían ostentar el poder en última instancia, pero cada jefe decidía con gran libertad el destino de su propia gente, si bien en caso de amenaza estaban obligados a acudir y unirse con las demás familias. Solían dedicarse a la caza por las extensas llanuras de la estepa, donde habitaban multitud de grandes mamíferos y a la cría de animales, la mayoría de ellos caballos esteparios.

Eran un pueblo pacífico, al contrario que algunos otros vecinos suyos, los cuales hacían de la guerra su modo de vida, ya fuera contra extraños o contra propios. El mismo Jazam nos tranquilizó, muy raramente ningún contingente de estas otras gentes llegaba tan al oeste como ellos y justamente se debía a que lo hacían para comerciar con los pequeños pueblos de la cuenca del An, en aquella parte de la estepa no había nada que fuese del interés de los grandes caudillos de dichos pueblos guerreros. Como nota personal, creo que sería buena idea aceptar que algún día esos caudillos podrían cambiar de opinión y decidir aventurarse más al oeste que nunca antes.

Insté al joven Ik Tan a que le dijese al jefe Jazam que nuestro objetivo era llegar al poblado de Tarkundur y de allí emprender el viaje hacia el sur para pasar por el país de Hesharam y finalmente volver sobre nuestros pasos. Él contestó que había sido acertado escoger aquella época del año para visitar Tarkundur, pues el resto del tiempo estaba deshabitado prácticamente. No conocíamos ese detalle cuando programamos el viaje en el Alto Círculo Imperial. Respiré aliviado al conocer que todo aquello podría haber sido en vano de haber escogido otras fechas para realizarlo.

Jazam ki Huzar no añadió nada más de importancia con respecto a ese tema, así que supuse que tendríamos una travesía calmada de camino a Tarkundur.

El resto de la cena lo pasamos escuchando anécdotas y chistes del jefe, y dándole a conocer la grandeza de nuestro Gran Imperio.





Partimos del campamento de Jazam ki Huzar amparados por las primeras luces del amanecer. Por delante nos esperaban quince jornadas por plena estepa, si nada nos retrasaba.

Como había supuesto durante la conversación con el jefe tribal, los días se sucedieron sin ningún imprevisto. El capitán Iustan Marevic nos habló en alguna ocasión durante nuestra travesía hacia Tarkundur sobre algunas de sus experiencias en otras tierras extranjeras, pero de esto trataré en una crónica separada para que toda la información llegue como debe llegar al conocimiento del Alto Círculo y a la sapiencia de su Gran Majestad.

El joven Ik Tan parecía ilusionado debido a lo propicio que estaba resultando el viaje. Nos hizo saber que añoraba su población natal, Voishka, y que pretendía acudir a sus festividades anuales, que conmemoraban la victoria definitiva en la región del gran general Imokan Agliolos, más tarde fundador de nuestro Gran Imperio y primer Emperador de la gloriosa dinastía de su Gran Majestad. Si el viaje seguía según lo previsto podría llegar incluso con antelación. Esta revelación del joven novicio me hizo recordar mi propia tierra. Quizá si mis deberes me lo permitían en un futuro cercano yo también visitara de nuevo mi aldea natal.

La región en la que se alzaba Tarkundur sobre una gran colina rocosa solitaria, es considerablemente más árida que aquella de la que veníamos, aunque los pequeños arbustos típicos de la estepa siguen salpicando el paisaje aquí y allá, la poca hierba que cubre el suelo está seca y aplastada por el sol contra la tierra rojiza.

El asentamiento era más bien algo parecido a un enorme puesto comercial. Tarkundur no poseía murallas ni ningún tipo de fortificación que la rodeara salvo una puerta hecha de barro cocido, ramas y piedras, por el único lugar de acceso a la cima del peñasco sobre el que se asentaba. La ausencia de dichas medidas de seguridad despertó mi curiosidad, cuanto menos.

Subimos por el sendero que conducía a dicha puerta. Era lo suficientemente ancho, porque en el trayecto nos cruzamos con algunos nómadas y sus yuntas de bueyes esteparios cargadas con las mercancías que habían intercambiado, emprendiendo el camino de regreso a sus hogares.

Una vez arriba, no nos pusieron ningún problema para entrar. Por lo que le dijeron al joven Ik Tan, en muchas ocasiones los visitantes deben acampar abajo, en el comienzo de la subida, debido a que la mayoría del tiempo no cabe nadie más en el espacio que ocupa el pueblo, el cual es la cima de la peña en su totalidad. Así pues, la fortuna nos volvía a sonreír.

Pasamos tres días descansando en Tarkundur, comerciando con lo que pudimos para conseguir reponer nuestras reservas de provisiones. Durante esos días conocimos el por qué de la falta de estructuras defensivas. Además de que la práctica inaccesibilidad de la cima ya era una gran defensa contra cualquier amenaza, Tarkundur gozaba de una reputación especial entre las gentes de aquellas regiones. Era un nexo de unión entre todos los pueblos, desde tiempos remotos las antiguas pequeñas tribus del lugar tenían aquella elevación del terreno como un lugar sagrado dedicado a la paz y la concordia entre ellos. Les servía para aprender de los demás, para el intercambio de bienes, tanto materiales como inmateriales, en un ambiente distendido en el que no cabían las rencillas que se pudieran tener con el prójimo.
La fama del lugar se extendió cientos de leguas en todas direcciones y así Tarkundur se convirtió en el único lugar respetado por todos los pueblos de aquella parte del mundo. Y aún en periodos de guerra jamás había sido atacada.

Esto, obviamente se veía reforzado por los séquitos de guardias que acompañaban a cada caravana de mercaderes que acudía allí, los cuales en caso de ataque lucharían juntos para defender a sus señores. Así que probablemente aquel fuera el sitio más seguro en muchas leguas a la redonda.

La mayoría de gente allí reunida no distaba mucho en apariencia y comportamiento de la tribu con la que nos habíamos encontrado en la parte más occidental de la estepa. Había un grupo, en cambio, que debía venir de Hesharam o de algún lugar cercano. Sus ropajes distaban bastante de aquellos que lucían los habitantes de las estepas. Aquellos hombres vestían telas de colores claros, en su mayoría blancas, y se cubrían incluso la cabeza con ellas.
La tarde anterior al día en que partimos me acerqué con el joven Ik Tan a entablar conversación con el que parecía el líder de la caravana. Al oírme expresarle mis preguntas al novicio para que las tradujera al idioma más extendido utilizado allí en las estepas, aquel hombre me saludó en nuestro propio idioma. Me quedé algo sorprendido, aunque se podía suponer que un mercader de tal talla conociera el idioma de nuestro Gran Imperio.

Tras saludarnos debidamente y saber su nombre, el cual era Wahl Adi Mussa, le hablé de la naturaleza de nuestro viaje. Cuando dije que era un cronista del Alto Circulo Imperial asintió y supuse que era conocedor en parte de nuestra cultura. Parecía un hombre de mundo. De hecho, me hizo saber que en cierto modo envidiaba mi trabajo. Él viajaba al igual que yo, pero sus viajes no obedecían otro propósito que el comercio, y a causa de ello siempre debía escoger los destinos que le reportasen un beneficio material. Yo en cambio, me dijo, viajaba a cualquier lugar, sin restricción, con el único propósito de enriquecer la razón y el corazón.

Me sentí alagado por esas palabras, y di gracias al Gran Guía y a su Gran Majestad el Emperador por permitirme desempeñar mi trabajo para aportar mi grano de arena al esplendor de nuestro Gran Imperio.

Seguimos hablando, mientras su sirviente ponía en la pequeña mesa entre nosotros una jarra llena de agua, vasos de barro cocido y un cuenco de algo que parecían obleas de trigo.

Me maravillé al dar el primer sorbo de aquel agua. Sabía ligeramente a limón con un toque dulce. Adi Mussa me dijo que el nombre de aquella bebida era Jihwad, y era agua mezclada con un poco de zumo de limón y una pizca adjew, una especia muy popular en Hesharam, desconocida para mí.

Cuando le expuse que al día siguiente partiríamos hacia el sur en dirección a Hesharam para luego alcanzar Shiwada, en la costa y regresar a casa en barco, Adi Mussa me advirtió que olvidáramos Hesharam y nos dirigiésemos directamente hacia la costa. Le pregunté la razón. Me dijo que las dunas del desierto que se extiende alrededor de dicha ciudad no eran el mejor lugar para adentrarse sin un guía de la región, y aún así seguía siendo un trayecto peligroso.
Le pregunté si era debido a bandidos del desierto. Me miró fijamente y me dijo que ni siquiera los delincuentes se atreven a adentrarse demasiado en aquella región, que no les salía a cuenta. Dijo después que lamentablemente su comitiva se dirigía al norte, y no podía acompañarnos para servirnos de guía.

Como estaba previsto, con las primeras luces del alba del día siguiente, marchamos hacia el sur, no sin antes detenernos en los pozos situados justo en la base del montículo de Tarkundur, para reponer todos los odres de agua. Por el camino intentaríamos contratar algún guía que conociera la región desértica de Hesharam, pues el itinerario marcaba que habíamos de llegar allí, y yo no estaba dispuesto a abandonar tan fácilmente.

A partir de tres días desde que dejamos Tarkundur para ir hacia el sur, el paisaje se tornaba más y más árido a cada jornada. La escasa flora que salpicaba las tierras que dejábamos atrás fue disminuyendo paulatinamente y la temperatura, a la inversa que la vegetación, aumentaba.

Tras diez días de viaje, al fin encontramos un pequeño asentamiento a orillas de un pequeño estanque. La sombra proporcionada por los pequeños barrancos que rodeaban gran parte del lugar hacía que la temperatura fuese más soportable que a campo abierto.

Conocimos de palabra de uno de los lugareños que la aldea llevaba el nombre de Dahlwadi, por la primera familia que se asentó allí, los Am Dahli, y por la laguna que los surtía de agua. Su Gran Majestad puede haber notado la particularidad de la repetición de la terminación wad en el idioma de los hijos del desierto. Wad es la palabra en este idioma para agua.
Allí descansamos dos jornadas enteras, disfrutando del descenso de la temperatura a la sombra. Gracias al Gran Guía, en la mañana del segundo día acudió a la aldea un grupo de hombres provenientes del desierto del sur. Iban totalmente tapados con holgadas prendas de color blanco, incluso en la cabeza, donde lo único que se apreciaba de ellos eran los ojos, rodeados de oscuridad. Al ver el rostro del primero que se desvistió la cabeza me dí cuenta de que el negro que rodeaba sus ojos no era más que una mancha, extendida alrededor de toda la región de los ojos y el puente de la nariz. Más tarde supe es una práctica habitual y que las gentes que viajan a través del gran desierto la han utilizado desde tiempos inmemoriales. Esta costumbre consiste en untarse una pasta hecha a base de carbón y agua alrededor de los ojos, para así evitar que los intensos rayos de sol que caen sin piedad sobre las dunas cieguen al individuo.

Conseguí que uno de ellos accediera a servirnos de guía a través del desierto hacia Hesharam, no sin antes cosechar varias negativas de los hombres a los que se lo ofrecí antes.
Aquel individuo accedió, con cierto recelo, tras escuchar la oferta que le hice. Como condición extra para que aceptara, me dijo que durante el trayecto debíamos obedecer cualquier directriz suya sin vacilar un segundo. Le respondí que se haría como él decía, y a su vez él insistió, haciendo hincapié en que debíamos escucharle todos, siempre, en cualquier situación. Respondí por todos los que formaban nuestra comitiva que sería así.

Antes de despuntar el alba de la madrugada siguiente, ya estábamos preparados para salir. Amhán Rak, como así se llamaba nuestro nuevo guía, dio la orden para ponernos en marcha.

Habíamos adoptado las mismas medidas que los viajantes del desierto y nos habíamos cubierto hasta la cabeza con prendas cuanto más claras mejor, además de untarnos las cuencas de los ojos con aquella pasta negra.

Las jornadas se sucedieron y cada una resultaba más desalentadora que la anterior.

El calor extremo del día contrastaba de manera demencial con el frío de la noche, y puedo asegurar que jamás he experimentado temperaturas tan extremas. Ir cubiertos completamente de ropa servía para aislarse de los abrasadores rayos de sol, pero al mismo tiempo, debido a la holgura y fineza de las prendas, el aire circulaba y permitía soportar la temperatura ambiente. Por la noche en cambio, se agradecía una capa de más.

Amhán no hablaba apenas, tan sólo para dar alguna indicación o consejo.
Sucedió entonces, en la noche de la séptima jornada en pleno desierto, el suceso más incomprensible y aterrador que jamás haya experimentado y por el cual tuvimos que volver sin haber alcanzado Hesharam.

Levantamos el campamento al atardecer, como de costumbre, antes de que el sol se escondiera por completo y la noche nos sorprendiese. Amarramos a las bestias bien juntas y alrededor de las tiendas.

Por fin, nos sentamos a cenar. Debido a la falta de vegetación, no podíamos encender una hoguera para cocinar y en previsión a esto habíamos comprado una gran cantidad de carne seca y pan, y de eso había constado nuestra dieta los últimos siete días, además de dátiles que también habíamos comprado a las gentes de la aldea de Dahlwadi.

Durante la cena me percaté de que Amhán Rak parecía algo inquieto. No quise preguntarle por qué, la verdad es que no había llegado a trabar una buena conversación con él desde que lo conocí, y las veces que lo había intentado él mismo la saboteaba antes de que se pudiera considerar un intercambio mínimo de ideas.

Pero para mi sorpresa y la de todos, Amhán habló esa noche.

Mientras algunos conversábamos tras la cena, en aras de relajarnos para poder dormir bien, Amhán dijo así:

-Oídme bien y recordad lo que os digo, esta noche nadie debe quedar separado del resto, ni tan siquiera unos pocos pasos. Si os surge necesidad de evacuar líquido o sólido de vuestro cuerpo deberéis despertar a alguien más, y aún a otro para que os acompañe y os vigile y no alejaros del resto. Además, esta noche no habrá nadie que se quede despierto a hacer guardia.

Pareció no quedar del todo satisfecho con la reacción a sus palabras del resto de la comitiva, así que sentenció:

-Disteis vuestra palabra. Cumplidla ahora. Sea por la razón que sea, no se os ocurra separaros del resto. Aunque la mismísima diosa de la belleza os llame en susurros apasionados desde esa duna de allá. Aunque oigáis acercarse a las huestes de caballería del gran Adalám para arrasar nuestro campamento. Oigáis lo que oigáis, veáis lo que veáis, no os mováis de aquí sin avisar al resto antes. ¿Ha quedado claro?
Asentí. Pareció aceptar que el mensaje había llegado perfectamente a todos nosotros, y se recostó para dormir. A no mucho tardar, todos nos retiramos a las tiendas y, aunque sorprendidos por las demandas del curtido guía, caímos dormidos con facilidad.





Noté que alguien me palmeaba con cautela el brazo. Me desperté y ví que era Ik Tan, el novicio. Me dijo que necesitaba hacer aguas menores. Recordando la promesa hecha a Amhán, me levanté y lo acompañé un poco más allá, detrás de las bestias de carga.

Mientras esperaba a que el joven acabara, oí que el capitán Iustan Marevic me llamaba desde dentro de nuestra tienda de campaña. Fui a la abertura y miré adentro. Hacía apenas unos segundos que Ik Tan y yo habíamos salido de allí, donde dormíamos junto a Iustan Marevic y dos de sus hombres. Ni rastro de ninguno de ellos. Fui hacia la tienda donde dormía Amhán. Este asomó la cabeza antes incluso de que yo llegara. Con una mirada acusadora me preguntó qué era lo que ocurría y entonces oímos un grito desgarrador que provenía de donde yo venía. Recordé que había dejado al joven novicio a solas. Amhán me aprisionó con ambos brazos cuando comencé a correr hacia el lugar de donde había venido el grito. Ambos caímos al suelo. Entonces me habló:

-¡No hay que separarse! Si alguien lo ha hecho ya no vale la pena ir en su busca.

Llamé al novicio a gritos. No hubo respuesta.

-Ya no está. Ahora cálmate y obedece mis instrucciones o acabaremos todos igual que él.

Iustan Marevic y sus dos hombres regresaron entonces. También habían ido a hacer aguas menores. En cuanto supieron lo ocurrido sus expresiones cambiaron inmediatamente. Marevic quería ir a buscar al joven Ik Tan, Amhán no pudo disuadirlo de que no lo hiciera. Fue hacia donde les indiqué junto a los hombres que venían con él.

Más miembros de la comitiva se despertaron y salieron de las tiendas al oír la discusión.

Había pasado demasiado tiempo desde que el capitán se había dirigido con dos de sus hombres hacia donde yo había visto a Ik Tan por última vez. Muchos quisieron ir en busca de ellos, y a pesar de las advertencias y amenazas de Amhán, la mayoría lo hizo.

Fue justo pocos instantes después de que todos desaparecieran de nuestra vista cuando sentí ya verdadero pánico. No simple temor o miedo, sino auténtico terror.
Como si de un coro demoníaco se tratase, los alaridos se alimentaban unos a otros. Aquello no eran gritos de desesperación, eran mucho más. No podría asegurar que no fuera una jauría de bestias monstruosas sedientas de sangre las que acechaban nuestro campamento.

Cuando creía que me iba a volver loco de escuchar tan aterradora melodía todo cesó y en su lugar quedó un profundo y sordo zumbido. Pudo ser efecto del contraste del silencio ahora reinante con la tormenta de gritos desgarradores y chirridos metálicos que había tenido lugar hasta hacía un segundo, pero no podría asegurarlo, ya que el zumbido continuó por unos instantes que se me antojaron eternos.

Al cabo comenzaron a oírse sollozos incontrolados. Amhán me miró severamente cuando hice ademán de correr para auxiliar a quien lo necesitase. Me quedé quieto.

Pasamos el resto de la noche con los ojos abiertos como platos. Cuando la noche comenzó a tornarse clara, los pocos que quedábamos allí comenzamos a movernos en busca de los demás. No había nadie, ni nada que sugiriese que pudieran estar cerca, ningún resto de vestimenta ni nada parecido. Nadie respondía a nuestros llamados en alta voz. Al cabo recogimos las tiendas para ponernos en marcha. Si Amhán no hubiera estado con nosotros hubiéramos huido todos en desbandada aquella noche, hubiéramos desaparecido.

Como si acabáramos de despertar de la peor de las pesadillas, sin mediar palabra ni tan siquiera miradas entre nosotros, el resto de la comitiva nos pusimos en marcha. Primero buscamos alrededor un poco más lejos, con la esperanza de encontrar a alguien o alguna pista. Pero allí no había rastro de nadie, así que desistimos y nos marchamos.

Al poco camino, vimos un bulto oscuro entre las dunas. Todos recelamos de acercarnos, pero entonces el mismo Amhán fue hacia allí y le seguimos.

El bulto era una persona, y estaba viva. Al acercarme me dio un vuelco el corazón. Entre violentos temblores, expresión desencajada y palabras inconexas e incomprensibles, el joven Ik Tan me miraba. No me reconocía, ni a ninguno de los demás, pero parecía no importarle, sólo repetía una y otra vez, como en una oración, unas palabras que yo no comprendía. Acomodamos al pobre Ik Tan en una de las bestias de carga, no sin antes discutir airadamente con Amhán, ya que él sugería que dejásemos al joven novicio allí, alegando que ya no pertenecía a este mundo y que mejor haríamos en no intentar retenerlo. Al amenazar con no pagarle lo acordado por sus servicios se resignó, con expresión enfadada y maldiciendo en su propio idioma, por lo cual, no entendí los improperios, aunque por el tono pude deducir que lo eran. Le dije que quería salir cuanto antes de aquel lugar, al ser posible en dirección a la costa del gran mar.

Así entonces, en pocas jornadas salimos de las dunas. En el primer poblado que nos topamos Amhán se despidió, no sin antes exigir su paga y argumentar que no fue su culpa que no siguiéramos sus instrucciones tal como él nos había advertido.

Buscamos al curandero de la zona. Al ver a Ik Tan, su rostro adquirió una expresión de alerta y me sugirió que lo abandonáramos a su suerte lejos de allí, al igual que días antes lo hizo el guía. A ser posible en el mismo lugar en el que, en palabras de aquel anciano “el mal lo había reclamado”. Por supuesto, no hice caso a semejante petición, más por la culpabilidad que me consumía que por que no creyera en supersticiones de vulgares campesinos. De hecho, a día de hoy no encuentro ninguna otra explicación para lo que aconteció aquella noche en las frías dunas, si no que verdaderamente el mal quiso hundirnos con él en sus oscuros abismos. Fuimos expulsados de la aldea de inmediato, como apestados.

Veintiséis jornadas nos costó alcanzar la ciudad costera de Shiwada, en la que no nos entretuvimos más que lo justo para encontrar pasaje en cualquier barco que zarpase hacia Tierras de nuestro Gran Imperio.