sábado, 15 de enero de 2022

Prólogo de Skyrim (fanfic)

 

Retiro la capucha de la raída capa con la que me envuelvo la cabeza y respiro hondo. Los aromas de las tierras altas colovianas acuden a mis fosas nasales raudos, traídos por el viento del noroeste, una brisa más bien, que se escurre entre los montes y acaricia los valles que se extienden leguas ante mí. A mi espalda queda el Gran Bosque, que atravesé por la Carretera Negra en dirección a Chorrol desde la orilla occidental del lago Rumare, donde emprendí este camino de regreso al hogar ocho jornadas atrás.

Mi caballo alazán, de nombre Nuren, resopla y me saca de mi momentáneo trance; acaricio su pajiza crin y le doy unas palmadas.

 

-Naciste y creciste en la campiña que rodea el Rumare, pero tu estirpe viene de estas tierras, este es tu verdadero hogar, Colovia -vuelvo a mirar hacia las colinas y montañas que se extienden ante nosotros y sonrío-, y te va a encantar.

 

Espoleo a Nuren y echo a trotar ligeramente hacia el amparo de una pequeña colina cuyo lado este forma un cortado prometedor para resguardarnos esta noche. Según mis cálculos, en dos jornadas más estaré en casa.

 

Tras dejar pastando al animal dispongo la pequeña tienda de piel para cobijarme durante la noche y preparo una pequeña fogata con ramas caídas que recojo en los aledaños, sin alejarme demasiado. Me siento y saco algo de carne seca del zurrón, que como tranquilamente mientras observo cómo el día va cayendo. Vuelvo la vista hacia el sureste… Allí, en el centro de Cyrodiil y rodeada por el gran lago Rumare sé que se yergue la Torre Blanca, epicentro de la Ciudad Imperial. La vi bien al comenzar el camino de regreso, a lo lejos. Un último vistazo a la grandeza que evoca tiempos mejores, lejanos ya en el tiempo.

 

“¿Cómo hemos llegado a esto…?”

 

El antaño poderoso Imperio Cyrodiilico no es más que una sombra tenue de lo que fue. Muchos jóvenes, como yo en su día, nos enrolamos con el sueño de poder devolverle esa gloria pasada, de echar definitivamente a esos Thalmor de nuestra tierra. Pero tras casi dos décadas en la Legión Imperial, ese sueño está más que olvidado, y lo único que anhelo es una pequeña medida de paz, de vuelta en mi tierra, con mi gente, mi señor padre y mi señora madre, mi hermano, licenciado muchos años antes que yo de la Legión… Lo último que supe es que había encontrado una buena mujer y se iba a casar. Quizá en no mucho tiempo yo me case también y forme mi propia familia, cerca de los míos por el resto de mis días. El mundo seguirá quedando como estaba antes de enrolarme, los grandes poderes seguirán en guerra, el imperio seguirá presionándose las heridas abiertas para no morir desangrado definitivamente, o quizá ocurra algo, un milagro… Pero ya no es asunto mío, solo quiero quietud, pequeñas alegrías, vivir día a día en el pequeño rincón de donde provengo.

 

Echo un par de troncos a la pequeña hoguera y me recuesto bajo la tienda, tapándome bien con mi capa. No tardo demasiado en quedarme dormido.

 

 

Abro los ojos cuando la oscuridad ya empieza a dejar un poco de hueco a la claridad del amanecer en el horizonte. He despertado un par de veces durante la noche, aprovechando para reavivar un poco el fuego, que ahora ya sí, está totalmente apagado. Pliego la tienda, enrollándola y asegurándola con un cordel a la silla del caballo, que apenas se ha movido de su sitio. Con el pie deshago el montón de ceniza dejado por el fuego y lo pisoteo para asegurarme de que no queda ninguna brasa que pueda prender. Cuando por fin agarro las riendas de Nuren y empiezo a guiarlo por el camino, ya hay más luz en el cielo, ahora ya va siendo la mañana la que hace retroceder a la noche y la expulsa hacia el otro lado del mundo, ganándole terreno. Cuando el día gana la batalla por fin y el sol mismo ya comienza a asomar por el este, subo a la grupa del tranquilo Nuren y comenzamos a trotar.

 

 

 

Como yo tenía pensado, esa misma jornada no, pero a la siguiente, cayendo el sol del lado occidental del cielo ya, divisé la aldea.

 

 

Cerro Alto, el lugar donde nací y crecí, las tierras de mi familia no estaban lejos, a poco más de un par de millas de allí. La aldea era el centro de actividad para las gentes de la zona y, para satisfacción mía, parecía seguir siéndolo.

Sé que no se puede aventurar que cualquier lugar vaya a permanecer en paz y al margen de una guerra cuando se da y de las consecuencias de esta en los tiempos posteriores, pero afortunadamente, Cerro Alto estaba lo suficientemente aislada y no suponía un punto clave, ni estratégico militarmente ni económico, como para que los Thalmor pusieran especial atención en ella.

 

Es curioso cómo de crío, cuando correteaba jugando con mis amigos por sus campos, sus laderas, bosques y montes, anhelaba acontecimientos que rompieran de algún modo la perpetua calma apacible que reinaba allí. Soñaba con salir, ver mundo, incluso luchar por el Imperio… Ahora entiendo la falta de sabiduría que otorga la niñez a causa de no haber visto más allá de uno mismo y lo que le rodea inmediatamente cada día. No se me ocurre nada que ansíe más en este momento y desde hace algunos años ya que esa misma tranquilidad que desdeñaba de niño.

 

 

Espoleo suavemente a Nuren. A medida que paso por el camino principal que atraviesa Cerro Alto en dirección noreste veo caras que me miran suspicaces. Reconozco alguna de ellas, como la de Cornelio Festo, quien fuese jefe de la milicia de la aldea y alrededores desde que yo tengo memoria y hasta que partí para unirme a la Legión Imperial. A pesar de las arrugas y el blanqueamiento de su cabellera, barba y pobladas cejas, no hay lugar a la confusión para mí, aunque salta a la vista que él no me reconoce tras tantos años, mirándome como miraría a cualquier misterioso forastero, midiendo el grado de posible amenaza en mí, sin duda una costumbre adquirida tras una vida dedicada a guardar el orden y velar por la seguridad y la paz en Cerro Alto.

 

—Buen día —lo saludo de pasada, acompañando mis palabras de un cabeceo.

 

Parece que mi voz despierta una sospecha en él, que un tanto sorprendido me replica un “buen día” menos inquisitivo y más curioso de lo que cabría esperar por su expresión inicial. Sigo mi camino hasta que salgo de la aldea en dirección al hogar de mi familia.

 

Reconozco el linde que marca la entrada en los terrenos de mis padres y veo no muy lejos algún peón trabajando los campos. No son tierras de una gran extensión, pero con el tiempo es de suponer que a mi señor padre y mi señora madre, ya sin la ayuda diaria de sus hijos, se les hayan hecho un tanto inabarcables como para acoger trabajadores que alivien la carga.

 

Un par de ellos levantan la vista hacia mí, con una expresión parecida a la del ahora viejo Cornelio Festo, el antiguo jefe de la milicia. Ahora no quito la vista de la entrada de la casa, ya a una treintena de varas de mí. No es ni mucho menos una gran hacienda, pero tanto las tierras como el caserío, tampoco pecan de menudos.

 

El tejado de paja se ve lo suficientemente poco afectado por los elementos como para asegurar que no hace mucho tiempo que se ha cambiado.

 

Veo ir hacia la puerta a una mujer mayor, con cierta curvatura en la espalda ya, la melena cana recogida y las mangas arremangadas, cargando un odre de agua demasiado pesado para ella. Noto cómo se me encoje el corazón y se me hace un leve nudo en la garganta. Bajo de Nuren, cerca ya como estoy de aquella mujer y algo más allá de la entrada de la casa, y me dirijo hacia ella, con la respiración más acelerada a cada paso y aun así intentando parecer calmado. Ella no ha reparado en mí, ensimismada en su tarea.

 

—Déjeme ayudarle, mi señora —me ofrezco, costándome retener la emoción en mi voz y mi semblante.

 

Ella se para y me mira. Con esos ojos. Ahora rodeados de unas arrugas que no recuerdo, producto inequívoco del paso de los últimos años, pero con el mismo fuego cálido en sus pupilas y en sus iris de color avellana. Esa mirada que derrite el corazón, que te dice que todo va a estar bien y te hace sentir protegido y a salvo, incluso cuando eres ya un veterano licenciado de la Legión Imperial, curtido en mil lides, unas sangrientas, otras terroríficas, otras simplemente desesperanzadoras.

 

Los odres caen a la tierra, mientras esos ojos dulces y tiernos se anegan en lágrimas y me abraza. Y por fin me siento en casa.

 

—¡Hijo! —me aprieta con sus añejos brazos, que a pesar de los años y el trabajo, siguen manteniendo una fuerza inusitada— ¡Hijo!¡Mi pequeño!

 

—Estoy aquí, madre, he vuelto… —no quiero soltarme de ella.

 

Pasamos así un largo momento aunque a mí me parezca corto. Al cabo, tomamos distancia de nuevo para mirarnos.

 

—He vuelto, madre; Definitivamente.

 

—Nunca he dejado de sentir orgullo por ti, pero Mara, cómo anhelaba este momento, temía que no llegase antes de que el mundo me viese partir…

 

—No digas eso, madre, nos queda mucho que vivir juntos… —sonrío—, además, sé de buena tinta que a mi buen hermano le ha ido de maravilla el retiro, puede que a mí tengas que ayudarme en esos menesteres casamenteros.

 

—Ni falta que te hace mi ayuda, mi amor, cualquier moza bebería los vientos por ti, en cuanto te establezcas no te las podrás ni quitar de encima… ¡Ay mi niño!¡Deja eso! —me indica cuando comienzo a agacharme para recoger los odres derramados- vamos adentro, debes estar famélico y cansado del viaje.

 

Entramos al hogar mientras ella manda a una joven criada a por el agua.

 

En seguida, madre me sirve un refrigerio e insiste en ayudarme a quitarme la capa y otras prendas del viaje innecesarias para descansar en casa.

 

Le cuento mi trayecto desde que fui licenciado y partí de la orilla oeste del Rumare mientras ella escucha con atención, sin poder mudar esa expresión de alegría exultante. Me hace sentir tan bien verla así… Es sin lugar a dudas la mayor victoria de mi vida, así me siento.

 

—Tu hermano se trasladó a sus propias tierras con su esposa, no está lejos de aquí, lo verás cuanto te plazca, pero ahora descansa. Tu padre debería estar al caer, ha salido con el perro a intentar cazar unas perdices que lleva viendo varios días por la linde del bosque.

 

—Sigue sin poder estar quieto ni un momento, ¿eh?

 

—Ni uno solo —asiente madre, con una sonrisa.

 

Sale y entra con un fardo de ramas secas para colocarlo en la chimenea.

 

—Esta noche habrá de aguantar algo más el fuego, hay que celebrar que estás en casa, cariño.

 

 

Tras un lapso de tiempo en el que madre me intenta empezar a poner al día de los asuntos de la familia y de la aldea, con la luz de los últimos instantes del atardecer colándose por las pequeñas ventanas abiertas, la puerta que da a el exterior se abre.

 

—Nada, esas malditas avezuelas son escurridizas como ellas solas, pero al menos no ha sido tiempo perdido…

 

Su voz me hace sentir más tranquilo y en casa aún si cabe de lo que ya me he sentido al ver y oír a madre. Sigue siendo firme, autoritaria pero serena y alegre, aunque teñida con el paso del tiempo también, al igual que la de madre.

 

Plantado en el umbral, mi padre aún mantiene una figura imponente a pesar de la edad. La barba, al igual que la melena de mi señora madre y esposa suya, emblanquecida por los años a base de canas; no tanto las gruesas cejas, aunque también. Igualmente, bajo ellas arrugas nuevas que flanquean sus ojos marrones de mirada profunda, las cuencas de los ojos marcadas, los pómulos curtidos por el sol el viento y la lluvia, al igual que la piel de su cabeza, despejada de pelo hasta los costados que rodean las orejas y la nuca. Con algo más de peso asentado en su cintura, pero sin llegar a perder un aspecto de hombre vigoroso y fuerte a pesar de su edad. Sirvió en la Legión Imperial en su juventud, y con más laureles que yo mismo o mi hermano, distinguiéndose en la Gran Guerra.

 

Luego de un instante de perplejidad, tras el que repara en que el hombre sentado a la mesa soy yo, suelta un gran conejo sobre el mueble más cercano y viene hacia mí en un par de zancadas largas y rápidas.

 

—¡Hijo! —me levanto como un resorte para recibir el abrazo de oso de mi señor padre. Si la fuerza de los brazos de madre sigue siendo firme, la de mi padre sigue siendo casi tan fuerte como lo fue en sus mejores años.

 

—Padre… —tampoco ahora consigo evitar que la emoción me embargue.

 

No decimos nada más mientras dura la fuerte presa entre los dos, sin despegarnos. Al cabo toma distancia, sujetándome por los hombros, sonriente, con cierto fuego en la mirada que no deja de inspeccionarme.

 

—¡Qué hombres trajiste al mundo, querida! —dice, orgulloso, mientras mi madre sonríe aludida, mientras nos observa—. Ha pasado tanto desde la última vez, hijo… ¡Estás increíble!

 

—No podía ser de otra forma —le golpeo suavemente en el pecho con mi puño—, mira de dónde he salido —sonrío.

 

Él sigue mirándome, sin mudar su expresión de alegría.

 

—¿Cuánto tiempo te quedarás?

 

Sonrío.

 

—Todo el que me permitáis madre y tú mientras encuentre algún lugar en el que establecerme aquí.

 

Su mirada se ilumina aún más.

 

—No dijiste nada en las últimas cartas…

 

—Quería sorprenderos.

 

Vuelve a estrecharme entre sus brazos.

 

—En ese caso, quédate cuanto quieras. Además, ¡hace falta mano de obra! —soltó una carcajada.

 

 

Nos sentamos los tres y seguimos hablando, sigo contándoles mi viaje, mis últimos meses en la Legión… Tras encender la lumbre padre, madre comienza a aprovisionar la mesa de la cena, no escatimando en alimentos y vino para regarlo todo, el pan, el queso, la carne en salazón, verduras frescas… Eso sin contar el estofado que lleva ya un tiempo en el marmitón, cociéndose.

 

 

Como madre había indicado, pasamos horas comiendo y hablando, de tanto en tanto padre echaba algún tronco para reavivar las llamas del hogar.

 

No puedo describir, tras tantos años, cómo me siento en estos momentos. Es mi propio paraíso.

 

 

Muy entrada ya la noche, me dispongo a entrar en el viejo dormitorio donde compartía sueños con mi hermano hace tantos años, hasta que él se alistó y algunos años después yo mismo también. Me cuesta conciliar el sueño, hace muchos años que no me siento tan tranquilo, tan en casa, y eso cuesta de asimilar, aunque por obra y gracia del vino y la comida ingeridos, finalmente caigo rendido.

 

 

 

Me dirijo a pie hacia la hacienda de mi hermano. He dormido plácidamente en el hogar de mis padres, mi hogar tantos años atrás. El sol matinal veraniego de Culminación Solar calienta mi piel, mientras observo los campos que me rodean y que anuncian una buena cosecha, ya inminente.

 

Cruzo la portezuela de leños que según me han indicado mis padres conduce al hogar de mi hermano, pero al instante una voz a lo lejos llama mi atención.

 

—¿Quién va?

 

Miro hacia el lugar desde el que proviene la voz, donde un hombre alto casi como yo mismo, de anchos hombros y pelo recortado marrón sostiene una azada. Me acerco un poco y voy agudizando la vista. Él relaja su postura, dejando la azada apoyada en un matorral. Entrecierra los ojos, tratando de ver mejor. Ya no puedo reprimirme.

 

—¡Tiberio! —digo, levantando la voz— Dame unos consejos, veo que te ha ido bien el cambio de espada por azada, yo ahora mismo ando perdido y temo que un gladius de la Legión Imperial no me sirva para trabajar la tierra…

 

Rie a pulmón lleno mientras sortea el espacio que aún nos separa en un par de largas y rápidas zancadas. Me embiste con el pecho y me rodea con sus brazos.

 

—¡Hermanito! ¿Qué haces aquí? ¿Te han otorgado un permiso al fin? ¿Cuánto te quedas?

 

Tras separarnos del fuerte abrazo, le miro y sonrío.

 

—Ah no, no… Esta vez ya no te libras de mí. Me han licenciado por fin…

 

A mi hermano se le ilumina el rostro. Veo sus ojos grises claros, rodeados por pequeñas arrugas otorgadas por su edad y experiencia. En un puñado de años quizá esos signos adornen los míos propios.

 

—Recuerdo cuando me tocó a mí… Creía que no te dejarían marchar tan pronto, las cosas deben ir tranquilizándose en el ancho mundo… —me coge del hombro con su gran mano callosa—. Da lo mismo, se acabó. Ahora sí, se acabó del todo para nosotros. No he estado tranquilo sabiendo que tú seguías sirviendo, no ha sido el retiro en paz que esperaba, pero ahora ya estás aquí también…

 

Asiento, devolviéndole la mirada. Luego observo a mi alrededor.

 

—No has estado ocioso.

 

Mi hermano observa también su tierra.

 

—Bueno, he hecho lo que he podido, trabajo no ha faltado. Pero ahora que estás aquí juntos lograremos mucho más. Quizá entre ambos podamos levantar una de esas mansiones como las de las historias que nos contaba padre, ya sabes, las de los nobles señores nórdicos de su tierra, allá en Skyrim.

 

—¿Un legado familiar conjunto? No estaría nada mal… Pero hermano, dime, veo que tus brazos siguen manteniendo su legendaria fuerza, a mí tampoco me falta, sin embargo… Mis dotes de construcción son más bien básicas, así que o has estudiado los misterios de la arquitectura en mi ausencia o vamos a necesitar una ayuda extra para alzar esa mansión.

 

Reímos como gigantes. Mi hermano me lleva entonces a presentarme a su familia. Su mujer, llamada Meruvia, es una coloviana de pura cepa, natural de Arroyuelo, una pequeña aldea no muy lejana a Cerro Alto. Mi hermano la conoció la primera vez que se dirigió a esa aldea con mi madre a comerciar cuando aún era un adolescente, y desde ese día quedó prendado, aunque no fue hasta unos años atrás, al quedar licenciado de la Legión Imperial y regresar a Cerro Alto, que ella lo supo. En poco tiempo se casaron y tuvieron al pequeño Lucio, quien ahora sujeta la falda del vestido de su madre al verme. Cuenta ya cuatro años y es la primera vez que ve a su tío. Me prometo recuperar todo ese tiempo con él mientras mi hermano me agarra del brazo para llevarme a ver mejor su hacienda. Su esposa e hijo nos acompañan. Es un pedazo de tierra modesto, pero bien trabajado, y las vistas desde cualquier punto son igual de acogedoras como en cualquier otro lugar de estas tierras. El verano muestra sus colores en su pleno apogeo. En una estación, poco más de treinta días, la cosecha hará hervir de actividad los campos y tras ello, el otoño se deslizará con suavidad por las montañas y las colinas. Siempre ha sido mi época del año predilecta en las tierras altas, en mi hogar.

Acabo el día en la casa de mi hermano, comiendo y bebiendo, contando y escuchando historias.

 

 

 

Los días pasan, me habitúo a la vuelta a casa. Trabajo la tierra de mis padres junto a los peones, comparto tiempo con ellos, y acostumbro a acompañarlos a la taberna tras la jornada en algunas ocasiones. Trevio, uno de ellos, de cierta edad ya, no hace más que intentar llamar la atención de las mozas de la taberna sobre mí. Reímos, le confieso que no estoy preparado para embarcarme en esa campaña todavía, que primero quiero asentarme totalmente y esclarecer cuestiones sobre aquello en lo que voy a enfocar mi nueva vida en el hogar.

 

Una tarde presencio una acalorada discusión que incluso llega a las manos. Un hombre, de nombre Yoran, acusa al criado bosmer de otro, de nombre Vitio, de ser un espía de los Thalmor. Yoran sobrepasa los límites al golpear y tirar del cabello al bosmer, a lo que Vitio responde con un puñetazo directo a la nariz del primero. Junto con mis compañeros acudo rápidamente a separarlos.

 

—¡Traidor!¡Nos venderá, no traerá más que desgracia ese maldito orejas picudas! —Yoran no deja de forcejear mientras lo sujeto junto a Trevio— ¡Soltadme joder!¡Soltadme y ayudadme a matar a esa serpiente y al amo que lo protege!

 

—¿¡Qué ocurre aquí!? —reconozco la voz de mi señor padre, alzándose desde la puerta de la taberna sobre el griterío de Yoran y aquellos que tratábamos de parar la trifulca.

 

Mi padre siempre ha sido una figura respetable en la aldea, aunque jamás haya querido aceptar el honor de ser considerado alcalde ni alguacil. Hasta el viejo Cornelio Festo, de pie junto a él, se ha comportado con reverencia en su presencia e incluso pedido su ayuda en muchas ocasiones. El cargo que mi padre ostentó en sus días en la Legión Imperial y su reputación como hombre siempre le habían precedido.

 

Las voces se calman, incluso Yoran cesa su forcejeo con lo que dejo de sujetarle.

 

—¡Este maldito borracho ha agredido a mi criado!¡No ha dejado de acosarlo tanto a él como a mi familia y a mí desde hace semanas!

 

—¡Necio, estúpido y arrogante!¡Por tu culpa estamos en peligro!¡Deberías matar a ese asqueroso orejudo, traidor!

 

—¡Silencio! —Padre se acerca—. Vitio, ¿es cierto lo que dices?

 

—Lo juro por los nueve, señor… —se da cuenta de su desliz—. Lo juro por los ocho, tengo testigos.

 

—Y tú, Yoran ¿en qué te basas para acusar al criado de Vitio? ¿Qué pruebas tienes?

 

Yoran mira a mi padre, y calla un momento.

 

—Yo… ¡Es un maldito elfo! ¿qué otra prueba hace falta?

 

—¡Findel lleva sirviendo a mi familia desde mucho antes de que tú vinieras a Cerro Alto y te permitiéramos establecerte, borracho! Además, aquí somos gente que acata la ley, ¡no hay razón para que nadie quiera espiarnos, so burro agorero!

 

—¡Basta! —al alzar de nuevo padre la voz todos le miran—. Yoran, contrólate, debes tranquilizarte o tendrás que irte de aquí, no queremos problemas ni alborotos innecesarios.

 

—Calmarme… —Yoran baja la cabeza, negando—. Están en todas partes, tienen oídos y ojos donde quiera que haya súbditos leales al Imperio…

 

—¿Y qué si así fuera? No tenemos ninguna razón para temerlos, cumplimos la ley…

 

Observo a padre. Sabe tan bien como yo que en Cerro Alto en la privacidad del hogar de cada habitante se sigue adorando a Talos como antiguamente, los ocho siguen siendo nueve como siempre debió ser. Es la única razón por la que detecto algo de inseguridad en su declaración, porque es cierto que quien sigue profesando su fe a los nueve en la aldea, lo hace concienzudamente en secreto.

 

Yoran suspira, se da la vuelta y encara la puerta de la taberna. Antes de que que llegue a salir, padre lo detiene.

 

—Ve a casa y cálmate, no toleraremos que algo así se repita.

 

Yoran sale finalmente por la puerta, sin reaccionar a esas últimas palabras.

 

 

 

Ya en casa, a la mesa para cenar junto a padre y madre, pregunto:

 

—¿Crees que se comportará y no habrá más problemas?

 

Padre termina de apurar su cuenco de sopa de ajo, se limpia la barba y responde:

 

—Si no es así puede que necesitemos tu ayuda para hacerle entender que tiene que marcharse. Pero no creo que llegue a eso, simplemente es un bocazas bravucón que a menudo busca pleito cuando bebe. Solo que esta vez ha llegado demasiado lejos.

 

—Espero que se comporte en adelante, entonces. Por fin he dejado atrás el conflicto en mi vida, la guerra… No la quiero en mi hogar, ni nada que se le parezca.

 

—No la habrá, hijo, Cerro Alto seguirá siendo un lugar tranquilo e iremos prosperando mientras el tiempo avanza y vuelve la verdadera paz al mundo… —se estira en su asiento— Pero… trabajo sí tendremos. Eso nunca acaba aquí, así que voy al lecho ya. Mañana me acompañarás a Arroyuelo, ¿quién sabe? ¡Quizá vuelvas con esposa como tu hermano! —se ríe con unas sonoras carcajadas, se levanta y se dirige hacia su cama.

 

Madre se queda un momento más conmigo, recogemos la mesa entre ambos y luego también ella se va por donde padre, dándome las buenas noches.

 

Esa noche me cuesta un poco dormir, aunque finalmente caigo rendido.

 

 

 

Me encuentro detrás de casa, a cierta distancia, cortando leños para alimentar el fuego ya que el montón que había almacenado al lado de la entrada ha disminuido demasiado y hace falta levantarlo de nuevo. Oigo a padre colocar los trozos que voy dejando caer del tocón que me sirve de apoyo, lo veo yendo y viniendo a por más, acaba de venir a echarme una mano con ello.

 

—¿Qué es ese alboroto en la plaza? No es normal que oigamos desde aquí lo que esté pasando —me indica padre, volviendo de dejar el último montón que ha llevado a la puerta.

 

Dejo el siguiente tronco derecho en el tocón y escucho con atención. Es cierto, algo debe ocurrir en la plaza de la aldea, a lo lejos.

 

—¿Yoran? —aventuro.

 

Padre mira hacia el lugar desde donde llega el escándalo.

 

—Hubiera jurado que no volvería a hacer algo parecido, no al menos tan pronto… —se gira y me mira—. ¿Puedes acompañarme, hijo?

 

Me apresuro a seguirle. Antes de salir por la verja que rodea los aledaños de la casa lanzo el hacha a un lado y queda apoyada en la rueda de la carreta de padre. No es conveniente exhibir un arma en una trifulca si no se tiene intención de usarla de ser necesario, menos si puede haber borrachos implicados, siempre es mejor intentar dialogar o en su defecto hacerles entrar en razón de una manera que les duela pero sin llegar a lamentar males mayores. Nunca vale la pena en estos casos.

 

A medida que nos acercamos los llantos de una mujer van haciéndose más sonoros, entre el tumulto. Cuando reconozco esas túnicas negras con bordados de oro ya es demasiado tarde para que demos media vuelta.

 

—¡Debemos asegurarnos de que no hay más insurgentes en este lugar! Puede ser un procedimiento tranquilo si colaboráis. Después podréis seguir con vuestras miserables vidas con toda la tranquilidad del mundo… dando gracias a los Ocho por la misericordia del Dominio de Aldmer.

 

Quien habla desde el centro del corro de gente, escoltado por dos soldados altos elfos de armadura dorada ligera es un agente Thalmor. Debe ostentar cierto grado de mando. Diviso varios soldados más apostados aquí y allá alrededor de las gentes de Cerro Alto que allí están.

 

—¡Por favor! Mi padre no adora a Talos, el talismán será un simple recuerdo de familia, ha debido permanecer ahí escondido desde tiempos que ninguno recordamos, os lo juro, adoramos a los Ocho, siempre hemos adorado a los Ocho…

 

—¡Calla mujer! —uno de los soldados golpea a Prímula, la hija de Vitio.

 

La gente se azora y yo me acerco al centro del corro. Consigo ver al propio Vitio, con la cara ensangrentada y las ropas ajadas, encadenado por las manos. Cerca de él yace el cuerpo de su criado bosmer  sobre un charco de sangre, lodosa al mezclarse con la tierra del suelo.

 

—Un objeto tan limpio y sin polvo… ¿De verdad crees que se nos puede engañar tan fácilmente, zorra imperial? ¿¡Nos tomas por imbéciles!? —grita el soldado mientras vuelve a golpear en la cabeza a la joven, cayendo esta de espaldas.

 

El soldado da un paso y patea el vientre de la muchacha, que se retuerce en el suelo, semi inconsciente. El resto de la gente se altera y grita, los soldados dorados elfos los retienen mientras varios hombres intentan alcanzar al que golpea a Prímula. Yo mismo intento contener mi ira.

 

—Basta… ¡Basta he dicho! —el Thalmor lanza una llamarada hacia el cielo con su mano derecha y la mantiene en alto tras esto. El jaleo remite en un instante, incluso el soldado elfo deja de golpear a Prímula y se cuadra—. Como he dicho, si colaboráis no tiene por qué ocurrir nada así —señala hacia la joven, que yace encorvada con los brazos cruzados sobre el abdomen, temblando y vomitando en el suelo—. Hacemos cumplir la ley, simplemente. El tratado debe ser respetado por todos. Ahora permaneceréis aquí, cada habitante nos acompañará a su vivienda y presenciará su registro. De una en una pasaremos por todas, así que si alguien más esconde algún símbolo herético puede decirlo ahora, ahorrarnos trabajo y salir mejor parado que este hombre.

 

Vitio es incapaz de articular palabra mientras el Thalmor le señala, bastante le cuesta respirar por lo que veo y oigo.

 

—¿Nadie? Sea pues… Qué puñado de corderos tan obedientes…

 

 

Como ha dicho, el Thalmor comienza a señalar casas y unos de más buen grado y otros de menos, le acompañan a ellas.

 

—El elfo defendió a su señor, por eso le han matado…

 

Es Trevio quien me dice esto al oído desde detrás de mí. Miro entre la multitud.

 

—¿No está Yoran? —pregunto, en un susurro.

 

Trevio me mira. Es un hombre inteligente y adivina por cómo le miro yo lo que pienso. Sin duda Yoran tiene mucho que ver en esto, maldito borracho.

 

La mañana transcurre y cada vez hay menos casas que registrar. Han apresado a cuatro hombres más junto a dos de sus mujeres, no sin antes aplicarles un correctivo semejante al de Vitio. Los habitantes de Cerro Alto se agitan pero tienen miedo, no pueden hacer nada. Me doy cuenta de que no todos están ahí. Los demás peones con los que suelo beber algunas tardes junto a Trevio no están. Este me mira.

 

—¿Dónde están los demás? —le pregunto.

 

Trevio se levanta disimuladamente la camisa y me muestra un cuchillo largo que lleva escondido. Rápidamente vuelve a taparlo.

 

—Han ido buscar ayuda…

 

—¿Estáis locos?

 

Trevio niega con la cabeza.

 

—No dejaremos que se lleven a esta gente.

 

—Aunque podamos matarlos a todos, ¿cuánto crees que tardarían en enviar otro escuadrón a averiguar qué ha ocurrido? Y estos vendrían mucho más predispuestos a matar hasta el último habitante, créeme…

 

—Para cuando eso ocurra nos habremos ido todos. Es la única manera de salvarlos. Podemos abandonar la aldea, pero no abandonaremos a nuestras familias y amigos.

 

—¿Huir todos? ¿En serio no ves la pésima idea que es? Los Thalmor pueden alcanzarnos en cualquier momento, tienen medios suficientes, no acabará bien para nadie…

 

—¿¡Qué farfulláis ahí!? —uno de los soldados que nos vigila se acerca, apartando al resto.

 

Trevio me mira, con los ojos muy abiertos.

 

—¡Silencio! —el líder Thalmor acaba de llegar de la última inspección. El guardia que acercaba se cuadra y se olvida de nosotros— ¿Quién vive en aquella casa?

 

Miro hacia donde señala y me da un ligero vuelco el corazón. Observo a padre, que se acerca hacia el Thalmor. Rápidamente le alcanzo.

 

—Yo vivo allí —contesta padre.

 

El Thalmor le dedica una mirada fría y asiente.

 

—Vamos.

 

—¡Espera! —levanto la voz para que me oiga bien—. Yo os acompañaré, soy su hijo, también vivo ahí, iremos más rápido.

 

El elfo me mira con sus ojos almendrados dorados penetrantes.

 

—Vendréis ambos pues. ¡Vamos!

 

Tres soldados nos separan del resto de gente y nos indican que nos pongamos en marcha. Miro a padre, este me devuelve la mirada y el corazón se me acelera al advertir en sus ojos la culpa. He de pensar rápido.

 

Llegamos frente a casa. Madre asoma por la puerta y al momento palidece al vernos.

 

—Ven aquí, humana… —el Thalmor le hace una seña para que se le acerque, madre titubea y nos mira. Veo por el rabillo del ojo que padre asiente, resignado.

 

—Parece que acabes de ver un fantasma, ¿interrumpimos algo? —le pregunta el inquisidor elfo mirándola fijamente.

 

—No. No, sólo… limpiaba la casa.

 

—Vaya, una buena mujer… —mira a padre, que le sostiene la mirada sin responder—. Sí… Dime, mujer —se dirige de nuevo a madre— no te molestará que desordenemos un poco la casa para comprobar que todo está en orden ¿verdad?

 

Madre los mira a los cuatro, visiblemente preocupada e intimidada. Niega con la cabeza.

 

—Quizá quieras ahorrarnos tiempo, ¿guardáis algún objeto de culto herético?

 

—¿Herético…? —balbucea madre.

 

—Relacionado con el falso dios Talos —sonríe con malicia.

 

Madre vacila un momento y niega con la cabeza.

 

—No… Veneramos a los Ocho, como debemos.

 

El Thalmor afila aún más su sonrisa venenosa.

 

—Lo vamos a ver en breve… —da una orden en el idioma élfico y dos de los soldados entran en casa.

 

Intento controlar mi respiración. Padre mira a madre, esta no deja de mirar hacia la casa, desde cuyo interior llegan sonidos de muebles moviéndose, golpes, desgarros y objetos rompiéndose. Me fijo en el hacha que dejé tirada contra la rueda de la carreta antes de acudir a la plaza de la aldea. Hay muy pocas posibilidades de que salga bien, pero solo si actúo inmediatamente. Pero no puedo arriesgar la vida de mis padres, quizá los Thalmor no encuentren nada…

 

Los sonidos del registro cesan de golpe y ambos soldados salen por la puerta. Mis pulmones se llenan de aire al comprobar que uno de ellos sostiene una figura tallada de Talos. No pienso más, me agacho ágilmente y agarro el hacha, con la inercia del movimiento giro sobre mí y corto los tendones de la rodilla derecha del soldado más próximo a mí de un tajo. Cae al suelo aullando de dolor. Me levanto y el impacto de una flecha me desgarra el brazo izquierdo. Lanzo el hacha hacia el elfo que me ha disparado y se clava en su cuello, haciendo brotar un chorro de sangre y cayendo este fulminado. Intento llegar a recuperar el hacha de su cadáver cuando oigo el grito desgarrador de padre.

El líder Thalmor sostiene a madre, estirando su cabeza hacia atrás agarrándola de su cabello. De su cuello brota la sangre, y también de la daga élfica dorada que sostiene el elfo en la otra mano. La suelta y madre cae al suelo, sujetándose la garganta y borboteando sangre por su boca. Mi cuerpo no responde, me quedo paralizado ante la escena y comienzo a sentir el calor de las lágrimas entre mis ojos y mis párpados. Padre se echa sobre madre, agarrándola entre sus brazos, pero ella ya no se mueve. Tiene los ojos muy abiertos pero ya no le mira, no mira nada.

 

Noto como el soldado restante me golpea el brazo haciendo que suelte el hacha y me golpea tras una rodilla, haciéndome caer. Me agarra la cabeza y presiona su espada en mi yugular. Noto el filo cortando ligeramente mi piel.

 

—Muy mala elección. No tendrías por qué haber pagado por los pecados de tus padres… —el maldito Thalmor descubre su cabeza echando la capucha negra y dorada hacia atrás y me mira, con su sonrisa venenosa en la cara de nuevo— A quién quiero engañar… Me repugnáis, humanos…

 

Extiende la mano hacia padre, postrado en el suelo sujetando aún a madre. Una llamarada brota de la mano del elfo, rodeando a ambos. Oigo los gritos desesperados de padre. He vivido muchos horrores que no terminaré de olvidar nunca realmente, pero este ocupara el lugar más alto entre mis pesadillas por siempre, lo sé. Los alaridos se asemejan ya más a los de un animal que a los de un hombre, pero padre no suelta a madre. En un momento los gritos cesan y en su lugar solo queda un crepitar de carne y huesos quemándose.

 

—¡Échalo ahí! —ordena el mago elfo, con un brillo macabro en sus ojos dorados al reflejarse las llamas aún en ellos.

 

Noto como la presión de la afilada hoja disminuye y el elfo me aparta la espada, que luego usa para golpearme la sien con el pomo y tirarme al suelo.

 

—El fuego purifica… Me encanta veros arder, pero he de controlarme, contigo no puedo tener esa deferencia, perro sarnoso. No, tú sufrirás un poco más, conozco maneras de romperte por dentro y que sufras los mayores dolores. Muerto esto es imposible… —mira al soldado— ¡Átalo! Nos lo llevaremos al acabar junto a los demás herejes.

 

Noto cómo el soldado me da la vuelta en el suelo y coge mis manos, presionando su rodilla contra mi cuello para inmovilizarme. Entornando mucho los ojos miro al asesino de mis padres. No recuerdo haber desprendido tanto odio con una mirada nunca. Él me devuelve la mirada con esa maldita sonrisa, entonces escupe un chorro de sangre y veo como algo le sobresale por la boca. Cae al instante, muerto. Noto como el soldado se levanta, no habiéndome llegado a atar. Me levanto también inmediatamente para encararlo, pero justo entonces comienza a caer de espaldas, con una flecha bien clavada en un ojo.

 

—¡Hermano!

Oír su voz me da fuerzas. Mi hermano llega corriendo, acompañado por un bosmer de melena castaña recogida a la nuca y penetrantes ojos color avellana. Sujeta con firmeza un arco de bella factura.

 

—Lo siento… —me dejo caer de rodillas, mirando la figura macabra que los cuerpos de padre y madre carbonizados forman entre las llamas.

 

—Que Talos le pise la garganta a este hijo de puta por toda la eternidad y maldita sea su estirpe… —me rodea con un brazo por debajo de los míos y me levanta—. Ahora debemos luchar, hermano, vamos, coge lo que tengas y síguenos, no podemos perder ni un segundo.

 

Me acabo de levantar como un autómata. Entro rápidamente en casa y busco desesperado entre el desorden causado por el registro. Por fin encuentro lo que busco, mi gladius de la legión. La cojo y salgo. Sigo a mi hermano y al bosmer, cogiendo de camino también el hacha clavada en el cuello del cadáver del soldado que yo mismo he matado.

 

No tardamos en llegar rápidamente a la plaza, que se ha convertido ya en el escenario de una carnicería. Varios hombres que reconozco luchan ferozmente contra los soldados que retenían a los demás aldeanos. También veo a una bosmer, que al parecer lucha de nuestro lado al igual que el mortífero acompañante de mi hermano.

 

Ensarto a un soldado Thalmor por la espalda al llegar justo donde se disponía a dar el toque de gracia a uno de los peones que trabajan las tierras, derrotado. Ayudo a levantarse al hombre e inmediatamente giro sobre mis talones y esquivo por muy poco un tajo vertical de otro elfo. Le bloqueo el brazo de la espada con el mío y ejecuto rápidamente un movimiento brusco para rompérselo. Su espada cae, lo suelto y le clavo el hacha en el cuello. Al tirar de ella de nuevo para sacarla y seguir combatiendo una gran lengua de sangre del elfo me empapa la cara. Levanto la cabeza y veo como mi hermano decapita a otro soldado con su espadón a dos manos. Encaro a otro soldado yo mismo. Me mira con una mezcla de odio y miedo en los ojos. A estas alturas es fácil predecir que la batalla se ha decantado a nuestro favor ya. El elfo intenta contener su desesperación pero es traicionado por esta al lanzarse con una estocada hacia mí precipitadamente. Esquivo, pivoto sobre mis talones y lanzo un fuerte tajo a su espalda que su armadura ligera apenas puede contener. El elfo cae de rodillas, pero consigue ponerse en pie. Me mide con la mirada, esta vez duda, ha aprendido la lección rápidamente.

Decido que voy a tomar la iniciativa con una finta cuando por encima de las voces y el furor de la batalla escucho un grito imperativo que llega desde un lugar que no ubico, a lo lejos. El elfo, que sigue delante de mí, se echa al suelo al instante, como otros que logro ver por el rabillo de los ojos y casi al mismo momento oigo un zumbido que aumenta en intensidad, justo antes de sentir un fuerte impacto en mi hombro izquierdo. Me agacho y corro como puedo entre los cuerpos, la sangre y las vísceras que riegan la tierra de la plaza, mientras siguen lloviendo flechas a mi alrededor. Alcanzo el lugar donde había visto a mi hermano luchando y lo veo tendido en el suelo, sujetándose el cuello.

 

—¡Hermano! —tiene dificultades para hablar, la punta dorada de una flecha élfica sobresale por su cuello, y la sangre no deja de brotar por él— Habían más, no lo sabía… —tose sangre—. Meruvia y Lucio, los mandé huir hacia Arroyuelo, corre… —vuelve a echar sangre por la boca, y esta vez sigue manando— Encuéntralos y marchaos lejos… Cuida de ellos… Hermano…

 

Su mirada suplicante se queda clavada en algún lugar a través de mis propios ojos, sin ver ya.

 

Una segunda andanada de flechas llega directa, acabando con los pocos hombres que quedan en pie. Me apresuro a huir, agazapado y soportando la quemazón del flechazo en el hombro. Ya habrá tiempo de permitir el sufrimiento, ahora he de encontrar a la familia de mi hermano, debo protegerles, deben sobrevivir a toda costa.

 

Alcanzo un caballo de tiro en los campos que rodean la aldea y salgo galopando hacia la hacienda de mi hermano, con la esperanza de que no me hayan visto y me sigan. Llego y sin apearme veo que todo está revuelto. Los Thalmor han llegado aquí también. Me ubico, Arroyuelo está al noreste, vuelvo a montar y azoto al caballo en la grupa para salir lo más rápido posible en esa dirección. Veo a lo lejos una figura que huye hacia el norte. Casi no me fijo en unos bultos extraños al pasar galopando al su lado en pos de aquella figura lejana. Me bajo del caballo junto a ellos. Un frío indescriptible invade mi cuerpo, pero los ojos me queman. Meruvia yace ensangrentada y con varias flechas clavadas en el costado abrazando al pequeño Lucio, también cubierto de sangre y flechas clavadas. No podré olvidar jamás ese momento y lo que siento. No quiero seguir, quiero echarme con ellos, abrazándoles y protegiéndolos como me ha pedido mi hermano, hasta que me desangre y muera también.

 

El recuerdo de la figura que he divisado a lo lejos me saca de mi parálisis y da una pequeña bocanada de aire a mi alma. He de alcanzar a quienquiera que sea. Quizá es un superviviente y si logro ponerle a salvo al menos no todo habrá sido en vano. Sin pensarlo subo al caballo de nuevo, memorizo el lugar antes de arrancar al galope.

 

Doy alcance al individuo a no mucho tardar. Me sorprendo al confirmar su identidad, es Yoran, quien el día anterior se había comportado de forma absolutamente incívica y no estaba entre los aldeanos en la plaza. Me paro delante de él, cortándole el paso y me apeo del caballo.

 

—¡No, déjame en paz, he de huir!

 

—Cálmate y dime, ¿cómo es que no estabas en la aldea cuando los Thalmor han llegado, Yoran?

 

Escupe y suspira.

 

—Sé lo que piensas… Cualquiera hubiera hecho lo mismo, ¡todo el mundo es cobarde cuando ve la muerte mirándole a los ojos!

 

—¿A qué te refieres? —sé a lo que se refiere, pero no quiero dar crédito. La ira comienza a apoderarse de mí.

 

—Me amenazaron… Yo…

 

—Acusabas al criado de Vitio…

 

—Claro, ¡es un maldito bosmer! Él podría haber dado el chivatazo de que en la aldea no todo el mundo acata el maldito concordato…

 

—Pero no fue él, fuiste tú…

 

—Son malditos elfos, que mueran todos y sean malditos mil veces, sólo he salvado mi vida…

 

—¿Son malditos elfos? —inspiro aire para calmarme y poder seguir hablando— Mientras tú huyes como un cobarde y una sabandija ha habido bosmer amigos que han muerto luchando valientemente en la aldea contra los Thalmor, intentando defender a sus vecinos humanos…

 

Me mira, percibo que se fija en la media hasta de flecha clavada en mi hombro y en mi espada. Se lanza sobre mí sin previo aviso, errando el cálculo de las fuerzas que me quedan. Lo esquivo desequilibrándolo y haciendo que caiga al suelo. Maldigo por el dolor del hombro que se ha extendido a parte de mi tronco ya.

 

—¡Por favor, no me mates…!

 

Niego con la cabeza.

 

—No volverás a causar ningún mal en este mundo, a nadie, humano, elfo o bestia…

 

No puedo matarlo como me satisfaría por el entumecimiento de mi cuerpo, así que cojo el hacha y se la hundo en el cráneo con todas las fuerzas que me quedan. Yoran cae como un saco de carne y huesos inerte. Respiro para calmarme y seguir soportando los dolores de mi cuerpo y la falta de un poco más de sangre a cada minuto que pasa.

 

 

Han pasado dos días. He dado sepultura a los cuerpos de Meruvia y Lucio en un lugar de difícil acceso, pero digno de su memoria. Me saqué la flecha y cautericé la herida antes de ello, si hubiese seguido perdiendo sangre habría muerto y todo hubiera quedado igual. Me he aventurado a echar un vistazo a la aldea antes de venir a despedirme, con la esperanza de sacar el cuerpo de mi hermano de allí, pero los Thalmor han apilado los cadáveres y les han prendido fuego antes de irse. No me queda nada, no sé qué hacer, no puedo quedarme aquí ni tampoco tengo otro lugar al que ir y probablemente estén buscándome. Toda mi vida estaba aquí. Madre era coloviana… Pero padre… Padre no nació en estas tierras, él era nativo de Skyrim…

Echo un último vistazo a la tumba de Meruvia y Lucio.

 

—Erais el futuro de mi amado hermano, el de mis padres… Erais la felicidad de mi familia y tú, pequeño… habrías sido nuestro orgullo al convertirte en hombre y continuar nuestra estirpe, estoy seguro… —ya no me quedan lágrimas que puedan acompañar estas últimas palabras de despedida—. Yo… Intentaré vivir honrando vuestra memoria, la de mi hermano y mis padres… Encontraré un camino.

 

Me doy la vuelta y alcanzo el caballo, que he mantenido conmigo. Monto y comienzo a alejarme hacia el norte. Doy un último vistazo a las tierras que me vieron nacer desde lo alto de una gran colina.

 

—Que Talos os guíe…

 

Redirijo al caballo y me alejo hacia las montañas Jerall a buscar un nuevo rumbo, una nueva vida. A Skyrim.