miércoles, 26 de junio de 2019

El Carnaval de Rievell

Aquella era una típica noche estival en Rievell; cálida, con una ligera brisa proveniente de los muelles. El aroma a sal marina se entremezclaba con el de las flores de la dama lunar, profundamente dulce.

La noche del carnaval de verano en Rievell era una antigua tradición que marcaba el inicio de esta estación. Famoso en prácticamente todo el mundo conocido, había gente de lugares lejanos, y no tan lejanos, aquellos que se podían permitir el coste del viaje y la estancia, ricos burgueses y nobles, mercaderes que buscaban hacer fortuna durante la semana que duraba la festividad, artistas itinerantes, desde músicos y actores y bailarinas hasta tragafuegos, equilibristas, encantadores de animales con todo tipo de bestias extrañas de tierras más allá del mar…


Era aquella una semana extraordinaria en todos los sentidos, pero el día más emotivo sin duda era el penúltimo. Siempre coincidía con la luna llena al anochecer, no importaba que día fuera.

Las jóvenes muchachas pasaban el día ajetreadas, preparándose para el atardecer, muchas en grupos, siempre sonrientes y alegres. Por la noche, con la brisa marina y el aroma de la dama lunar su amado intentaría encontrarlas entre las atestadas calles, o en algún rincón apartado. Tarea que no resultaría sencilla.

La tradición marcaba que las doncellas portaran una máscara, y fuesen vestidas con sus mejores galas y emperifolladas con perfumes embriagadores; su amado tenía la tarea de salir en su búsqueda. Por supuesto esto lo hacían tanto las mujeres con pareja, para reafirmar su relación, como las doncellas, para encontrar a su amor esa noche, o más bien para que su amor las encontrara a ellas… O el destino hiciese que se encontrasen, como rezaba el pregonero con los últimos rayos de sol.



Emar se encontraba en la posada, junto con Frey y Adnor. Habían llegado el día anterior a Rievell, y Brie se lo llevó nada más establecerse en la posada para enseñarle la ciudad y todas las maravillas que ofrecía el carnaval mientras Frey y Adnor fueron a pedir audiencia con el Conde mercader Petrius Lagaye. Ella se había criado allí, así que fue la mejor guía que se podía pedir.

-De pequeña me daban mucho miedo los tragafuegos, siempre me apretaba los oídos y los ojos con los brazos para no ver y oír nada -sonreía como sólo ella sabía hacerlo-. Qué estupidez, ¿no? Cuando crecí un poco me di cuenta y no lo hice más. ¡Entonces salía corriendo a todo lo que me daban los pies! -se rió con ganas-. Es mucho más práctico si crees que estas en peligro.

-¿Nunca probaste a tirarles un cubo de agua en la cara? Es mas práctico aún, y te cansas menos…

Brie reía, le llevaba de la mano casi a rastras de un puesto de mercaderes ambulantes a otro, se paraba a mirar los exóticos artículos que exhibían, las brillantes sortijas, anillos, pulseras y collares, artesanía local, obviamente no eran las carísimas joyas con las que se adornaban las damas nobles o las mujeres e hijas de los ricos mercaderes, pero poseían una magia que éstas, por mas dinero que costasen, no tenían. Tanto Brie como Emar se quedaron absortos mirando todas esas cosas un momento, hasta que Brie le cogió el brazo de nuevo y lo arrastró casi danzando a saltitos hacia un improvisado corro de gente que escuchaba atenta la música que manaba de los instrumentos de un grupo de artistas itinerantes.
Así de ajetreado había sido el día anterior. El presente, en cambio, no podía estar siendo más calmado. Era mediodía, y no había visto a Brie desde que se fue a su habitación a descansar la pasada noche.

Se había pasado la mañana jugando a las cartas con Frey y Adnor, que sorprendentemente estaban muy dicharacheros (o algo bebidos) y no paraban de soltarse chanzas y chistes de los cuales, más sorprendentemente aún, los más graciosos eran los del enorme strog.

-Tú contento, capitán. Perder peso en los bolsillos y así menos trabajo para mujeres con máscara -Adnor soltó lo que pareció una carcajada, sorprendentemente.

-Sí, además el que tiene el dinero paga las rondas, créeme mi grande y grisáceo amigo, cuando te digo que una bolsa llena sólo trae molestias. La bolsa llena de otro en cambio, sólo tiene ventajas.

Siguieron riendo y bebiendo. Emar nunca había visto a nadie a esas horas con tanto alcohol en el estómago, la mayoría ya lo habría echado.

-Eh chico, ¿quieres otra?

-¡No!, digo… No gracias, con dos ya voy servido… -era verdad, aquella cosa que estaban bebiendo sabía a rayos, y además estaba notando un mareo considerable.

Frey sonrió mirando a Adnor. El strog a su vez miró a Emar.

-Chico… -se señalaba la cabeza con cierto aire suspicaz, aunque su vocabulario, y teniendo en cuenta que el strog no dominaba muy bien de por sí el idioma común occidental, en esos momentos de suspicaz no tenía nada por lo visto, efecto sin duda del infame brebaje-. Listo.

-No, chico tonto -sentenció Frey-. Hoy no es un día para estar sobrio, ni para guardarse para nada….

Emar se sintió sonrojar un momento.

-Mañana seguiremos nuestro camino, y no querrás recordar nada de hoy.


Siguieron con la partida y la bebida. Emar no. No le iban a convencer, quería recordarlo todo de ese día, igual que del anterior.



Habían ido hasta Rievell para pedirle el favor al Conde mercader Lagaye de que embarcara a Brie en uno de sus barcos hacia Asten, de alguna manera Lagaye le debía un favor a Frey, o algo parecido, Frey nunca hablaba demasiado de su relación profesional con el conde mercader, Emar pensaba para si mismo que quizá fuese algún asunto turbio.

En Asten, por lo visto vivía una tía de Brie, que la había estado buscando durante más de diez años, desde que se enteró de que la madre de la muchacha había perecido debido a la fiebre. Emar se dio cuenta cuando se enteró de por qué llevaban a Brie a Rievell de que en realidad sabía muy poco de ella, pero aun así, no se la podía quitar de la cabeza.

Esperaba poder hablar un rato con ella a solas, que le contara algo más, por qué pasó todo ese tiempo sola, por qué se fue de Rievell…
Por eso no quería acabar como una cuba antes de la tarde. Pero por lo visto, si el día seguía así podría ser que no tuviera la oportunidad de esa conversación. De conocerla mejor.



Por la tarde, una hora después de haber comido un delicioso estofado de patatas y carne de cerdo, y estando sentado en el fondo del salón con Adnor, que parecía dormir una placentera siesta, la vio entrar por la puerta, cargando con un gran saco de arpillera.

Lo miró fugazmente y se dirigió hacia las escaleras, a su habitación, en el piso de arriba. Emar la alcanzó cuando ponía un pie en el primer peldaño..

-¿Te ayudo?

Brie se giró, como sorprendida.

-No, tranquilo, no pesa… Espera un momento.

Brie subió. Al momento volvió, ya sin el saco.

-Gracias por ofrecerte a ayudar, eres un sol -Emar hizo lo posible y lo imposible por no sonrojarse ni nada por el estilo-. ¿Te acuerdas del sitio que te enseñé ayer?

-¿Cuál de ellos? Eres una guía estupenda, me enseñaste media ciudad en un día- dijo Emar sonriendo.

-La calle de la herrería de Wilhem el grosero.

-Ah sí, me acuerdo.

-¿Te importaría…? -Brie parecía estar buscando las palabras correctas para pedirle un favor-. ¿Te importaría ir allí un poco antes de las nueve campanadas?

-¿Estará el herrero allí hoy a esa hora?

Brie se quedó un momento mirándole como sin comprender. Y se rió.

-Estará. ¿Podrás ir?

-Si, claro, aunque tendré que consultar a mi ayudante para comprobar si tengo un hueco en mi apretada agenda para esta tarde -dijo Emar señalando hacia donde dormitaba Adnor, con los enormes brazos cruzados sobre el pecho y la cabeza gacha. Brie sonrió-, pero creo que sí podré. ¿Tienes algo encargado?

-Si. Es…, bueno, ya lo verás, tu sólo llama a la puerta, parecerá que está cerrado y no hay nadie, pero él ya sabe que vas a ir.

Emar asintió.

-Entendido, volveré lo más rápido que pueda con ello.

-No hace falta que corras para volver, tómate tu tiempo si quieres, disfruta la despedida del carnaval…

Brie se volvió para subir de nuevo las escaleras.

-¡Brie! -giró la cabeza hacia él de nuevo-, precisamente te iba a decir si querías hacerme de guía otra vez esta noche y enseñarme la fiesta de despedida del carnaval. Siempre va bien que alguien que conoce las costumbres te las explique…

Emar esperó un momento la respuesta, un momento demasiado largo para sus nervios. Brie lo miraba.

-Lo siento, no… -a Emar se le cayó el alma al suelo-. No creo que pueda esta noche, he de hacer algo.

-Ah, entonces… Bueno, tranquila no pasa nada. Le preguntaré a Adnor si tiene ganas de estirar las piernas un poco…

-Yo que tú no lo haría, créeme. No le gustan mucho las fiestas. Bueno, hasta luego… Y lo dicho, no tengas prisa.



Emar volvió al rincón junto al robusto strog. Se sentó y siguió leyendo su Bestiario Antiguo del abad Laurentiu Roches. O al menos lo intentó.

-Tú hacer bien antes, no beber mucho.

-¿Cómo? -la voz ronca y profunda del Strog, que aparentemente dormía, le sorprendió.

-Después querer recordar. Todo.

Se quedó mirando un momento a Adnor, que seguía con los brazos cruzados y la cabeza gacha, apoyada en el enorme pecho. No abrió los ojos, y no dijo nada más.

El corpulento guerrero Strog a veces le hacía pensar que era mucho más que eso. Debía de haber pasado por muchas cosas y, lejos de ser un simple matón mercenario de poco cerebro, parecía que era alguien de quien se podía aprender mucho de la vida y sus altibajos, por muy simple que fuera su manera de expresarse, o las diferencias raciales y culturales que pudieran existir entre los strog y los humanos.





La tarde pasó lenta, aburrida. No para el resto del mundo, por lo visto. En la posada comenzó a haber movimiento bien entrada la tarde, a un par de horas del discurso de los pregoneros. Muchas mujeres salieron a la calle, riendo y cuchicheando entre ellas mientras se lanzaban elogios por tal o cual detalle de su indumentaria, o por lo colorido de sus máscaras, o por las bromas que se hacían unas a otras tratando de averiguar cuánto tardaría la pareja en cuestión de cada una en encontrarla.
La verdad era que iban todas impecablemente ataviadas, y una nube de perfumes caros las seguía al pasar. Por supuesto, debían de ser todas de buena casa, extranjeras a las que su rico marido había llevado de viaje romántico a la mayor festividad de la Ciudad de las Nereidas, como también era conocida Rievell.

-¡Míralas que contentas ellas! -Frey había llegado hacía unos diez minutos y ya se había acabado su primera pinta-. Esta noche unos besitos por aquí, unos arrumacos por allí, te juro amor eterno con la luna llena como testigo… Y el mes que viene todo olvidado.

Adnor dio un pequeño bufido.

-¡Venga grandullón! No me dirás ahora que eres un pardillo romanticón tú también ¿no?

-No. Pero hay que… -frunció el pronunciado ceño, buscando las palabras correctas para lo que quería expresar-, saber valorar todas las cosas.

Esta vez fue Frey el que resopló, más fuerte, justo antes de levantarse riendo a por otra pinta.


Al cabo de un rato empezaron a salir hombres, también con sus mejores galas, aunque a la gran mayoría no les favorecieran tanto como a sus esposas y parejas. Ellos en cambio no se prodigaban en risitas nerviosas ni cumplidos. En su lugar hablaban de temas más corrientes y aburridos, como el estado de sus tierras, las rentas, y cualquiera de esas cosas que les gustan a los ricos acomodados, y que para cualquier otra persona no tienen importancia alguna.

Frey volvió a carcajearse.

-Venga, vamos a hacer el paripé un rato para tenerlas contentas y que no nos den por el culo durante una temporada con sus desvaríos… ¡Cariño, no me escuchas!,¡A veces pienso que sólo te casaste conmigo por mi familia! -Frey ponía una estúpida voz cómica, aguda y muy nasal de mujer-. O mi preferida: ¡Antes no eras así!

Dio un gran trago y siguió riendo, con un hilillo de cerveza cayéndole por la comisura de la boca.

Strog negó con la cabeza, con una media sonrisa y bebió también.

-Perdonadme, tengo que salir a hacer algo -dijo Emar levantándose con cuidado para no empujar sin querer a un hombre que hablaba sin parar de las políticas expansionistas del gremio de mercaderes de Rievell con sus colegas.

-¿Y eso? -Frey le miró con sorna-. Chaval, si tienes ganas de marcha, en el puerto hay un sitio en el que no resulta muy caro, y puedes tener menos problemas que si lo intentas gratis con una noble enmascarada… -se detuvo un momento, dubitativo-. O más, dependiendo de la higiene…

-Si, claro. Si alguna vez me vuelvo un amargado como tú seguiré tu buen consejo -Emar se sorprendió a si mismo por la contestación que le dio, porque parecía en verdad estar un poco amargado, quizá no tanto como Frey. O quizá sí.

El mercenario miró fijamente a Emar durante un par de segundos, sin expresión aparente, aunque se notaba algo de tensión en su rostro.

-Lo que tú digas chaval, pero no hagas que tenga que ir al calabozo a sacarte a rastras -dejó de mirar al chico y dio otro trago de su jarra-. Puede que esté demasiado amargado como para hacerlo.

-Tranquilo, no tardaré.


Salió de la posada y una fresca brisa le acarició la cara.


Ahora en cierto modo se sentía mal por haberle hablado así a Frey, pero ya llevaba oyendo más comentarios cínicos y sarcásticos de los que sus oídos podían admitir en un par de días.
No sabía porqué, pero Frey había estado especialmente insufrible desde poco antes de llegar a Rievell, cuando por los caminos comenzaron a toparse con las comitivas de las gentes de otros lugares que acudían a los días grandes del carnaval.

De todas maneras, ahora tenía sus propias cosas que lamentar, sus propias razones para auto compadecerse, así que dejó de pensar en lo que le había dicho a Frey y comenzó a pensar en lo que se iba a decir a sí mismo durante mucho tiempo para soportar el desánimo.



Le costó más tiempo del que esperaba llegar a la calle de la herrería de Wilhem el grosero. Realmente había una marabunta de gente por las calles más céntricas de la ciudad. Había que andarse con especial cuidado por esa zona porque era a la que acudían las gentes de alta alcurnia, de Rievell y de cualquier otro lugar; si Emar hubiese empujado sin querer o pisado el pie a cualquier señoritingo o señoritinga sí que podría haber acabado en el calabozo como había aventurado Frey en la taberna, o incluso algo peor. Aquello era irónico desde el punto de vista de Emar, pues para los nobles el peligro radicaba más bien en los barrios de las afueras, donde según ellos vivía la “chusma”.

Tras conseguir salir del laberinto de las calles céntricas, enfiló la cuesta de la calle de la herrería en donde tenía que recoger el encargo de Brie. Aquí no había ya tanta gente.
La calle subía transversalmente a la falda sur del monte Rievell, que daba nombre a la gran ciudad mercante.

Al llegar frente al portal de la herrería, Emar comprobó que estaba cerrada. Se acercó a la puerta y dio unos golpecillos con los nudillos. Esperó. Nada. Volvió a llamar, con más fuerza. Esperó, aguzando el oído. Nada. Intentó asomarse a uno de los pequeños ventanales que daban al interior, pero las protecciones de madera estaban echadas por dentro. Volvió a llamar, esta vez sin pudor alguno. Cualquier vecino se habría dado cuenta de que alguien estaba golpeando la puerta de alguien. Nada, si el herrero había estado allí, ya se había ido.

Oteó la calle de arriba abajo. No creía haberse retrasado demasiado, pero la culpabilidad ya comenzaba a carcomerle el cerebro. Brie le había pedido una cosa, una sola cosa y bien sencilla.

-Por favor, que no se haya ido ya a su casa…

Mientras sopesaba en su cabeza la disculpa que iba a ofrecerle a la joven cuando acudiera a ella sin su paquete, volvió a mirar hacia todas las direcciones, con la esperanza de que quizá el herrero hubiera salido un momento a hablar con algún vecino o entregar algún pedido o lo que fuera. Cualquiera que lo viese con aquella expresión rayando la súplica, diría que aquel muchacho andaba perdido en la ciudad, buscando el camino de vuelta a su casa o a donde quiera que estuviesen alojados sus padres.

Paró la mirada en una figura a lo lejos. Juraría que le había hecho una seña. Efectivamente, le estaba haciendo señas para que se acercara.

Fue hasta la altura de la calle en la que había visto a aquella persona, una esquina donde comenzaba un sendero que subía por la falda de la colina, pero ya no estaba allí. Miró hacia el sendero y la vio, a lo lejos. Le volvió a pedir que se acercase con un gesto.

Emar subió por el sendero. En un momento dado, un escalofrío le recorrió el cuerpo. Miró hacia atrás. Estaba lo suficientemente alejado de la calle de la herrería como para que nadie oyera su voz en caso de pedir auxilio. Plenamente consciente de que podía estar dirigiéndose a una emboscada para robarle hasta el último bien que llevase encima o algo peor, comenzó a retroceder haciendo el menor ruido posible.

Oyó un silbido a sus espaldas y echó a correr.

-¡Emar!

Se detuvo, sin aliento. Se giró y vio a la figura encapuchada, que por su voz no podía ser otra persona que…

-¡Brie!¿Qué…, qué haces aquí?

Sus carcajadas ya la habían delatado del todo, pero por si cabía alguna duda, el echarse atrás la capucha que le cubría la cabeza y parte del rostro la disipó.

-Siento haberte asustado… -dijo ella, sin poder contener aun del todo la risa.

Emar pasó de golpe de estar pálido a ruborizarse.

-¿Pero que…?

-Quería darte una sorpresa, pero no caí en lo extraño que resultaría que una encapuchada desconocida te atrajera por un sendero a un lugar apartado. Perdón por el susto.

Lo dijo sin poder dejar de reír.

-¿Pero entonces lo del herrero…? -comenzó a preguntar Emar, señalando hacia la sucesión de pequeños edificios que se apiñaban unos al lado de otros y se extendían flanqueando la calle que subía por la falda de la colina.

-Era una treta. Cuando creíste que quería que vinieses a la herrería específicamente lo aproveché. ¡Ven! -volvió a hacer un gesto con la mano como los de antes, y siguió el sendero que subía hacia la cima de la colina.

Esta vez sí, con un alivio tremendo que paliaba un poco lo vergonzoso de la huida, Emar siguió a Brie.


Al cabo, tras un ascenso que en las últimas docenas de pasos comenzaba a hacer mella en la resistencia de ambos, llegaron a la cima de la colina.

Había allí una porción de terreno más o menos plana, que acababa por el lado que daba a mar abierto, al este, en una pronunciada pendiente de unas cuarenta varas de altura, hacia la playa de guijarros cercana por el norte al barrio del puerto.

Emar giró sobre sí mismo, lentamente, apreciando las fabulosas vistas que ofrecía aquel lugar.

Al sur, justo abajo, se extendía la ciudad mercante de Rievell en todo su esplendor. Anclados en el gran puerto se apreciaban los mástiles de un gran número de naves, entre simples barcazas de pesca en la zona más al norte,  urcas mercantes en el muelle más amplio, que contenía en sí buena cantidad de atracaderos más pequeños, y embarcaciones personales de todos los nobles extranjeros que habían decidido acudir al carnaval por mar, en el muelle privado más hacia el sur, justo en la curva que trazaba el litoral con el estuario de la desembocadura del río Soren.

Al oeste el curso del Soren remontaba por la campiña de Rievell hacia el principio de la cordillera del norte. Emar sabía que seguía hasta mucho más allá, sirviendo de límite entre el reino de Romeda, al norte, la campiña de Rievell, el ducado de Bregnac más al oeste y finalmente el gran reino de Calenne, al noroeste.

Al norte de la colina se extendían tierras de cultivo y granjas. Finalmente, al este el golfo de Rievell se abría majestuoso hacia el mar de Inamel.

-Vaya… Menudo sitio -dijo Emar, sin dejar de mirar a su alrededor.

-¿Verdad?, es alucinante.

Brie se sentó cerca del precipicio, sobre un saco de arpillera extendido en el suelo, parecía que a modo de mantel. Miraba hacia la ciudad.

-Ven, siéntate.

Emar obedeció. A su vez, Brie sacó otro pequeño saco lleno de entre los pequeños arbustos a su espalda. Comenzó a sacar las cosas de su interior. Una hogaza de pan, tres manzanas, una pequeña cuña de queso, un racimo de uvas bien gordo, e incluso algo de carne de cerdo curada. También sacó una bota llena.

-Es agua, lo siento -dijo la muchacha, con una sonrisa risueña mientras le entregaba el pellejo lleno de agua y cogía una loncha de cerdo-. Oh, espero que no te importe, no he podido conseguir vasos.

-Tranquila -Emar bebió un trago y miró a Brie-. Así que era todo para darme esta sorpresa. Lo del herrero digo -ella asintió, con una sonrisa-. He de reconocerlo, me la has colado bien.

-Demasiado bien diría yo -soltó una risita-. Cuando has salido corriendo me he sentido fatal por haberte asustado.

-¿Ah sí? -repuso Emar, reprimiendo una sonrisa-. Cualquiera lo diría, te has reído bien a gusto…

-Lo siento -respondió Brie, ésta vez riéndose de nuevo como antes.

Una leve brisa removió los cabellos oscuros de la muchacha. Emar se sorprendió mirándola fijamente, embobado. Inmediatamente apartó la vista, cogió un trozo de pan y le dio un mordisco. El cielo se había teñido con los colores ocres de los últimos rayos de sol, al que no le quedaba mucho para esconderse por el horizonte de la campiña de Rievell.

-Esto es precioso, pero se nos va a hacer de noche… -comenzó a decir Emar.

-Tranquilo -le cortó ella, mostrándole una especie de garrote-, he pensado en ello. No tenía suficiente dinero para comprar una lámpara artesanal, pero me las he arreglado para fabricar una antorcha.

-Has pensado en todo…

Emar no sabía qué decir. Una vez dejado atrás el vergonzoso momento de su huída cuesta abajo y la sorpresa inicial de descubrir que Brie lo había preparado todo aposta para enseñarle aquello, se daba plena cuenta de que estaba allí con ella. De que iban a cenar ahí y pasar un buen rato a solas.
Aquello era mucho más de lo que se había atrevido a imaginar cuando intentó pedirle ir a la celebración de la última noche del carnaval juntos.

Tras unos instantes de silencio, Brie habló, para alivio de Emar, que no sabía qué más decir en ese momento que no sonara a relleno.

-Solía subir aquí para ver la celebración de clausura del carnaval cuando era niña -se rió-, bueno, cuando era más niña que ahora.

-No debe de hacer tanto de eso…

-Bueno, en realidad sólo lo hice tres años, y la última vez fue hace cuatro.

Emar iba a preguntar algo, pero se calló en el último momento. Le vino a la memoria su propio pasado reciente. No era agradable rememorar ciertas cosas, lo sabía. Pero para su sorpresa, Brie siguió hablando.

-No tenía aún siete años cuando me quedé sola -hizo una breve pausa, sin dejar de mirar el paisaje-. No tenía nada, así que me dediqué a mendigar por las calles. No te dejes engañar por la fama de la gran ciudad mercante de Rievell, cuando miras debajo de la alfombra aquí hay tanta miseria o más que en cualquier agujero maloliente del mundo. Y mucho peligro. Eso lo aprendí muy deprisa. Me las ingenié para convertirme en una sombra tras varios incidentes que podrían haber acabado muy mal. Me aprendí la ubicación de los rincones secretos seguros de la ciudad de memoria. Pronto todo se convirtió en una rutina. Fatal, pero rutina al fin y al cabo. Claro que muy de vez en cuando había momentos mejores que la mayoría, como por ejemplo cuando se me ocurrió subir aquí por primera vez la última noche de carnaval. Me gustó tanto que no falté los años siguientes.
»En momentos como esos me permitía soñar. Con ahorrar suficiente dinero para irme de la ciudad, quizá llegar a alguna aldea en la que hicieran falta manos para la cosecha, o para cuidar el ganado, o para hacer la colada, cualquier cosa con tal de vivir como una persona normal.

-Siento que tuvieras que pasar por todo eso…

-Gracias. Pero bueno, al final no me fue tan mal y aquí estoy, a punto de comenzar una nueva vida… Mejor, espero.

Sonrió.

-Seguro que es mejor. De hecho, te mereces que sea lo mejor posible.

Brie le miró, sin mudar la sonrisa.

-¿Sabes?, cuando estaba aquí me solía poner una máscara (por lo general bastante mal hecha) y también soñaba con que un gentil caballero venía a intentar que me la quitara y le enseñara mi rostro, como prueba de aprecio a su valentía.

A Emar se le aceleró un poco el pulso.

-Bueno, no soy un gentil caballero, y además salgo corriendo a las primeras de cambio pero…

Brie se echó a reír a carcajadas. Le contagió la risa.


El tiempo transcurrió mientras disfrutaban de la mutua compañía y se contaban historias divertidas e intentaban hacer parecer aunque sólo fuera por esa noche que las tristes nunca habían sucedido.

El sol fue cayendo hacia el horizonte poco a poco, hasta que las últimas luces del atardecer dejaron paso al azul cada vez más oscuro de la noche. Las primeras estrellas comenzaron a titilar, como acabadas de despertar. La luna se mostraba ya por encima del golfo, algo anaranjada aún.

-No conozco a mi tía, creo que mi madre nunca me habló de ella…-explicaba Brie.

-Y, ¿cómo sabes que es tu tía?

-Por el sello de su carta. Mi madre tenía uno igual -se sacó una medallita de metal por el cuello de su camisa, que llevaba colgada de un fino cordón de cuero negro. Era como una pequeña moneda, con una extraña figura en relieve-. Es una runa…

-¿Como las de los enanos?

-Más o menos… -se la volvió a guardar rápidamente, como si quisiera cambiar de tema.

-Debe de haber sido duro para ella también, seguro que ha estado buscándote todos estos años.

-No sé… Bueno, mi madre me contó alguna historia sobre sus padres, sobre cuando era pequeña, pero nunca me habló de ella, al menos que yo recuerde. Probablemente no se llevaran bien. Pero supongo que la familia es la familia, y mi tía no podía dejarme abandonada a mi suerte cuando se enteró de lo sucedido. La verdad es que prefiero no pensar mucho en ello. Espero poder llevarme bien con ella, al fin y al cabo va a acogerme en su hogar.

-Sí, tienes razón -a Emar se le torció el gesto-. Podría no hacerlo, quiero decir, la familia no siempre es la familia para todo el mundo… -recordó la paliza que había recibido al acudir a la casa del hermano de su madre después de que su aldea fuera arrasada. Casi le costó la vida.

-Claro… Hay gente de todo tipo supongo… Lo siento -Emar la notó un poco insegura al decir aquello.

-No te preocupes, es agua pasada.

-Entonces, ¿seguirás con Frey y Adnor? -preguntó Brie.

-No tengo nadie más a quien acudir, así que si no me dan la patada sí, seguiré con ellos.

-Bien, Frey me ha dicho cómo podría contactar con él, por lo que pudiera pasar. Así podré escribirte -sonrió.

Aquella sonrisa se iba a quedar grabada en la memoria de Emar, y jamás la olvidaría del todo.

Brie se llevó la bota de agus a la boca, y dio unos tragos. Se detuvo inmediatamente al divisar algo a lo lejos, en la zona donde debía estar la Plaza de la luna, la gran plaza central de la ciudad de Rievell, que daba a la gran avenida del puerto.

-¡Ya va a empezar! -la muchacha echó mano rápidamente de un bulto envuelto en tela vieja, que había mantenido cerca todo el tiempo.

El bulto contenía una máscara. La luz de la luna llena permitía verla con cierto nivel de detalle, aunque no del todo bien. Era de un color oscuro, posiblemente negro o azul y de ella colgaban una especie de hebras. Brie se la puso y como si de una orden se hubiese tratado, un resplandor iluminó la noche a su alrededor, acompañado de un sonido sibilante que fue ganando en intensidad hasta que explotó en un estruendo que debió de oírse a muchos kilómetros a la redonda.

Así comenzó el primer espectáculo de fuegos artificiales que Emar había presenciado en su vida. Al principio se alarmó, pero esta vez no salió corriendo. Brie le tenía la mano cogida, y miraba hacia las luces de colores, las chispas y el humo que ascendía desde la ciudad. Tenía la mitad superior de la cara cubierta con la máscara, pero no de nariz hacia abajo. Emar atisbó su sonrisa y se calmó.

Los estruendos y silbidos continuaron, y la noche se tornó en un espectáculo de luz, color y ruido. Las aguas del golfo pasaban de reflejar destellos rojos a amarillos, verdes, azules… En ocasiones todos mezclados, como si de un arco iris se tratase. El mosaico de fachadas y tejados que era la ciudad desde allí arriba se iluminaba intermitentemente, ofreciendo aún más valor al espectáculo. El sonido de las explosiones de los cohetes retumbaba en las calles adoquinadas, en los edificios altos, incluso en la montaña donde se encontraban. Por unos momentos el joven creyó estar en otro mundo.

Al cabo, el estruendo llegó a su punto álgido, tras lo cual disminuyó de intensidad rápidamente. Al acabar se oyó un silbido acompañando a una centella que ascendía hacia el cielo hasta explotar. Dos veces más sucedió aquello. El espectáculo había concluido.

Emar apartó la vista del lugar en el que la había dejado fija al comenzar aquello, y se topó de frente con la máscara, a escasos centímetros de su cara. Ahora la veía mejor, era morada, con unas líneas más oscuras formando ondulaciones en su superficie. Los bordes laterales estaban rematados en finas cintas de distintos colores, que caían danzarinas, mecidas por un suave giro de la brisa nocturna primaveral. Unos ojos claros como el hielo le miraban desde el interior de aquella preciosa obra artesanal. El aroma a dama lunar mezclado con el olor a mar, que ya no sabía si provenía de las aguas calmas del golfo o de aquellos ojos que reflejaban la luz de la luna y le miraban, azotó de forma definitiva sus sentidos.
Entonces ella, con mucho cuidado, como si temiera espantar a un pajarillo con cualquier movimiento brusco, se quitó la mascara. Con ella puesta o no daba lo mismo, Emar no podía fijarse en otra cosa que no fuesen aquellos ojos cristalinos que rebosaban un pálido fuego azulado y se le acercaban.



domingo, 2 de junio de 2019

Levantia, capítulo 6.

6




María le quitó de un zarpazo la botella de tercio de cerveza que sostenía, con la mano temblorosa.

-¡Serás desgraciao! -levantó la mano libre y le cruzó la cara con violencia- ¡Malnacío! -le volvió a golpear, esta vez con el puño cerrado en la boca- ¡Drogata mierda! -hizo ademán de estamparle la botella en la cabeza, pero se detuvo.

Jesús, Chuso para los amigos que aún le quedaban vivos, se cubría con las manos, temblando.

-Qué tenía sed… -dijo, con un hilo de voz cascada y carrasposa.

Su hermana María, con el rostro desencajado por el cabreo aún pero algo más calmada, dejó la botella encima de la mesita y lo cogió por el cuello de la camiseta.

-¿¡Pero que tú no sabes que no puedes tomar ná de alcohol, puto inútil!?

-Que no pasa ná, sólo una…

-¿Sólo una?¿¡Sólo una!? -lo zarandeó- y el pestazo que te echa la boca de qué es, ¿de chicles? -soltó una mano y volvió a darle un bofetón con toda la mano abierta.

Por fin le soltó de la camiseta, dándose la vuelta y cogiendo la cerveza de la mesita. Antes de salir por la puerta de la habitación se giró, señalándole con el dedo índice de la mano libre. Tenía la cara llena de lágrimas. Chuso sintió un pinchazo de culpabilidad y compasión, como tantas otras veces.

-Porque eres mi hermano y le prometí a la mama que te cuidaría… ¡Pero te juro por estas que la próxima te quedas en la calle y no te quiero volver a ver!

Cerró de un portazo.

Chuso hubiera llorado, como tantas otras veces antes, pero ya sabía de sobra que lo suyo no tenía solución. Era como era, la vida lo había hecho así, y así se quedaría, por más que no le gustara o que luchara por cambiarlo. Así que sacó la bolsita del escondite secreto que tenía bajo uno de los cajones de la mesita, se sentó en la cama y comenzó a liarse un porro. Una vez lo tuvo preparado, fue hacia la ventana que daba al callejón, que estaba abierta, se apoyó y comenzó a fumar tranquilamente. Se sorbió la nariz y se retiró las greñas que se le habían pegado a la cara. Aún notaba el escozor y la temperatura alta allá donde los guantazos de su hermana le habían alcanzado.

Miró los tejados y terrados del vecindario. Luego las pocas ventanas de las que salía algo de luz. Poca gente vivía por esa zona, lo cual era comprensible.

-Si nacimos en la mierda y vamos a tener que estar en la mierda hasta que nos vayamos al agujero… Qué de malo tienen unas cervezas… -dijo, como si estuviese hablando con alguien.

Sabía que en realidad no podía beber por la medicación, pero hasta ese momento no le había pasado nada del otro mundo, peores experiencias había tenido.

Le dio otra calada al cigarro. Escuchó unos pasos abajo en el callejón y miró. Pudo distinguir la figura de un tipo con mochila y una bolsa. En un momento vio otra figura que salía de repente desde una esquina y cogía por detrás al chaval. Alcanzó a oír cómo el de la mochila soltaba un “vale, vale” antes de quitársela y dejarla en el suelo junto a lo que llevaba en la mano, que parecía una maleta en realidad. Ahora el otro, quien obviamente estaba atracando al primero, le señaló con algo que llevaba en la mano «su puta madre, le ha sacao una navaja… Si es que a quién se le ocurre venir por aquí solo por la noche…» susuró Chuso para sí mismo, mientras era testigo de la escena. El chaval que estaba siendo atracado vaciló y dijo algo que Chuso no alcanzó a oír, desesperado. El atracador se le acercó y comenzó a cachearle.

Se oyó un grito desgarrador.

«¡Hostias!» Chuso dio un respingo, golpeándose el codo contra el marco de la ventana. El chaval de la mochila estaba agarrando al otro del cuello, pero además tenía la cabeza pegada a su cuello, como si le estuviera mordiendo. El atracador le apuñaló en el costado una vez, antes de que la navaja se le cayera al suelo. Seguía chillando como un gorrino, hasta que el grito se convirtió en un borboteo, y luego en silencio. Al cabo, el otro lo soltó, cayendo el agresor al suelo, parecía que sin vida.

-Joder… -se le escapó a Chuso, y con ello el porro, que cayó al vacío desde su boca.





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El corazón me iba a mil. Me noté la cara húmeda, caliente y viscosa. Bajé la vista y allí estaba ese tío que me amenazaba a punta de cuchillo hacía un instante. Creía que iba a perder el conocimiento en ese momento, de hecho hubiera jurado que lo perdí. Me pasé las manos por la cara para limpiarme y al verme las palmas tras hacerlo no pude reprimir un gemido. Estaban empapadas en sangre, al igual que la cara, el cuello y el pecho del cuerpo inerte del atracador, justo a mis pies.

-Mierda, mierda, mierda, mierda…. Joder… -no daba crédito a la escena que tenía ante mí, no comprendía nada, pero estaba acojonado.

Oí un ruidito, algo tocando el suelo, un poco más allá de donde estaba yo. Vi una chispita y miré hacia arriba, hacia el piso desde donde debía haber caído eso. Un melenudo de rostro demacrado escondió la cabeza rápidamente.

Volví a mirar el cuerpo ensangrentado en el suelo. «¡Está muerto, está muerto…!» me repetía. Era la primera vez en mi vida que veía un cadáver en directo. Luego mi cerebro comenzó a activarse de nuevo… «Le he matado… ¡He matado a este tío, joder!». Me eché las manos a la cabeza un momento, luego salí de allí sin pensármelo dos veces, sin rumbo fijo pero intentando pasar desapercibido (lo cual no resultaba difícil por esos callejones desiertos y oscuros) y lo más rápido posible.




Tras un buen rato caminando muy pegado a las paredes y en las sombras, me detuve en un cruce. Me sonaba bastante y al seguir por esa calle, bordeando ese edificio y doblando la esquina lo vi. Era el edificio de pisos abandonado del que había salido después de haber pasado la noche con Milena (y al recordarla me dio un vuelco el pecho). Me dirigí hacia el portal, al llegar frente a la puerta sentí alivio al ver que no estaba del todo cerrada. De hecho, al entrar y querer cerrarla comprobé que el cerrojo estaba roto, así que en ese portal podía entrar cualquiera.
Me mantuve en silencio un momento, tratando de percibir cualquier ruido, porque allí podía haber cualquiera y no quería más sorpresas desagradables. Al estar en completo silencio sentía como me palpitaban las venas del cuello; aún estaba muy alterado. Comencé a subir en silencio. Recordé la planta del piso en el que había despertado hacía no sabía exactamente cuanto. Empujé un poco contra la puerta del piso. Estaba cerrada. Me vino a la mente la imagen de la curva entre las caderas y las costillas de Milena, a horcajadas sobre mí, arqueándose… Dí un empujón y sonó un fuerte ruido metálico al mismo tiempo que la puerta se abría de par en par. Acababa de reventar la cerradura, así sin más.
Rápidamente entré, mirando hacia abajo y arriba por las escaleras mientras lo hacía. Una vez dentro junté la puerta y escuché. No había nadie. Busqué cualquier caja u objeto para amontonarlos tras la puerta rota, para que nadie pudiese entrar de golpe y sorprenderme allí. Había poca cosa, como ya había comprobado el día que estuve allí por primera vez, así que puse lo que pude. Luego me dirigí al dormitorio en el que desperté. Todo estaba igual, incluso la mancha de mi sangre seca en el suelo. Cerré la puerta y arrastré la cama para ponerla contra ella y que no se pudiese abrir, ya que había decidido que lo que había puesto en la puerta del piso no aguantaría demasiado en caso de que alguien quisiera entrar a toda costa, así que pensé en dormir en la cama atrancando la propia puerta del dormitorio.

Por supuesto no me pude dormir. Ya echado en la cama no podía dejar de darle vueltas a lo que había ocurrido en aquel callejón. «Mierda, me dejé allí tiradas la mochila y la maleta…» pensé. Por suerte ahí sólo llevaba algo de ropa, una botella de dos litros de agua y un par de bocadillos, la cartera con el poco dinero que me quedaba, el DNI, tarjetas y mi móvil los llevaba en los bolsillos del pantalón, así que en caso de que la policía encontrase allí la mochila y la maleta… «¡Joder, las huellas!» el pulso se me aceleró. Miré el móvil. ¿A quién podía acudir? No iba a llamar a nadie y explicarle todo aquello… Encima recordé que el cargador del móvil sí lo tenía en la mochila. «Estoy jodido del todo…».

Estuve así, con la respiración muy pesada y el corazón latiendo acelerado durante un buen rato… Hasta que mi mente comenzó a tomar plena consciencia de la situación. Debía calmarme. Pensé, y se me ocurrió que no me quedaba otra opción que encontrar a Milena. Noté un hormigueo en el bajo vientre al pensar de nuevo en ella. Estaba de mierda hasta el cuello no, hasta el labio inferior ya, y lo único que se me pasaba por la cabeza al pensar en encontrar a la responsable de todo aquello era volver a follar como conejos… «¡Céntrate, joder!» me reprendí.
Decidí lo que iba a hacer. Esperaría esa noche y el día siguiente allí escondido, cruzando los dedos para que a nadie se le ocurriese entrar en el edificio o peor aún, en el piso. Entonces, por la noche (ya sería jueves) iría al local donde conocí a Milena, y si no la viera preguntaría por ella. Debía encontrarla. Quería encontrarla… Necesitaba encontrarla.






Miré el móvil. Ya hacía varias horas que había oscurecido pero aún eran las nueve y veintisiete, era mejor esperar un par de horas más para salir de allí.
La noche anterior la pasé en su mayor parte despierto, digiriendo todo lo que había ocurrido en la última semana y lamentándome una y otra vez de cómo había pasado de estar en la mierda a estar en el infierno. Hasta la perspectiva de volver al norte con mis padres y ser un cero a la izquierda el resto de mi vida resultaba muy atractiva comparada con el futuro totalmente incierto, caótico, solitario y lleno de sufrimiento que veía venir.
Ya no se trataba de haberme quedado sin la vida que quería vivir, había muerto… Había matado a una persona, aunque no me sintiera como un asesino y ni siquiera recordara haberlo hecho, no había otra explicación. Pensé que quizá sería mejor no salir de aquella habitación, por lo que pudiera pasar; por si volvía a ocurrir un accidente. Justo cuando por las rendijas de la persiana bajada comenzaba a entrar algo de luz más clara debí dormirme. Luego me despertaba con cada ruido, coches, voces, golpes, el murmullo de gente yendo y viniendo… Y sobre todo sirenas de ambulancias o policía. Tenía sed, pero allí no había agua y la mía la había perdido junto con la mochila, así que me resigné a aguantar las largas horas hasta que pudiera salir al amparo de la noche. Fue el día más largo de mi vida. En completa oscuridad, sediento, recordando todo lo sucedido, temiendo el futuro… Experimentando la más absoluta soledad, el completo abandono. Y aún con todo ello, en ocasiones me venían flashes a la mente del cuerpo desnudo de Milena, de su frío pero suave y sedoso tacto, de su voz, sus suspiros, gemidos… Quería encontrarla, quería salir de allí en su busca, y eso fue otro factor que hizo que el día se alargase y el paso de las horas se lentificase tiránicamente.

Volví a mirar la hora. Habían pasado unos cuarenta minutos, aún no era suficiente. La batería del móvil estaba por debajo de la mitad de su capacidad. Había decidido desconectar los datos la noche anterior, para ahorrar energía, pero ahora me planteaba apagarlo y sólo encenderlo cuando tuviese que utilizarlo.

Seguí divagando. Estaba sentado en la cama, con la espalda apoyada contra la puerta de la habitación, mirando hacia las rendijas de la persiana de la pared del fondo. Tenía los brazos cruzados, con las manos por dentro de la chaqueta y pasé inconscientemente la mano derecha por el costado izquierdo, notando un leve dolor al toparme con una pequeña hinchazón. Me levanté la camiseta, viendo un agujerito en ella. Enfoqué con la luz de la pantalla del móvil y vi una pequeña cicatriz que jamás había estado allí. Palpé, parecía estar totalmente bien, no dolía, sólo se notaba un poco de molestia al presionar fuerte. «Debió de apuñalarme cuando perdí el sentido… Pero…» me miré de nuevo las costillas. No había rastro de sangre, sólo la cicatriz. Sólo la cicatriz… ¿Cómo podía una puñalada haber cicatrizado completamente en una noche sin ningún tipo de tratamiento, ni siquiera limpieza?

Seguí dándole vueltas a aquello. Volví a pensar en Milena, ¿qué me habría dado aquella noche? Porque todo lo que había pasado… Nada era ni medio normal.

Por fin miré de nuevo la hora y marcaba las diez y cincuenta y seis. Me levanté de la cama y la aparté de la puerta, intentando hacer el menor ruido posible. Salí y vi que las cosas que había empotrado contra la puerta del piso la noche anterior seguían igual, nadie había intentado abrir. Lo aparté todo y salí de allí, muy sigilosamente.





Vagué por las calles, sin acercarme demasiado a las farolas ni a nadie que me topara, agachando la cabeza y sólo levantando la vista de vez en cuando para ver por dónde iba. Casi me hubiese dado lo mismo no fijarme, porque no recordaba aquella zona, no me acordaba del trayecto que hice arrastrado por Milena para llegar hasta el bloque abandonado, tan sólo algún detalle. Pero tras un buen rato andando perdido, llegué a una calle que me sonaba de algo. Milena habló con alguien allí, dejándome un momento a solas. Era uno de los flashes que recordaba desde que salimos del último antro en el que estuvimos hasta que… Bueno, hasta que se convirtió en la diosa de la lujuria y me hizo perderme en ella.

A partir de allí, me fui fijando más, pero sorprendentemente acabé en la calle del local en donde la vi por primera vez y no en el segundo, desde el que salimos al final. De todas maneras mejor me venía, porque quería ir a ambos y desde el primero me resultaría fácil llegar al segundo.

Antes de acercarme a la entrada, donde uno de los seguratas de los que había la otra noche miraba su reloj un momento, me adecenté lo mejor que pude.

-Buenas noches… -saludé, con fingida tranquilidad.

El hombre me miró serio, pero al cabo asintió a modo de respuesta a mi saludo y me abrió la puerta.

El local estaba más vacío aún que la primera vez que entré, seguramente por ser jueves en lugar de viernes. Me dirigí a la barra, donde esta vez había una chica más o menos de mi edad.

-Hola, ¿me puedes poner tres aguas? -aunque hubiera estado pensando en muchas otras cosas, la sed había seguido ahí durante todo el día, así que fue lo primero.

La camarera asintió y sacó tres botellitas de plástico de un refrigerador tras la barra. Le pagué e inmediatamente abrí una de las botellas y me la bebí de golpe. Aún abrí la segunda y di unos tragos más. La chica había seguido a su bola, limpiando un poco la barra a falta de gente a la que atender, así que volví a llamar su atención.
-Perdona… ¿va a venir hoy el camarero que había el viernes?

-¿Quién? -se me acercó. Demasiado. Instintivamente me alejé un poco de la barra.

-Un chico así de unos… Treinta y tantos, quizá cuarenta…

-¿Lucas? Es el dueño, está en el almacén, ¿quieres que le llame?

-Sí, gracias.

La chica se asomó por una puerta tras la barra e hizo una señal con la mano. Al momento el tal Lucas salió, mirándome. Vino hacia mi.

-¿Qué tal? -me tendió la mano y se la estreché-. Dime.

-El viernes pasado estuve aquí, no sé si me recordarás… -comenzó a hacer un gesto de negación, enseñando un poco los dientes, con expresión de disculpa-. Bueno, no pasa nada -sonreí- pero puede que recuerdes a una chica, melena larga, morena, piel pálida, con una chaqueta de cuero roja… Estuvimos sentados allí -señalé el reservado-.

-Ah, vale… Ya te recuerdo, sí.

-¿Suele venir mucho por aquí?, me quedé sin querer con algo suyo y… Bueno, no caí en pedirle su número de teléfono.

-Que yo recuerde es la primera vez que la he visto, lo siento. No la he visto más veces… -hizo una señal a la camarera para que se le acercase y le dijo algo al oído, supuse que preguntando si ella había visto a una chica de las características físicas de Milena.

-No sé, puede… -dijo la chica, encogiéndose de hombros.

-No pasa nada, gracias de todos modos.

-Quizá tengas suerte y acuda hoy -me dijo el dueño, sonriendo. Luego volvió a meterse en el almacén.

Estuve allí un rato, impaciente. Pero merecía la pena esperar un poco por si acaso, de todos modos no tenía nada que hacer ni a donde ir realmente, salvo de vuelta al bloque abandonado, y no tenía muchas ganas de volver a encerrarme allí.

Al rato me acabé las dos botellas de agua restantes, pedí otra para el camino y salí de allí.

No me costó mucho encontrar el otro lugar. En la entrada esta vez no había nadie, así que entré sin más. Por supuesto, nada es tan sencillo.

-¡Eh! -el portero, que en ese momento se disponía a salir, me interceptó nada más cruzar la puerta.

Una voz masculina, algo grave y áspera que me resultó algo familiar, llegó desde el fondo del local, donde un par de tipos echaba una partida al billar. Poca gente más había, nada en comparación a la noche en la que Milena me llevó allí.

-Déjale pasar, Nando.

El portero me miró, pero después pasó de largo y salió afuera, sin decirme nada más. Fui hacia la barra. El tipo que había hablado era el mismo que nos sirvió la primera copa el viernes, el que tenía las cicatrices en la mandíbula e intimidaba tanto. Se apoyó en la mesa de billar para golpear la bola blanca y acabar su jugada. Luego le hizo una seña al otro que sostenía un taco, y este lo dejó sobre la mesa y cogió su vaso, mientras el de las cicatrices venía hacia la barra.

-¿Qué va a ser? -me preguntó al llegar. Tras lo cual se fijó mejor en mí, mirándome fijamente con sus ojos azul oscuro.

-El otro día, viernes, estuve aquí con una amiga, no sé si lo rec…

-Te recuerdo.

Me quedé un poco sorprendido, pero seguí.

-¿Ha vuelto a venir ella por aquí?

-No.

Me desanimé un poco.

-¿Suele venir por aquí? Es que me quedé con una cosa suya sin darme cuenta…

-Creía que habías dicho que era tu amiga… -replicó el tipo, apoyándose en la encimera de detrás y cruzándose de brazos.

La música no estaba nada alta, así que no era necesario acercarnos mucho para oírnos bien.

-Bueno no, lo cierto es que la conocí esa noche…

Siguió mirándome fijamente y me sentí evaluado. Me estaba empezando a dar mal rollo la situación.
De pronto él se echó una mano a la cara y se frotó los párpados con las yemas de los dedos.

-Vale… -le hizo una seña a los dos que estaban en la mesa de billar- Gonzo, sigue tú mi partida -luego se dirigió de nuevo a mí, incorporándose y señalando una mesa alta en la otra punta del local, alejada del resto de los pocos parroquianos, que estaban la mayoría cerca de la mesa de billar- Siéntate allí.
Le obedecí sin rechistar. A los pocos segundos de sentarme llegó él con un par de cervezas y se sentó en otra silla.

-Si me dieran diez euros cada vez que un descarriado acude a mí… Bueno, supongo que seguiría aquí igual… Pero tendría mucho más papel para limpiarme el culo.

-¿Cómo? -me quedé perplejo, pero parecía que aquel tío sí podría saber algo de Milena-. ¿Conoces a Milena?

-¿A quién? Si te refieres a la morena esa que el otro día te miraba como el lobo mira al cordero no, no tengo ni la más mínima idea de quién es ni la he visto nunca y probablemente no llegue a tener el gusto de conocerla, porque lo más probable es que en poco tiempo esté criando malvas…

Me sobresalté.

-¿A qué te refieres?¿Corre peligro ella?

-¿Dejando sus juguetes por ahí sueltos?¿Las pruebas del delito? Muy lista no es… Sí, no durará mucho por esta ciudad.

-Pero… ¿Qué..?

Se giró hacia la otra parte del local.

-¡Bobby, ven un momento!

Un chaval delgaducho, sobre el uno setenta y poco de altura, con la cabeza rapada y muchos piercing en las orejas, cejas y nariz se acercó. La ropa le quedaba cómicamente grande.

-Hazle una carantoña al nuevo, anda… -dijo el de las cicatrices mientras daba un trago a su cerveza.

Bobby el flacucho se me acercó un poco.

-¡JODER! -solté.

Por poco no me caí de la silla del susto. Bobby abrió mucho la boca, dejando ver unos colmillos superiores imposiblemente largos. Sus ojos se llenaron de hebras negras, como si tentáculos de tinta se desparramaran desde la parte interna del glóbulo ocular hacia el iris, que a su vez se había vuelto completamente negro, como si la pupila lo hubiese cubierto en su totalidad. Las venas del cuello se le marcaban con violencia, y los pómulos y la mandíbula se marcaban, presionando contra la piel contraída.

-Vale, vale… Gracias Bobby -le dijo el camarero, dándole unas palmaditas en el hombro.

La cara de Bobby recuperó el aspecto que tenía hacía un momento, volviendo a la normalidad como si nada. Se alejó de nuevo, a su rollo.

-¿¡Pero qué cojones…!? -yo aún estaba agarrado a la mesa.

-Ese es Bobby, por cierto, llegó hace un par de años o tres. Tampoco sabía lo que le había ocurrido. Por lo visto estaba chutándose en algún cuchitril con alguien, y lo convirtieron. Hay algunos que simplemente lo hacen por sentirse poderosos, saltarse las normas… Se hacen los malotes, como adolescentes gilipollas. Normalmente suelen llevar pocos años cambiados y se creen inmortales o algo, una especie de superhéroes, o antihéroes… Esas mariconadas.

Seguí con la misma expresión.

-Para que lo entiendas mejor -siguió- te han convertido, ahora eres lo que tú llamarías un vampiro. O bueno… Algo parecido -en su rostro se dibujó una sonrisa socarrona. Dió otro trago.

-¿Qué…?

-Joder… -se levantó y me indicó que le siguiera.

Me llevó por un pequeño pasillo hasta lo que parecía el almacén. Estaba repleto de cajas llenas de botellas y barriles de metal de cerveza.

-Échame una mano, coge esos barriles vacíos de ahí, no pesan, tranquilo. Colócalos al fondo.

Hice lo que me pidió, en esos momentos no pensaba por mí mismo.

-¿A que no pesaban?

-No.

-Estaban llenos, los vacíos están en el otro lado -me miró-. No te ofendas, pero un chavalín como tú, que no tiene pinta de haber levantado una pesa en su vida no podría mover esos barriles llenos con esa soltura.

Recordé el baúl de Mario.

-Y seguro que has notado más cosas extrañas estos días, ¿me equivoco?

Me sobresalté. Le rehuí la mirada.

-Bueno… Algunas cosas, es cierto… -recordé el cadáver empapado en sangre de aquel tipo que quiso atracarme en el callejón la noche anterior.

-Comprendo cómo te sientes ahora, créeme. A todos nos ha pasado en algún momento.

Estuve un momento callado, mirándome los pies.

-Y… ¿Qué hago ahora?

-Ordena el resto de cosas -abrió los musculosos y tatuados brazos, señalando el almacén en su totalidad.

-¿Qué?

-No preguntes, que el mundo laboral no está como para mirarle la dentadura al caballo regalado. Cuando acabes sal y te doy un curso acelerado en la barra.

Me quedé parado, totalmente en blanco.

-¡Venga, a currar! -me dijo, chasqueando los dedos-. Por cierto, me llamo Rober y soy tu nuevo jefe -y salió de allí.

Miré todas las cajas y barriles. Ciertamente aquello necesitaba orden y limpieza. No tenía nada mejor que hacer, así que me puse a ello.

-Joder… Esto es de locos…