miércoles, 26 de junio de 2019

El Carnaval de Rievell

Aquella era una típica noche estival en Rievell; cálida, con una ligera brisa proveniente de los muelles. El aroma a sal marina se entremezclaba con el de las flores de la dama lunar, profundamente dulce.

La noche del carnaval de verano en Rievell era una antigua tradición que marcaba el inicio de esta estación. Famoso en prácticamente todo el mundo conocido, había gente de lugares lejanos, y no tan lejanos, aquellos que se podían permitir el coste del viaje y la estancia, ricos burgueses y nobles, mercaderes que buscaban hacer fortuna durante la semana que duraba la festividad, artistas itinerantes, desde músicos y actores y bailarinas hasta tragafuegos, equilibristas, encantadores de animales con todo tipo de bestias extrañas de tierras más allá del mar…


Era aquella una semana extraordinaria en todos los sentidos, pero el día más emotivo sin duda era el penúltimo. Siempre coincidía con la luna llena al anochecer, no importaba que día fuera.

Las jóvenes muchachas pasaban el día ajetreadas, preparándose para el atardecer, muchas en grupos, siempre sonrientes y alegres. Por la noche, con la brisa marina y el aroma de la dama lunar su amado intentaría encontrarlas entre las atestadas calles, o en algún rincón apartado. Tarea que no resultaría sencilla.

La tradición marcaba que las doncellas portaran una máscara, y fuesen vestidas con sus mejores galas y emperifolladas con perfumes embriagadores; su amado tenía la tarea de salir en su búsqueda. Por supuesto esto lo hacían tanto las mujeres con pareja, para reafirmar su relación, como las doncellas, para encontrar a su amor esa noche, o más bien para que su amor las encontrara a ellas… O el destino hiciese que se encontrasen, como rezaba el pregonero con los últimos rayos de sol.



Emar se encontraba en la posada, junto con Frey y Adnor. Habían llegado el día anterior a Rievell, y Brie se lo llevó nada más establecerse en la posada para enseñarle la ciudad y todas las maravillas que ofrecía el carnaval mientras Frey y Adnor fueron a pedir audiencia con el Conde mercader Petrius Lagaye. Ella se había criado allí, así que fue la mejor guía que se podía pedir.

-De pequeña me daban mucho miedo los tragafuegos, siempre me apretaba los oídos y los ojos con los brazos para no ver y oír nada -sonreía como sólo ella sabía hacerlo-. Qué estupidez, ¿no? Cuando crecí un poco me di cuenta y no lo hice más. ¡Entonces salía corriendo a todo lo que me daban los pies! -se rió con ganas-. Es mucho más práctico si crees que estas en peligro.

-¿Nunca probaste a tirarles un cubo de agua en la cara? Es mas práctico aún, y te cansas menos…

Brie reía, le llevaba de la mano casi a rastras de un puesto de mercaderes ambulantes a otro, se paraba a mirar los exóticos artículos que exhibían, las brillantes sortijas, anillos, pulseras y collares, artesanía local, obviamente no eran las carísimas joyas con las que se adornaban las damas nobles o las mujeres e hijas de los ricos mercaderes, pero poseían una magia que éstas, por mas dinero que costasen, no tenían. Tanto Brie como Emar se quedaron absortos mirando todas esas cosas un momento, hasta que Brie le cogió el brazo de nuevo y lo arrastró casi danzando a saltitos hacia un improvisado corro de gente que escuchaba atenta la música que manaba de los instrumentos de un grupo de artistas itinerantes.
Así de ajetreado había sido el día anterior. El presente, en cambio, no podía estar siendo más calmado. Era mediodía, y no había visto a Brie desde que se fue a su habitación a descansar la pasada noche.

Se había pasado la mañana jugando a las cartas con Frey y Adnor, que sorprendentemente estaban muy dicharacheros (o algo bebidos) y no paraban de soltarse chanzas y chistes de los cuales, más sorprendentemente aún, los más graciosos eran los del enorme strog.

-Tú contento, capitán. Perder peso en los bolsillos y así menos trabajo para mujeres con máscara -Adnor soltó lo que pareció una carcajada, sorprendentemente.

-Sí, además el que tiene el dinero paga las rondas, créeme mi grande y grisáceo amigo, cuando te digo que una bolsa llena sólo trae molestias. La bolsa llena de otro en cambio, sólo tiene ventajas.

Siguieron riendo y bebiendo. Emar nunca había visto a nadie a esas horas con tanto alcohol en el estómago, la mayoría ya lo habría echado.

-Eh chico, ¿quieres otra?

-¡No!, digo… No gracias, con dos ya voy servido… -era verdad, aquella cosa que estaban bebiendo sabía a rayos, y además estaba notando un mareo considerable.

Frey sonrió mirando a Adnor. El strog a su vez miró a Emar.

-Chico… -se señalaba la cabeza con cierto aire suspicaz, aunque su vocabulario, y teniendo en cuenta que el strog no dominaba muy bien de por sí el idioma común occidental, en esos momentos de suspicaz no tenía nada por lo visto, efecto sin duda del infame brebaje-. Listo.

-No, chico tonto -sentenció Frey-. Hoy no es un día para estar sobrio, ni para guardarse para nada….

Emar se sintió sonrojar un momento.

-Mañana seguiremos nuestro camino, y no querrás recordar nada de hoy.


Siguieron con la partida y la bebida. Emar no. No le iban a convencer, quería recordarlo todo de ese día, igual que del anterior.



Habían ido hasta Rievell para pedirle el favor al Conde mercader Lagaye de que embarcara a Brie en uno de sus barcos hacia Asten, de alguna manera Lagaye le debía un favor a Frey, o algo parecido, Frey nunca hablaba demasiado de su relación profesional con el conde mercader, Emar pensaba para si mismo que quizá fuese algún asunto turbio.

En Asten, por lo visto vivía una tía de Brie, que la había estado buscando durante más de diez años, desde que se enteró de que la madre de la muchacha había perecido debido a la fiebre. Emar se dio cuenta cuando se enteró de por qué llevaban a Brie a Rievell de que en realidad sabía muy poco de ella, pero aun así, no se la podía quitar de la cabeza.

Esperaba poder hablar un rato con ella a solas, que le contara algo más, por qué pasó todo ese tiempo sola, por qué se fue de Rievell…
Por eso no quería acabar como una cuba antes de la tarde. Pero por lo visto, si el día seguía así podría ser que no tuviera la oportunidad de esa conversación. De conocerla mejor.



Por la tarde, una hora después de haber comido un delicioso estofado de patatas y carne de cerdo, y estando sentado en el fondo del salón con Adnor, que parecía dormir una placentera siesta, la vio entrar por la puerta, cargando con un gran saco de arpillera.

Lo miró fugazmente y se dirigió hacia las escaleras, a su habitación, en el piso de arriba. Emar la alcanzó cuando ponía un pie en el primer peldaño..

-¿Te ayudo?

Brie se giró, como sorprendida.

-No, tranquilo, no pesa… Espera un momento.

Brie subió. Al momento volvió, ya sin el saco.

-Gracias por ofrecerte a ayudar, eres un sol -Emar hizo lo posible y lo imposible por no sonrojarse ni nada por el estilo-. ¿Te acuerdas del sitio que te enseñé ayer?

-¿Cuál de ellos? Eres una guía estupenda, me enseñaste media ciudad en un día- dijo Emar sonriendo.

-La calle de la herrería de Wilhem el grosero.

-Ah sí, me acuerdo.

-¿Te importaría…? -Brie parecía estar buscando las palabras correctas para pedirle un favor-. ¿Te importaría ir allí un poco antes de las nueve campanadas?

-¿Estará el herrero allí hoy a esa hora?

Brie se quedó un momento mirándole como sin comprender. Y se rió.

-Estará. ¿Podrás ir?

-Si, claro, aunque tendré que consultar a mi ayudante para comprobar si tengo un hueco en mi apretada agenda para esta tarde -dijo Emar señalando hacia donde dormitaba Adnor, con los enormes brazos cruzados sobre el pecho y la cabeza gacha. Brie sonrió-, pero creo que sí podré. ¿Tienes algo encargado?

-Si. Es…, bueno, ya lo verás, tu sólo llama a la puerta, parecerá que está cerrado y no hay nadie, pero él ya sabe que vas a ir.

Emar asintió.

-Entendido, volveré lo más rápido que pueda con ello.

-No hace falta que corras para volver, tómate tu tiempo si quieres, disfruta la despedida del carnaval…

Brie se volvió para subir de nuevo las escaleras.

-¡Brie! -giró la cabeza hacia él de nuevo-, precisamente te iba a decir si querías hacerme de guía otra vez esta noche y enseñarme la fiesta de despedida del carnaval. Siempre va bien que alguien que conoce las costumbres te las explique…

Emar esperó un momento la respuesta, un momento demasiado largo para sus nervios. Brie lo miraba.

-Lo siento, no… -a Emar se le cayó el alma al suelo-. No creo que pueda esta noche, he de hacer algo.

-Ah, entonces… Bueno, tranquila no pasa nada. Le preguntaré a Adnor si tiene ganas de estirar las piernas un poco…

-Yo que tú no lo haría, créeme. No le gustan mucho las fiestas. Bueno, hasta luego… Y lo dicho, no tengas prisa.



Emar volvió al rincón junto al robusto strog. Se sentó y siguió leyendo su Bestiario Antiguo del abad Laurentiu Roches. O al menos lo intentó.

-Tú hacer bien antes, no beber mucho.

-¿Cómo? -la voz ronca y profunda del Strog, que aparentemente dormía, le sorprendió.

-Después querer recordar. Todo.

Se quedó mirando un momento a Adnor, que seguía con los brazos cruzados y la cabeza gacha, apoyada en el enorme pecho. No abrió los ojos, y no dijo nada más.

El corpulento guerrero Strog a veces le hacía pensar que era mucho más que eso. Debía de haber pasado por muchas cosas y, lejos de ser un simple matón mercenario de poco cerebro, parecía que era alguien de quien se podía aprender mucho de la vida y sus altibajos, por muy simple que fuera su manera de expresarse, o las diferencias raciales y culturales que pudieran existir entre los strog y los humanos.





La tarde pasó lenta, aburrida. No para el resto del mundo, por lo visto. En la posada comenzó a haber movimiento bien entrada la tarde, a un par de horas del discurso de los pregoneros. Muchas mujeres salieron a la calle, riendo y cuchicheando entre ellas mientras se lanzaban elogios por tal o cual detalle de su indumentaria, o por lo colorido de sus máscaras, o por las bromas que se hacían unas a otras tratando de averiguar cuánto tardaría la pareja en cuestión de cada una en encontrarla.
La verdad era que iban todas impecablemente ataviadas, y una nube de perfumes caros las seguía al pasar. Por supuesto, debían de ser todas de buena casa, extranjeras a las que su rico marido había llevado de viaje romántico a la mayor festividad de la Ciudad de las Nereidas, como también era conocida Rievell.

-¡Míralas que contentas ellas! -Frey había llegado hacía unos diez minutos y ya se había acabado su primera pinta-. Esta noche unos besitos por aquí, unos arrumacos por allí, te juro amor eterno con la luna llena como testigo… Y el mes que viene todo olvidado.

Adnor dio un pequeño bufido.

-¡Venga grandullón! No me dirás ahora que eres un pardillo romanticón tú también ¿no?

-No. Pero hay que… -frunció el pronunciado ceño, buscando las palabras correctas para lo que quería expresar-, saber valorar todas las cosas.

Esta vez fue Frey el que resopló, más fuerte, justo antes de levantarse riendo a por otra pinta.


Al cabo de un rato empezaron a salir hombres, también con sus mejores galas, aunque a la gran mayoría no les favorecieran tanto como a sus esposas y parejas. Ellos en cambio no se prodigaban en risitas nerviosas ni cumplidos. En su lugar hablaban de temas más corrientes y aburridos, como el estado de sus tierras, las rentas, y cualquiera de esas cosas que les gustan a los ricos acomodados, y que para cualquier otra persona no tienen importancia alguna.

Frey volvió a carcajearse.

-Venga, vamos a hacer el paripé un rato para tenerlas contentas y que no nos den por el culo durante una temporada con sus desvaríos… ¡Cariño, no me escuchas!,¡A veces pienso que sólo te casaste conmigo por mi familia! -Frey ponía una estúpida voz cómica, aguda y muy nasal de mujer-. O mi preferida: ¡Antes no eras así!

Dio un gran trago y siguió riendo, con un hilillo de cerveza cayéndole por la comisura de la boca.

Strog negó con la cabeza, con una media sonrisa y bebió también.

-Perdonadme, tengo que salir a hacer algo -dijo Emar levantándose con cuidado para no empujar sin querer a un hombre que hablaba sin parar de las políticas expansionistas del gremio de mercaderes de Rievell con sus colegas.

-¿Y eso? -Frey le miró con sorna-. Chaval, si tienes ganas de marcha, en el puerto hay un sitio en el que no resulta muy caro, y puedes tener menos problemas que si lo intentas gratis con una noble enmascarada… -se detuvo un momento, dubitativo-. O más, dependiendo de la higiene…

-Si, claro. Si alguna vez me vuelvo un amargado como tú seguiré tu buen consejo -Emar se sorprendió a si mismo por la contestación que le dio, porque parecía en verdad estar un poco amargado, quizá no tanto como Frey. O quizá sí.

El mercenario miró fijamente a Emar durante un par de segundos, sin expresión aparente, aunque se notaba algo de tensión en su rostro.

-Lo que tú digas chaval, pero no hagas que tenga que ir al calabozo a sacarte a rastras -dejó de mirar al chico y dio otro trago de su jarra-. Puede que esté demasiado amargado como para hacerlo.

-Tranquilo, no tardaré.


Salió de la posada y una fresca brisa le acarició la cara.


Ahora en cierto modo se sentía mal por haberle hablado así a Frey, pero ya llevaba oyendo más comentarios cínicos y sarcásticos de los que sus oídos podían admitir en un par de días.
No sabía porqué, pero Frey había estado especialmente insufrible desde poco antes de llegar a Rievell, cuando por los caminos comenzaron a toparse con las comitivas de las gentes de otros lugares que acudían a los días grandes del carnaval.

De todas maneras, ahora tenía sus propias cosas que lamentar, sus propias razones para auto compadecerse, así que dejó de pensar en lo que le había dicho a Frey y comenzó a pensar en lo que se iba a decir a sí mismo durante mucho tiempo para soportar el desánimo.



Le costó más tiempo del que esperaba llegar a la calle de la herrería de Wilhem el grosero. Realmente había una marabunta de gente por las calles más céntricas de la ciudad. Había que andarse con especial cuidado por esa zona porque era a la que acudían las gentes de alta alcurnia, de Rievell y de cualquier otro lugar; si Emar hubiese empujado sin querer o pisado el pie a cualquier señoritingo o señoritinga sí que podría haber acabado en el calabozo como había aventurado Frey en la taberna, o incluso algo peor. Aquello era irónico desde el punto de vista de Emar, pues para los nobles el peligro radicaba más bien en los barrios de las afueras, donde según ellos vivía la “chusma”.

Tras conseguir salir del laberinto de las calles céntricas, enfiló la cuesta de la calle de la herrería en donde tenía que recoger el encargo de Brie. Aquí no había ya tanta gente.
La calle subía transversalmente a la falda sur del monte Rievell, que daba nombre a la gran ciudad mercante.

Al llegar frente al portal de la herrería, Emar comprobó que estaba cerrada. Se acercó a la puerta y dio unos golpecillos con los nudillos. Esperó. Nada. Volvió a llamar, con más fuerza. Esperó, aguzando el oído. Nada. Intentó asomarse a uno de los pequeños ventanales que daban al interior, pero las protecciones de madera estaban echadas por dentro. Volvió a llamar, esta vez sin pudor alguno. Cualquier vecino se habría dado cuenta de que alguien estaba golpeando la puerta de alguien. Nada, si el herrero había estado allí, ya se había ido.

Oteó la calle de arriba abajo. No creía haberse retrasado demasiado, pero la culpabilidad ya comenzaba a carcomerle el cerebro. Brie le había pedido una cosa, una sola cosa y bien sencilla.

-Por favor, que no se haya ido ya a su casa…

Mientras sopesaba en su cabeza la disculpa que iba a ofrecerle a la joven cuando acudiera a ella sin su paquete, volvió a mirar hacia todas las direcciones, con la esperanza de que quizá el herrero hubiera salido un momento a hablar con algún vecino o entregar algún pedido o lo que fuera. Cualquiera que lo viese con aquella expresión rayando la súplica, diría que aquel muchacho andaba perdido en la ciudad, buscando el camino de vuelta a su casa o a donde quiera que estuviesen alojados sus padres.

Paró la mirada en una figura a lo lejos. Juraría que le había hecho una seña. Efectivamente, le estaba haciendo señas para que se acercara.

Fue hasta la altura de la calle en la que había visto a aquella persona, una esquina donde comenzaba un sendero que subía por la falda de la colina, pero ya no estaba allí. Miró hacia el sendero y la vio, a lo lejos. Le volvió a pedir que se acercase con un gesto.

Emar subió por el sendero. En un momento dado, un escalofrío le recorrió el cuerpo. Miró hacia atrás. Estaba lo suficientemente alejado de la calle de la herrería como para que nadie oyera su voz en caso de pedir auxilio. Plenamente consciente de que podía estar dirigiéndose a una emboscada para robarle hasta el último bien que llevase encima o algo peor, comenzó a retroceder haciendo el menor ruido posible.

Oyó un silbido a sus espaldas y echó a correr.

-¡Emar!

Se detuvo, sin aliento. Se giró y vio a la figura encapuchada, que por su voz no podía ser otra persona que…

-¡Brie!¿Qué…, qué haces aquí?

Sus carcajadas ya la habían delatado del todo, pero por si cabía alguna duda, el echarse atrás la capucha que le cubría la cabeza y parte del rostro la disipó.

-Siento haberte asustado… -dijo ella, sin poder contener aun del todo la risa.

Emar pasó de golpe de estar pálido a ruborizarse.

-¿Pero que…?

-Quería darte una sorpresa, pero no caí en lo extraño que resultaría que una encapuchada desconocida te atrajera por un sendero a un lugar apartado. Perdón por el susto.

Lo dijo sin poder dejar de reír.

-¿Pero entonces lo del herrero…? -comenzó a preguntar Emar, señalando hacia la sucesión de pequeños edificios que se apiñaban unos al lado de otros y se extendían flanqueando la calle que subía por la falda de la colina.

-Era una treta. Cuando creíste que quería que vinieses a la herrería específicamente lo aproveché. ¡Ven! -volvió a hacer un gesto con la mano como los de antes, y siguió el sendero que subía hacia la cima de la colina.

Esta vez sí, con un alivio tremendo que paliaba un poco lo vergonzoso de la huida, Emar siguió a Brie.


Al cabo, tras un ascenso que en las últimas docenas de pasos comenzaba a hacer mella en la resistencia de ambos, llegaron a la cima de la colina.

Había allí una porción de terreno más o menos plana, que acababa por el lado que daba a mar abierto, al este, en una pronunciada pendiente de unas cuarenta varas de altura, hacia la playa de guijarros cercana por el norte al barrio del puerto.

Emar giró sobre sí mismo, lentamente, apreciando las fabulosas vistas que ofrecía aquel lugar.

Al sur, justo abajo, se extendía la ciudad mercante de Rievell en todo su esplendor. Anclados en el gran puerto se apreciaban los mástiles de un gran número de naves, entre simples barcazas de pesca en la zona más al norte,  urcas mercantes en el muelle más amplio, que contenía en sí buena cantidad de atracaderos más pequeños, y embarcaciones personales de todos los nobles extranjeros que habían decidido acudir al carnaval por mar, en el muelle privado más hacia el sur, justo en la curva que trazaba el litoral con el estuario de la desembocadura del río Soren.

Al oeste el curso del Soren remontaba por la campiña de Rievell hacia el principio de la cordillera del norte. Emar sabía que seguía hasta mucho más allá, sirviendo de límite entre el reino de Romeda, al norte, la campiña de Rievell, el ducado de Bregnac más al oeste y finalmente el gran reino de Calenne, al noroeste.

Al norte de la colina se extendían tierras de cultivo y granjas. Finalmente, al este el golfo de Rievell se abría majestuoso hacia el mar de Inamel.

-Vaya… Menudo sitio -dijo Emar, sin dejar de mirar a su alrededor.

-¿Verdad?, es alucinante.

Brie se sentó cerca del precipicio, sobre un saco de arpillera extendido en el suelo, parecía que a modo de mantel. Miraba hacia la ciudad.

-Ven, siéntate.

Emar obedeció. A su vez, Brie sacó otro pequeño saco lleno de entre los pequeños arbustos a su espalda. Comenzó a sacar las cosas de su interior. Una hogaza de pan, tres manzanas, una pequeña cuña de queso, un racimo de uvas bien gordo, e incluso algo de carne de cerdo curada. También sacó una bota llena.

-Es agua, lo siento -dijo la muchacha, con una sonrisa risueña mientras le entregaba el pellejo lleno de agua y cogía una loncha de cerdo-. Oh, espero que no te importe, no he podido conseguir vasos.

-Tranquila -Emar bebió un trago y miró a Brie-. Así que era todo para darme esta sorpresa. Lo del herrero digo -ella asintió, con una sonrisa-. He de reconocerlo, me la has colado bien.

-Demasiado bien diría yo -soltó una risita-. Cuando has salido corriendo me he sentido fatal por haberte asustado.

-¿Ah sí? -repuso Emar, reprimiendo una sonrisa-. Cualquiera lo diría, te has reído bien a gusto…

-Lo siento -respondió Brie, ésta vez riéndose de nuevo como antes.

Una leve brisa removió los cabellos oscuros de la muchacha. Emar se sorprendió mirándola fijamente, embobado. Inmediatamente apartó la vista, cogió un trozo de pan y le dio un mordisco. El cielo se había teñido con los colores ocres de los últimos rayos de sol, al que no le quedaba mucho para esconderse por el horizonte de la campiña de Rievell.

-Esto es precioso, pero se nos va a hacer de noche… -comenzó a decir Emar.

-Tranquilo -le cortó ella, mostrándole una especie de garrote-, he pensado en ello. No tenía suficiente dinero para comprar una lámpara artesanal, pero me las he arreglado para fabricar una antorcha.

-Has pensado en todo…

Emar no sabía qué decir. Una vez dejado atrás el vergonzoso momento de su huída cuesta abajo y la sorpresa inicial de descubrir que Brie lo había preparado todo aposta para enseñarle aquello, se daba plena cuenta de que estaba allí con ella. De que iban a cenar ahí y pasar un buen rato a solas.
Aquello era mucho más de lo que se había atrevido a imaginar cuando intentó pedirle ir a la celebración de la última noche del carnaval juntos.

Tras unos instantes de silencio, Brie habló, para alivio de Emar, que no sabía qué más decir en ese momento que no sonara a relleno.

-Solía subir aquí para ver la celebración de clausura del carnaval cuando era niña -se rió-, bueno, cuando era más niña que ahora.

-No debe de hacer tanto de eso…

-Bueno, en realidad sólo lo hice tres años, y la última vez fue hace cuatro.

Emar iba a preguntar algo, pero se calló en el último momento. Le vino a la memoria su propio pasado reciente. No era agradable rememorar ciertas cosas, lo sabía. Pero para su sorpresa, Brie siguió hablando.

-No tenía aún siete años cuando me quedé sola -hizo una breve pausa, sin dejar de mirar el paisaje-. No tenía nada, así que me dediqué a mendigar por las calles. No te dejes engañar por la fama de la gran ciudad mercante de Rievell, cuando miras debajo de la alfombra aquí hay tanta miseria o más que en cualquier agujero maloliente del mundo. Y mucho peligro. Eso lo aprendí muy deprisa. Me las ingenié para convertirme en una sombra tras varios incidentes que podrían haber acabado muy mal. Me aprendí la ubicación de los rincones secretos seguros de la ciudad de memoria. Pronto todo se convirtió en una rutina. Fatal, pero rutina al fin y al cabo. Claro que muy de vez en cuando había momentos mejores que la mayoría, como por ejemplo cuando se me ocurrió subir aquí por primera vez la última noche de carnaval. Me gustó tanto que no falté los años siguientes.
»En momentos como esos me permitía soñar. Con ahorrar suficiente dinero para irme de la ciudad, quizá llegar a alguna aldea en la que hicieran falta manos para la cosecha, o para cuidar el ganado, o para hacer la colada, cualquier cosa con tal de vivir como una persona normal.

-Siento que tuvieras que pasar por todo eso…

-Gracias. Pero bueno, al final no me fue tan mal y aquí estoy, a punto de comenzar una nueva vida… Mejor, espero.

Sonrió.

-Seguro que es mejor. De hecho, te mereces que sea lo mejor posible.

Brie le miró, sin mudar la sonrisa.

-¿Sabes?, cuando estaba aquí me solía poner una máscara (por lo general bastante mal hecha) y también soñaba con que un gentil caballero venía a intentar que me la quitara y le enseñara mi rostro, como prueba de aprecio a su valentía.

A Emar se le aceleró un poco el pulso.

-Bueno, no soy un gentil caballero, y además salgo corriendo a las primeras de cambio pero…

Brie se echó a reír a carcajadas. Le contagió la risa.


El tiempo transcurrió mientras disfrutaban de la mutua compañía y se contaban historias divertidas e intentaban hacer parecer aunque sólo fuera por esa noche que las tristes nunca habían sucedido.

El sol fue cayendo hacia el horizonte poco a poco, hasta que las últimas luces del atardecer dejaron paso al azul cada vez más oscuro de la noche. Las primeras estrellas comenzaron a titilar, como acabadas de despertar. La luna se mostraba ya por encima del golfo, algo anaranjada aún.

-No conozco a mi tía, creo que mi madre nunca me habló de ella…-explicaba Brie.

-Y, ¿cómo sabes que es tu tía?

-Por el sello de su carta. Mi madre tenía uno igual -se sacó una medallita de metal por el cuello de su camisa, que llevaba colgada de un fino cordón de cuero negro. Era como una pequeña moneda, con una extraña figura en relieve-. Es una runa…

-¿Como las de los enanos?

-Más o menos… -se la volvió a guardar rápidamente, como si quisiera cambiar de tema.

-Debe de haber sido duro para ella también, seguro que ha estado buscándote todos estos años.

-No sé… Bueno, mi madre me contó alguna historia sobre sus padres, sobre cuando era pequeña, pero nunca me habló de ella, al menos que yo recuerde. Probablemente no se llevaran bien. Pero supongo que la familia es la familia, y mi tía no podía dejarme abandonada a mi suerte cuando se enteró de lo sucedido. La verdad es que prefiero no pensar mucho en ello. Espero poder llevarme bien con ella, al fin y al cabo va a acogerme en su hogar.

-Sí, tienes razón -a Emar se le torció el gesto-. Podría no hacerlo, quiero decir, la familia no siempre es la familia para todo el mundo… -recordó la paliza que había recibido al acudir a la casa del hermano de su madre después de que su aldea fuera arrasada. Casi le costó la vida.

-Claro… Hay gente de todo tipo supongo… Lo siento -Emar la notó un poco insegura al decir aquello.

-No te preocupes, es agua pasada.

-Entonces, ¿seguirás con Frey y Adnor? -preguntó Brie.

-No tengo nadie más a quien acudir, así que si no me dan la patada sí, seguiré con ellos.

-Bien, Frey me ha dicho cómo podría contactar con él, por lo que pudiera pasar. Así podré escribirte -sonrió.

Aquella sonrisa se iba a quedar grabada en la memoria de Emar, y jamás la olvidaría del todo.

Brie se llevó la bota de agus a la boca, y dio unos tragos. Se detuvo inmediatamente al divisar algo a lo lejos, en la zona donde debía estar la Plaza de la luna, la gran plaza central de la ciudad de Rievell, que daba a la gran avenida del puerto.

-¡Ya va a empezar! -la muchacha echó mano rápidamente de un bulto envuelto en tela vieja, que había mantenido cerca todo el tiempo.

El bulto contenía una máscara. La luz de la luna llena permitía verla con cierto nivel de detalle, aunque no del todo bien. Era de un color oscuro, posiblemente negro o azul y de ella colgaban una especie de hebras. Brie se la puso y como si de una orden se hubiese tratado, un resplandor iluminó la noche a su alrededor, acompañado de un sonido sibilante que fue ganando en intensidad hasta que explotó en un estruendo que debió de oírse a muchos kilómetros a la redonda.

Así comenzó el primer espectáculo de fuegos artificiales que Emar había presenciado en su vida. Al principio se alarmó, pero esta vez no salió corriendo. Brie le tenía la mano cogida, y miraba hacia las luces de colores, las chispas y el humo que ascendía desde la ciudad. Tenía la mitad superior de la cara cubierta con la máscara, pero no de nariz hacia abajo. Emar atisbó su sonrisa y se calmó.

Los estruendos y silbidos continuaron, y la noche se tornó en un espectáculo de luz, color y ruido. Las aguas del golfo pasaban de reflejar destellos rojos a amarillos, verdes, azules… En ocasiones todos mezclados, como si de un arco iris se tratase. El mosaico de fachadas y tejados que era la ciudad desde allí arriba se iluminaba intermitentemente, ofreciendo aún más valor al espectáculo. El sonido de las explosiones de los cohetes retumbaba en las calles adoquinadas, en los edificios altos, incluso en la montaña donde se encontraban. Por unos momentos el joven creyó estar en otro mundo.

Al cabo, el estruendo llegó a su punto álgido, tras lo cual disminuyó de intensidad rápidamente. Al acabar se oyó un silbido acompañando a una centella que ascendía hacia el cielo hasta explotar. Dos veces más sucedió aquello. El espectáculo había concluido.

Emar apartó la vista del lugar en el que la había dejado fija al comenzar aquello, y se topó de frente con la máscara, a escasos centímetros de su cara. Ahora la veía mejor, era morada, con unas líneas más oscuras formando ondulaciones en su superficie. Los bordes laterales estaban rematados en finas cintas de distintos colores, que caían danzarinas, mecidas por un suave giro de la brisa nocturna primaveral. Unos ojos claros como el hielo le miraban desde el interior de aquella preciosa obra artesanal. El aroma a dama lunar mezclado con el olor a mar, que ya no sabía si provenía de las aguas calmas del golfo o de aquellos ojos que reflejaban la luz de la luna y le miraban, azotó de forma definitiva sus sentidos.
Entonces ella, con mucho cuidado, como si temiera espantar a un pajarillo con cualquier movimiento brusco, se quitó la mascara. Con ella puesta o no daba lo mismo, Emar no podía fijarse en otra cosa que no fuesen aquellos ojos cristalinos que rebosaban un pálido fuego azulado y se le acercaban.



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