sábado, 18 de mayo de 2019

Levantia, capítulo 4.

4


Tras aquel encuentro, me sentí liberado, aunque algo seguía doliendo con respecto a todos esos recuerdos. Supongo que las personas más melancólicas siempre tenemos alguna razón para serlo. Además, mi situación económica ya estaba en alerta roja. De no cambiar nada, en un par de meses tendría que abandonar el piso. Mario y yo habíamos puesto un anuncio en busca de un compañero de piso más para aligerar la carga o para que no se tuviera que ir él también cuando yo me fuera, pero por lo visto a nadie le interesaba dormir en un sofá cama en esos momentos.

Finalmente tuve que avisar al casero de que el siguiente sería el último mes que pasaría allí. Mario, al no haber encontrado otro compañero no podía permitirse pagar el alquiler en su totalidad, así que hizo lo mismo que yo.

Esas semanas fueron una espiral descendente. No quería imaginarme la idea de tener que volver al norte, con mis padres. Además tendría que llamar primero, y debía hacerlo inminentemente. Por otro lado tampoco me atraía nada convertirme en un sin techo. La oferta de Nuria se me pasó un momento por la cabeza, pero realmente quedarme unos días allí no iba a solucionar nada, además no quería, demasiadas emociones implicadas, y no creía que vivir bajo el mismo techo nos fuese a ir bien ni a mí ni por supuesto a ella.

Todo se cerraba sobre mí, de hecho hacía días y días que sólo salía de casa lo indispensable para hacer las compras pertinentes. No tenía ganas de salir a darme una vuelta por el barrio, o ir a cualquier otra parte de la ciudad, si de todos modos iba a tener que abandonarla y probablemente no volvería ya. Al menos en mucho tiempo.

Un día decidí ir a la zona donde vivía de pequeño, para ver si podía dar con la casa exacta y los sitios donde tuviera recuerdos con mi abuelo. Al menos me llevaría eso, haber vuelto a estar allí, aunque fuese como homenaje a él. Cierto era que no sabía si estaría muy orgulloso de ver el fracaso andante en el que me había convertido.

Logré encontrar el parque al que solía llevarme a merendar muchas veces. Estuve un rato allí, sentado en un banco. Por supuesto, aquello había cambiado. Los columpios de antes ya no estaban, en su lugar habían otros más modernos y el pavimento y las cercas habían cambiado también, incluso veía los árboles distintos. Pensé que esa nueva imagen estaba un poco desalmada. El parque que yo recordaba era mucho más colorido y emocionante, variopinto, menos serio, menos… Planificado.

De allí pude recordar más o menos el camino a otros lugares, incluida la casa donde me crié.

Obviamente, ahora estaba habitada por otras personas. Me sentí tentado de llamar a la puerta, pero deseché la idea. Estuve un momento mirando, hasta que me vino a la cabeza que quizá alguien estuviese fijándose en ese tipo allí plantado que llevaba mucho rato mirando fijamente una casa y pensara mal.

Pasé por algún sitio más que recordaba. Todo estaba algo cambiado. Finalmente, por la tarde cogí el metro para volver a casa.





Ese mismo viernes, el último que pasaría allí, estaba en mi cama, dándole vueltas a qué iba a decirles a mis padres, porque tenía que llamarles ya. Era por la tarde cuando cogí el teléfono y busqué en los contactos. Tras dar un par de pasadas rápidas con el dedo, allí estaba el contacto. Lo había guardado como ZZZ para que siempre estuviera el último. Nada de mamá o papá o casa. Ninguna de aquellas palabras significaban nada realmente para mí si pensaba en ellos o en su casa. Miré la pantalla largo rato y finalmente dejé el móvil a un lado. Me puse a darle vueltas a otros asuntos, a rememorar, a imaginar qué hubiera pasado si… Cualquier cosa menos afrontar la realidad de aquel momento. Me estaba aferrando con toda mi alma a aquello, a los últimos tres años lejos de mi vida anterior. Había vivido el sueño que siempre soñé de niño, adolescente, y lo que llevaba de adulto antes de volver a la ciudad, durante tres años. No era suficiente. No quería volver a lo de antes.

«Esto se ha acabado, Fabio. Adiós libertad, adiós futuro, adiós vida» me dije, mirando el techo a oscuras de la habitación. Me quedé así, tendido en la cama, con la mente tan harta ya de dar vueltas sobre sí misma que no podía pensar más.

Hacía rato que se había hecho de noche cuando tomé una decisión. Era viernes y podía contar con los dedos de una mano (quizá de las dos) las veces que había salido de fiesta un fin de semana por la noche el último par de años, así que me dije que lo iba a hacer una última vez aunque fuese a solas. Me levanté, me comí dos triángulos de pizza sobrantes de la comida del mediodía y me duché. Luego me puse algo decente de ropa, cogí mi chaqueta negra de cuero porque a finales de octubre ya refresca considerablemente y salí de casa. No tenía en mente ir a ningún lugar en particular, pero necesitaba salir. Mario no estaba ese día porque había hecho un primer viaje para llevar sus cosas a casa de su padre, en un pueblo unos sesenta kilómetros hacia el oeste, en el interior, así que no iba a poder evadirme ni escuchando sus desvaríos, al menos no durante todo el fin de semana. No quería ni pensar cómo podría afectarme mentalmente.

Tras un rato caminando, me di cuenta de que tampoco tenía tanto dinero como para ir a ningún sitio en el que encima cobrasen entrada, e si iba a cualquier sitio en que no la cobrasen lo más que me podría permitir serían unas tres o cuatro cervezas, para nada suficientes ni para empezar a notar algo. Y quería emborracharme. No hasta el límite de ir haciendo eses y vomitando por las esquinas, pero lo suficiente como para ver el mundo de otra manera, ya me entendéis.

Me vino a la cabeza algo. Había oído hablar muchas veces de un lugar que no tenía muy buena fama. De hecho incluso existía leyenda urbana sobre él. Era una zona de las afueras, hacia el sur, en la que había algún garito de mala muerte. Se decía que había casos de personas desaparecidas vistas por última vez allí incluso, pero también había oído y leído a gente que había estado en persona y salvo decir que era aconsejable ir con mucho ojo, no mirar a nadie fijamente a los ojos y no meterte en los sitios en los que no debías meterte, tampoco era para tanto. Al menos si te iba el riesgo de pillar cualquier infección de la mierda que podía haber en alguno de los tugurios.

No me lo pensé dos veces; si me iba a ir ese mismo miércoles, ¿qué más me daba?. Podrían atracarme, ¿y qué? yo habría visto otro lugar célebre de la ciudad, y además, el poco dinero que llevaba en la cartera no me iba a salvar de nada, lo pero que podía pasar es que tuviese que volver andando. Cogí el metro y allí que me fui.

Ya me sorprendió que fuese el único en bajarme en aquella parada, aunque en realidad habían pocas personas más en el tren, así que podía ser totalmente comprensible. Cuando subí a la calle y noté el fresco aire de la noche comprendí un poco mejor la mala fama de aquella zona. A mi derecha e izquierda habían bloques de pisos viejos, de no más de cinco o seis alturas los que más, en los que no parecía vivir mucha gente; vi una farmacia que estaba de guardia un poco más adelante en mi misma acera, y en la otra parte de la calle un chino también abierto aún a esas horas. Como cualquier chino que se precie, son las farmacias de guardia de las tiendas, y encuentras uno incluso en los peores barrios, siempre dispuestos a ganar dinero sin importar los riesgos. Eso es de admirar, cuanto menos.

No había un alma por la calle. Saqué el móvil para orientarme con el maps y ver hacia dónde tenía que dirigirme desde allí para llegar a la zona de bares. Estaba unas seis calles más al sur, y luego otras cuatro al oeste. No tenía pérdida.

A medida que avanzaba vi alguna silueta aquí y allá, en su mayoría una persona por vez, cada uno a la suya, caminando ensimismados y sin prestar atención a nada más, como si tuvieran algo que esconder o algo de lo que esconderse. O tal vez fuese mi subconsciente, quizá porque ese barrio tenía una pinta más dejada y tétrica aún a cada manzana que dejaba atrás.

Al acercarme ya a la zona en concreto a la que iba, comencé a oír un poco más de ajetreo. La música que se escapaba del interior de un local al abrir la puerta alguien para entrar o salir, algunas voces de conversaciones, incluso carcajadas.

La calle en cuestión en la que me metí parecía bastante decente en comparación a todo lo que se decía de allí.

-¿Es entrada libre? -le pregunté a uno de los dos porteros que conversaban en la puerta del primer local que me encontré.

-Claro, estamos como para cobrar entrada encima -me abrió la puerta-. Pasa.

Le di las gracias y entré. Aquel hombre tenía razón, aquello tan solo estaría a un tercio del aforo del local y por la hora que era ya debería estar bastante más concurrido.

Me quité la chaqueta y fui a la barra. Un camarero que rondaría unos cuarenta años pareció agradecido de verme llegar. Le pedí una cerveza y me senté en uno de los taburetes de diseño en la misma barra. Miré a mi alrededor. A mi derecha, al acabar la barra, había una pista de baile no muy grande, pero al haber tan poca gente parecía enorme. A mi izquierda una zona de reservados, con mesas. La música que sonaba era muy comercial y el local, aunque no llegaba al nivel de otros a los que había ido en la ciudad, estaba bastante limpio y aseado, lo mismo que el camarero; la gente que había allí parecía bastante normal incluso algo pija.

Llegó el camarero con mi cerveza y después siguió a lo suyo. Comencé a pensar que me había equivocado de sitio o la zona había mejorado con el tiempo, o que directamente las leyendas urbanas eran totalmente infundadas. El caso es que me daba igual, porque lo que yo había ido a buscar, de momento lo tenía, hasta que se me vaciase la cartera al menos, que no sería muy tarde si bebía al ritmo al que lo estaba haciendo.




Estaba absorto en mis pensamientos melancólicos mientras miraba cualquier detalle de la decoración o alguna de las decenas de botellas de los estantes tras la barra, por mirar algo, cuando un contacto contra mi brazo y una voz me sacaron de mi burbuja.

-Vodka con limón -su voz era algo áspera, aunque melosa y firme, decidida. Era la voz femenina más atractiva que yo había escuchado nunca en persona, objetivamente hablando.

La miré un momento mientras se alejaba hacia uno de los reservados. Una densa melena negra y lisa le caía hasta la mitad de la espalda. Llevaba una chupa de cuero granate, unos pantalones vaqueros grises oscuros ajustados, y botas negras, con un par de dedos o tres de tacón. Debía medir sobre uno setenta y era de complexión esbelta. Se giró para sentarse en el banco tapizado que quedaba en la parte de la pared de uno de los reservados. No le vi bien la cara porque ya estaba lejos y en los reservados había algo menos de luz. Y también porque en cuanto se giró sólo tardé un segundo en volver la mirada a mi cerveza. La levanté y di un largo trago.

Quise seguir con mis propios pensamientos y lo conseguí tras unos momentos de dificultad.

Acabada esa cerveza y otra más me pedí la tercera. Una camarera había salido de la barra antes de que me acabara la primera con la copa de la mujer de la chaqueta roja para llevársela. Yo había mirado disimuladamente en un par de ocasiones hacia el reservado, pero rápidamente tuve que desviar la mirada, porque precisamente ella parecía estar mirándome.

Pagué la tercera al sacarla el camarero. Tan sólo había echado un par de tragos cortos cuando al dejarla de nuevo sobre la barra alguien la cogió a mi izquierda. Era ella. Me quedé mirando como un tonto al ver que se la llevaba a la boca y comenzaba a beber, y beber, y beber… Hasta que la volvió a posar vacía en la barra.

-Vaya, te debo una copa. ¿Qué bebes? -soltó, sin más.

Por un momento no pude apartar la mirada de sus ojos. Creo que nunca había visto un tono de iris tan oscuro en nadie. Parecía que si los mirabas mucho rato podías acabar cayendo desde el borde blanco y no dejar de descender, como en un pozo sin fondo. Su piel era algo pálida, lo que quizá acentuaba el negro de sus ojos, sus cejas y su cabello. Y el rojo de sus labios…

-Cerveza… -contesté, aún atónito por lo que acababa de presenciar. Por cómo se había bebido la cerveza de una sentada y por su rostro.

-No. No qué estabas bebiendo, qué vas a beber ahora.

-Me debes una cerveza, que vale menos que una copa, pero si insistes… Johnnie Walker con naranja.

-Mejor -sonrió al escuchar eso. La combinación de esa sonrisa con esos labios me dejó algo alelado-. Vodka limón y Johnnie Walker naranja -le indicó al camarero.
Esta vez ella esperó allí mientras nos servían. Tras esto, pagó, cogió ambas copas y volvió a dirigirse a su reservado, no sin antes girarse para indicarme que la siguiera con una mirada.

«La suerte es una hija de puta» pensé. No había tenido ni una pizca los últimos meses, tanto que la necesitaba, y ahora que ya estaba todo perdido acudía sacando pecho. Por supuesto la seguí. Me indicó que me sentara a su lado. Se estaba mucho más cómodo que en la silla de enfrente, obviamente.

-Es una estupidez que tú estés bebiendo solo allí y yo aquí, cuando podemos estar bebiendo solos en compañía -dijo.

Me quedé mirándola un momento, tratando de averiguar si me estaba tomando el pelo con esa frase. Supongo que adivinó lo que estaba pensando, porque volvió a sonreír con esa misma sonrisa pícara. Efectivamente se estaba quedando un poco conmigo.

-¿Cómo te llamas? -le dije mi nombre, relajándome un poco-. Fabio, suena bien. Yo me llamo Milena.

-Encantado. Y… ¿Haces mucho esto? Ya sabes, beberte de golpe la cerveza de alguien porque tienes algo en contra de que la gente beba cerveza, lo cual resulta un poco contradictorio en realidad.

Soltó una pequeña carcajada y asintió como para sí misma.

-No tengo nada en contra de que la gente beba cerveza, si realmente lo hacen porque quiere.

Me quedé sin mudar la expresión, intentando que no se notara que había dado en el clavo.

-Oh vamos, reconozco esa expresión a millas de distancia.

-¿Millas? -la miré, arqueando una ceja.

-No me seas pureta del sistema métrico decimal, no te pega.

-De hecho, soy de letras -sonreí.

-¿Ves? -bebió un trago de su vodka-. Como iba diciendo antes de que intentases desviar la conversación sin éxito, reconozco esa expresión. Yo misma he estado así y cualquiera que haya arriesgado algunas veces en la vida ha estado así. El caso es que no quiero beber sola y me sobra dinero, y tú quieres beber pero te falta. Quid pro quo.

Volvió a dejarme sin saber qué decir.

-Eso, no digas nada, bebe. Ya hablarás… -sonrió otra vez igual y ya me estaba empezando a afectar demasiado.




Seguimos bebiendo y hablando. Acabó haciéndome contarle mi precaria situación de aquél momento, no sé cómo.

-Te dije que conocía esa expresión… Pues es tu noche de suerte, no te preocupes por nada, corre todo de mi cuenta. Pero esta noche eres mi esclavo -se quedó un momento callada, mirándome-. Bueno, eso suena un poco heavy… Mejor puto. Sí, esta noche eres mi puto, ¿te parece bien?.

Parpadeé varias veces. Ya me estaba acostumbrando a que me dejara sin saber qué decir.

-Si me aseguras que no voy a tener que volver a casa hasta mañana a mediodía como pronto, acepto.

-Puedo asegurarte lo que yo quiera -me miró con una malicia divertida.

-Supongo que me tendrá que servir.

-Acábate eso, nos vamos a otro sitio, aquí huele mucho a rebaño.

Me pilló por sorpresa aquella… ¿Orden? Pero apuré mi cubata sin rechistar.




Salimos de ese local. Ella me cogió de la mano como si fuera su hermanito pequeño o algo así, casi tirando de mí. Pero justo al girar una esquina me quedó claro cristalino que no me iba a considerar su hermanito. Al menos no si no le iba fantasear con el incesto. Me empujó contra la pared de ese edificio y me besó como queriendo absorberme el alma. Al separar sus labios de los míos se me quedó mirando, como evaluándome. Sonrió.

-Tranquilo, sé que los hombres necesitáis una explicación para todo. Esto ha sido para dejar las cosas claras. Lo he hecho porque sí, porque he querido, no busques otra explicación, no la hay. Ya sabes, ahora te como la boca, luego te arranco la nuez de un mordisco y dejo que te desangres… Lo que quiera cuando quiera.

Me miraba fijamente. Yo me quedé con cara de circunstancias, ¿en qué lío me acababa de meter dándole bola a esta desconocida que podía perfectamente haberse escapado de un manicomio?

Se empezó a reír con ganas.

-¡Te hubiera encantado ver la cara que has puesto! -seguía riendo, mientras volvía a arrastrarme de la mano-. Tranquilo, no te voy a hacer daño -giró la cabeza para mirarme- todavía…

Volvió a reír con ese toque de locura.




A medida que caminábamos hacia donde ella parecía querer llevarnos, algo me decía que no era buena idea estar por allí. Nos metimos por una zona de callejuelas y callejones oscuros, algunos sin salida y esta vez sí que hacían mucha más justicia a los rumores y las cosas que la gente decía sobre ese lugar. Daba la sensación de que a la vuelta de cualquier esquina alguien aparecería desde las sombras para amenazarnos con una navaja, o algo peor. Comenzaba a experimentar algo que tenía que ser parecido a la claustrofobia. Era curioso, me di cuenta de una conducta que solemos tener los hombres, si yo hubiera estado solo en ese lugar, habría seguido acojonado igualmente, pero lo que más me preocupaba es estar allí con ella. ¿Por qué pensamos que ir con una mujer atractiva por una mala zona aumenta la probabilidad de tener problemas?¿Sería por simple pensamiento machista involuntario o habría alguna razón mucho más profunda y ancestral para ello, como el instinto protector?¿O simplemente sentido común, sabiendo la de escoria que hay en el mundo?¿Tal vez fuese porque solos sólo tenemos que preocuparnos por lo que nos pase a nosotros y con alguien más notamos cierta responsabilidad…?

El caso es que yo iba muy alerta. Agradecí que a ella no le diera por volver la mirada hacia mí en esos instantes, porque lo hubiera notado al momento.

Cuando nos cruzamos con un par de tíos con pintas sospechosas de cara a nosotros, el ritmo cardíaco me aumentó de golpe. Lo vi venir, por la forma en la que repararon en nosotros y cambiaron de actitud. Por la forma en la que se acercaban desde que nos habían echado el ojo encima.

Cuando estuvieron apenas a un par de metros de nosotros, se separaron inesperadamente, abriéndonos paso. Giré la cabeza un poco para echarles un vistazo con el rabillo del ojo y no perderlos de vista, mientras mi pulso seguía por las nubes. Noté que Milena me apretó ligeramente la mano por la que me sujetaba, como para llamarme la atención.

-Ahí -señaló con la otra mano a una puerta metálica, que parecía la de un cuarto de mantenimiento, pero en realidad era un local, como indicaba el tipo que había guardándola y el cartel de neón azul sobre ella.

Al llegar, el portero (que tenía pintas de motero chungo) me miró de arriba abajo, pero Milena, que seguía cogiéndome de la mano, abrió la puerta y me metió dentro. Me fijé que el portero casi ni reparó en ella.

Una sonrisa se me dibujó en la cara. La música que sonaba en aquel lugar me encantaba, puro rock metalero, incluso cosas más clásicas, nada de pijadas. El local estaba… ¿Cómo decirlo? Menos limpio que en el que estábamos hacía un rato. Con una disposición de elementos mucho más caótica, como si nadie se hubiese preocupado de la decoración; de hecho, podría decirse que los únicos objetos decorativos eran un extintor y poco más. La iluminación era bastante tenue, y la clientela… Mejor no mirar a nadie a los ojos, por lo que pudiera pasar.

Sí, aquel era uno de esos lugares a los que hacía referencia la gente cuando hablaban de ese barrio y la zona en particular. Y me encantaba. También podía ser porque en el interior del local me sentía más seguro que fuera, en ese laberinto de callejuelas estrechas y oscuras, y eso me hacía sentir muchísimo mejor.

Milena tiró de mi mano de nuevo. Fuimos a la barra, en donde dos camareras estaban ocupadas sirviendo a otra mucha gente.

-Dime -una voz masculina se alzó por encima del barullo y la música.

Casi de la nada había aparecido tras la barra un tipo en el que no me había fijado aún, al haber venido desde el otro extremo. Me quedé algo alucinado al mirarle. Mediría poco más que yo, sobre uno ochenta y cinco, musculoso pero sin llegar a pasarse, con los brazos (llevaba una camiseta de tirantes negra) cubiertos en su mayoría de tatuajes. Eso imponía, pero su rostro era lo que más llamaba la atención. Llevaba el pelo, oscuro pero con alguna cana, recogido en una coleta. Sus cejas, con una cicatriz en la parte exterior la izquierda, eran algo prominentes y daban a sus ojos color azul oscuro aún más personalidad. En las orejas llevaba varios piercing de aro. La piel de la cara tenía ya alguna línea de expresión, calculé que rondaría los treinta y muchos. Pero lo más llamativo no era nada de aquello. Distribuidas sobre su marcada mandíbula tenía unas cicatrices, que por su forma parecían de arañazos de algún animal, en vertical, tres en cada lado de la cara, como si la bestia hubiese querido arrancarle la cara con ambas manos y él la hubiese apartado justo a tiempo para evitar daños mayores. La barba de un par de semanas las resaltaba más. Debió notar que yo me había quedado pasmado, porque volvió la mirada hacia Milena para preguntarle a ella.

-¿Qué vais a beber? -lo preguntó sin mudar esa expresión estoica que ya traía.

-Vodka limón y Johnnie Walker naranja -contestó ella, luego se giró hacia mí.

Yo me fijé en que el tipo de la barra le echó una mirada frunciendo un poco más el ceño, y luego me miró a mí. Tras esto hizo como si nada y fue a por las botellas y los vasos.

-¿Qué te parece? -me preguntó Milena. Al estar yo más pendiente de aquél tío, entendí mal la pregunta y enarqué una ceja-. No el rajas ese, el sitio.

-Ah, me encanta. Parece que me hayas leído el pensamiento al traerme aquí.

-¿Y quién te dice que no? -otra vez “esa” mirada y yo perplejo, o tal vez ya le había cogido el juego y lo fingía. Sonrió-. Qué mono te pones cuando te quedas así…

-Te encanta tomarme el pelo, estoy empezando a pensar que sólo quieres que te acompañe por eso.

Levantó su mano y me colocó un mechón que me caía sobre el pómulo izquierdo tras la oreja, con una caricia.

-Me encanta jugar contigo, sí.

-Aquí tenéis… -el tío de la barra nos alcanzó las copas. Milena pagó, y sin esperar las vueltas cogió su copa por un lado y mi mano por otra y comenzó a guiarme de nuevo.

Cogí apresuradamente mi bebida. Ella no esperaba, se me llevaba sin más, sin preguntar ni dejarme tiempo a reaccionar con calma. Estaba empezando a volverme loco. En el buen sentido. Vale, puede que también un poco en el malo.

Fuimos a un rincón un poco menos iluminado incluso que el resto del local. Allí no habían asientos tapizados, pero nos sirvió con un par de taburetes metálicos altos. Ella se sentó en uno, colgó su chaqueta en el perchero que había en la pared a su alcance y yo colgué la mía. Dejé mi copa en el segundo taburete, apartándolo un poco, para que sirviera como mesa para dejar las bebidas.. Yo me quedé de pié.

-Entonces… -empezó a decir ella. Me acerqué para oírla mejor-. ¿Te vas de la ciudad esta semana?

La pregunta me impactó en la boca del estómago como si hubiera sido un puñetazo del tío de la barra. Había conseguido olvidarme por completo de la realidad desde hacía bastante rato.

-Sí, sí… El jueves… -ella sonrió-. A mí no me hace ninguna gracia…

-Me imagino las ganas que tendrás de apurar al máximo los últimos días aquí, sobre todo el último fin de semana…

Otra vez esa mirada y esa sonrisa tan seguras y pícaras suyas. Pero ahora me salté las reglas. Cubrí los treinta centímetros que separaban nuestras bocas a la velocidad del rayo. Ella me agarró de la camiseta atrayéndome más hacia si, abriendo las piernas. Nos besamos durante lo que me parecieron minutos, aunque en ese momento tenía totalmente fuera de servicio la percepción temporal. Al separarme de ella volvió a poner la misma expresión que antes de la reciente colisión frontal.

-Vas aprendiendo…

Eché un resoplido a modo de risa.

-No tengo mucho tiempo, he de ponerme las pilas.




Y me las puse. La conversación no volvió a temas tan neutrales y mundanos como qué me esperaba los próximos días. Por el contrario, subió de tono, esta vez también por mi parte, pero ella siempre iba por delante, llevándome a donde quería, cuando quería y como quería. Yo me afanaba por ganarle algún punto, pero ella siempre acababa ganando el set tras haber dejado que me hiciese ilusiones regalándome algún juego. Su intensamente dulce crueldad me estaba embriagando mil veces más que la música o la bebida. Y se me acercaba, me estrangulaba de ganas y justo antes de asfixiarme soltaba lentamente para volverse a alejar.

Me tenía completamente encadenado, hasta el punto que al cogerme de la mano de nuevo para irnos de aquel sitio, miré hacia mis pantalones, creyendo que me había derramado algo de bebida en el regazo. Por suerte la sensación de humedad la tenía sólo por dentro.

No había bebido ni por asomo tanto como para estar así, pero únicamente recuerdo mirarle embobado el culo y la melena mientras me volvía a arrastrar por las tétricas calles y algunas paradas en las que me empotró de nuevo contra alguna pared para volver a beberse mi alma con su boca sobre la mía. También creo recordar que alguien se nos acercó un momento. Juraría que estuve solo durante algún momento, o tal vez me lo había parecido. No podría asegurar prácticamente nada de ese trayecto si me hubiesen preguntado días después, sólo que iba con unas ganas delirantes de que Milena y yo nos destrozáramos a polvos allí mismo. Cosa que sucedió poco rato después, en su dormitorio. O al menos yo creía que era su dormitorio.

No recordaba algo igual con ninguna otra mujer en mi vida. No había otra emoción que no fuera pura lujuria. Ni miramientos, ni dudas. Nada de lo que podía darse en cualquier otra ocasión en la que te acuestas con alguien que acabas de conocer, pero a su vez, también era distinto de hacerlo con alguien con confianza como una pareja estable.

Nos arrancamos la ropa literalmente, a trancas y barrancas mientras nos movíamos de un lado a otro. Mi espalda golpeó, se apretó y frotó con muchas superficies distintas. Yo también noté mi pecho y mis caderas presionando su cuerpo contra cualquier tope, fuese pared o mueble, ni me fijé. Tras arrasar con la habitación como un huracán, caímos en la cama. Ella se sentó a horcajadas sobre mí. Sentía todo, incluso algo que yo sabía que no me cuadraba, aunque cuando lo descubrí no tenía la mente… Bueno, no tenía la mente, sin más, estaba completamente esclavizado por las ganas de seguir, quería comérmela empezando por todas las partes de su cuerpo. Lo hice. Y entonces caí en la cuenta de lo que me extrañaba. Mi piel estaba caliente, como es obvio. La suya no, tampoco fría, pero ni siquiera tibia. Como he dicho, ni me paré a pensar en que era una curiosidad algo rara. Seguí bebiéndomela a mordiscos. Después me coloqué encima y ella me aprisionó con sus piernas y sus brazos. Notaba la fuerza. Debía estar tan fuera de sí como yo, porque me apretaba realmente fuerte y entonces solté un gemido al notar cómo con sus uñas me rasgaba la piel de la espalda. Eso sólo hizo que aún la empotrase con más fuerza contra el colchón a cada embestida. Y a más violenta se ponía ella más lo hacía yo, era un bucle, nos retroalimentábamos, todo estaba fuera de control.

Y me mordió. Noté como si el esternocleidomastoideo se me estuviese retrayendo, como si se me fuese a “enganchar”. Era un pinchazo doloroso aunque no como para quejarse. Hasta que fue a más y me quejé un poco, intentando librarme de su abrazo para estirar el cuello y que no se me acabase de contracturar. Ella, con un impulso de cadera increíblemente fuerte me volteó, dejándome a mí abajo de nuevo. El dolor seguía, aunque ahora mi cerebro ya no le prestaba atención, habiéndose abandonado a los golpes de su entrepierna contra la mía, y a la sensación de placer absoluto con cada inmersión dentro de su cuerpo, notando cada milímetro de las entradas y las salidas.

Así llegué por segunda vez al clímax, y noté cómo descargaba dentro de ella. En aquel momento no habría podido pensar en las muchas razones que convertían en una tremenda locura e irresponsabilidad no usar preservativos. Más aún con una desconocida, porque al fin y al cabo lo era.

A pesar de la poca luz proveniente de las farolas de la calle que proyectaba sobre nosotros la ventana, podía verla en todo su esplendor sobre mí. Le acaricié los pechos con ambas manos, y luego fui bajando, acariciando todo su cuerpo, pasando por su cintura, culo y dejándolas finalmente quietas sobre sus muslos. Se besó la muñeca, un beso largo, lo cual me pareció una particularidad, otra de sus rarezas. Entonces bajó, pegó su torso contra el mío y me besó. Aún presionaba sobre mi cadera y yo notaba todavía el gusto. Su saliva sabía algo extraño, como a hierro, y era densa… Siguió envolviéndome en su cuerpo, aún frío. Quedé tan traspuesto que noté una sensación como de desmayo, muy mezclada con placer absoluto, y caí inconsciente.


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