domingo, 5 de mayo de 2019

Levantia, capítulo 2.

2


El piso no era gran cosa, pero seguía siendo mucho mejor opción que compartir uno más grande con otra gente a la que no conocía de nada, como les tocaba hacer a mucha gente. También era mejor que una habitación en una residencia de estudiantes.

Era el quinto piso de un bloque de cinco alturas, así que podía decirse que estaba en el ático… De no ser porque no era un ático, era exactamente igual a los cuatro pisos de debajo, pequeño y funcional. La puerta daba a un pequeño recibidor. A mano derecha un corto pasillo conducía a los dos dormitorios y al cuarto de baño. Desde el fondo del pasillo se salía a un patio interior, una pequeña galería, para tender la ropa y acumular trastos. A la izquierda del recibidor estaba la cocina, y justo enfrente de la entrada de la casa el salón comedor.

Me costó acostumbrarme a ese lugar, pero conforme pasaron las semanas lo iba sintiendo más un hogar (si es que en aquel entonces sabía lo que significaba eso). Ese par de meses antes de comenzar mis estudios en la universidad por fin (a mis veintitrés recién cumplidos), lo dediqué a conocer mejor el barrio y la pequeñísima parte de la inmensa ciudad por la que me iba a mover los próximos años. Aquello era enorme, realmente gigantesco. No lo recordaba así, aunque puede que fuera porque de pequeño vivía en otro sitio, más hacia el interior, al suroeste, en una zona residencial de las afueras prácticamente un pueblecito satélite y ahora estaba en la zona este, más cerca de la playa (aunque quedaba algo lejos aún así, como a un cuarto de hora en coche según el tráfico, más o menos). La ciudad estaba dividida en dos por el río Luna y su desembocadura, siendo la parte sur, en cuyo epicentro se extendía el distrito financiero, con los rascacielos más imponentes, y un poco más al este el casco antiguo, formando un contraste muy curioso, la mitad más extensa. Sólo había ido por allí un par de veces, quedaba lejos, algo al noroeste de donde yo me había puesto a vivir, así que se hacía casi indispensable coger el metro (también para no perderme entre tantas calles, claro), pero pasé una buena tarde maravillándome con los edificios históricos del centro, transportándome a otras épocas y creyendo que estaba en el renacimiento por momentos. El distrito financiero era impresionante, pero no me atrajo de la misma manera.

Poco más pude ver a parte de la zona de mi nuevo barrio y la del campus de la universidad, que estaba a veinticinco minutos en metro, hacia el suroeste de casa.



Todo fue a pedir de boca el primer año. Exprimí el cerebro estudiando como nunca,  pero al finalizar los exámenes en verano me sentía genial conmigo mismo, aunque los resultados académicos tampoco fueran nada del otro mundo, por decirlo de alguna manera. Después de varios meses dedicándome exclusivamente a acudir a todas las clases, estudiar y conocer algo mejor la zona de la ciudad por la que me tenía que desenvolver, empecé a trabajar a tiempo parcial en cualquier cosa que surgiera. El colchón económico se había reducido considerablemente y ya tocaba prevenir antes que pudiera ocurrir nada que no se pudiese curar. Así que básicamente iba un poco de culo y cansado, aunque seguía sin importarme, aún sentía la llama de la libertad recientemente conseguida por fin dentro de mí. A parte de esto, me fui habituando a la nueva rutina con normalidad.

El punto de inflexión, o más bien su inicio, vino durante el segundo año.

Conocí a Nuria en enero, casi al inicio del mes, en pleno periodo de exámenes. Fue una mañana, en la cafetería a la que solía ir a veces a tomarme un batido de chocolate (yo rarito hasta para la costumbre universitaria de hacerse adictos al café). El caso es que esa mañana el local estaba a reventar. Yo leía unos apuntes con el ceño medio fruncido. No quería volver a estar recluido estudiando al verano siguiente en su totalidad, además al haber encontrado un trabajo a media jornada en una planta de reciclaje (porque la cifra del dinero de la herencia que había en mi cuenta ya comenzaba a meter más prisa, haciendo que no bastara con un simples contratos de extras), debía sacar tiempo en cualquier situación para estudiar.

-Perdona -su voz cantarina hizo que perdiera la expresión de concentración y levanté la cabeza, sorprendido.-, ¿puedo sentarme?

Yo me quedé un segundo en silencio, lo que mi cerebro tardó en cambiar de modo estudiante empanado aislado del mundo a modo social.

-Sí, claro.

Le hice una seña con la mano hacia la otra silla de la pequeña mesa cuadrada, justo enfrente de mí. Ella sonrió.

-Gracias.

Dejó el café que llevaba en la mesa y se sentó. Yo le devolví una sonrisa fugaz de cortesía y volví a mis apuntes. Aunque mi cerebro parecía no estar de acuerdo en ello. Algo hacía que no pudiera volverse a concentrar en el estudio, como si hubiese olvidado alguna cosa. Volví a levantar la vista y la miré disimuladamente mientras ella escribía algo en su móvil. Ciertamente, con la primera mirada al llegar ella mi mente captó algo, pero no sabía el qué, y por eso no podía volver a los apuntes, tenía que llegar al fondo de la cuestión pendiente. Y la cuestión pendiente era un cabello liso tintado de rosa anaranjado, cayendo un palmo más abajo de sus hombros. Una piel clara ligeramente rosada. Unos ojos castaños muy claros. Y unos labios menudos y bonitos, que además al sonreír hacían que unos hoyuelos aparecieran un poco más allá de sus comisuras. Y justo por encima una nariz fina, pequeña, decorada con un también pequeño piercing plateado, cual peca brillante en la parte izquierda. Por lo que me había fijado al principio era algo delgada y no muy alta, aunque tampoco bajita.

Tras averiguar el por qué no podía volver a concentrarme miré de nuevo los apuntes. Fruncí el ceño a propósito, para ver si engañaba al cerebro, pero no lo logré. Alcé la mirada de nuevo y me crucé con la suya. La idea de volverla a bajar rápidamente no me parecía la mejor opción para salir del atolladero, era delatarme. Podía sonreír como un gilipollas y quedarme así, o decir algo. El problema era que no se me ocurría nada más que decir que “hoy está esto a reventar” o alguna estupidez así. Mientras me debatía entre qué mal menor elegir y sentía la necesidad de que la tierra me tragara ella me sacó del berenjenal.

-Eres de historia, ¿verdad?

-Sí… Sí, ¿por? -ni con la suerte de que ella hablase primero salí bien de la situación.

-Unos amigos míos también, te he visto alguna vez por la facultad estando con ellos.

Yo no solía juntarme con nadie, iba muy a la mía como era costumbre ya en mi vida, así que creí que se había confundido de persona.

-¿Me has visto con ellos? Creo que igual te confundes de…

-No, ¡estando yo con ellos! -se rió un poco.

“Joder, voy de mal en peor” pensé. Debía calmarme.

-¡Ah! -forcé una sonrisa lo mejor que pude- Perdona, es que estoy con la cabeza no sé dónde -dije, haciendo un gesto con la mano hacia mis apuntes. Cogí el vaso de batido y dí un largo trago para pausar un poco la interacción y respirar-. Voy un poco de culo, por falta de tiempo no me despego de los apuntes ni para tomar algo. Igual me está afectando a la cabeza ya -volví a sonreír, esta vez más naturalmente.

-Tranquilo, nos pasa a todos -ella dio un sorbo a su café, y al dejarlo no quitó las manos de alrededor de la taza-. Y encima este frío… Te envidio.

-¿Me envidias? ¿Por qué?

Me miró de arriba abajo rápidamente, como señalando algo.

-Vas menos abrigado que la mayoría, quiere decir que no tienes tanto frío -dijo, y me mostró sus dientes blancos con una leve sonrisa-. Encima yo es que además soy muy friolera.

-Ah… Es que he vivido muchos años en el norte, en un pueblo de montaña. Supongo que me acostumbré a las bajas temperaturas.

-El hombre de hielo… -rió.

Me hizo reír un poco a mí también, porque tenía sentido, con lo frío que resultaba yo al trato, no porque quisiera, si no por falta de práctica.

La conversación siguió un poco más fluida después de eso, hasta que me tuve que ir a clase. Salí de la cafetería con el pulso acelerado. No se trataba de que yo no estuviera acostumbrado a tratar con gente del sexo opuesto, había tenido algún que otro ligue allá en el norte e incluso una relación, que de hecho me dejó un poco tocado durante un tiempo, aunque quizá no lo noté tanto por la ya de por sí deprimente existencia que entonces llevaba. Mi nerviosismo se debía más bien a la falta de costumbre de relacionarme con otra gente sobre todo de mi edad. Pero eso remitiría en cuanto engrasara mis habilidades sociales un poco. El problema siempre fue que aquello era en lo que más procrastinaba.

Durante ese mes coincidimos algunas veces y cogimos más confianza el uno con el otro, hasta que un día vi la oportunidad de sugerirle hacer algo tras los exámenes. Para mi sorpresa, ella parecía haber estado esperando que se lo dijera. Recuerdo cómo sonrió, cómo me miró y cómo dijo que sí, que le encantaría.

Y así, en febrero comenzamos a quedar juntos. El primer día al cine, el siguiente a comer en un mexicano, el tercero me propuso ir a una exposición fotográfica… Le encantaba la fotografía, era una de sus pasiones. Siempre me ha gustado ver a alguien disfrutando y dejándose llevar por aquello que realmente le apasiona, sea lo que sea, y al ser ella aún me gustaba más.

En un par de semanas llegó ese maldito día de San Valentín (nunca me ha gustado, siempre me ha parecido una estupidez, aunque aquella vez iba a ser uno de los mejores días de mi vida, si no el mejor hasta aquella fecha).

Yo sabía que tenía que proponerle algo especial ese día. En las citas anteriores había quedado patente que sentíamos algo el uno por el otro, pero no habíamos dado el paso. O más bien yo no lo había dado, porque ella no había dejado de intentar crear oportunidades. Lamenté no haberme comprado un coche (de segunda mano, obviamente) aún, aunque realmente nunca me hizo falta, pero ese día podría haberla llevado a dar una vuelta, fuera de la ciudad, a algún sitio con vistas bonitas de las montañas cercanas. Cenar en algún restaurante apartado, tan tranquilos, dar un paseo después… Pero no tenía tiempo para adquirir un coche, aunque era algo a tener en cuenta si empezaba una relación con ella, o eso pensaba yo, por eso poco después compré mi Opel Astra negro del 2003. Pero en aquel momento, a días del “gran día” no tenía esa opción, así que pensé que podríamos ir a algún sitio por la tarde y luego cenar en casa (por supuesto, dejaría medio preparada la cena, para no tener que demostrar mis nulas artes culinarias delante de ella).

Por supuesto, aceptó cuando le propuse todo eso, aunque tener la certeza de que aceptaría no hizo que me costara menos. Durante la tarde paseamos por el centro histórico, tomamos un batido yo y un bombón ella, nos merendamos una napolitana de chocolate cada uno mientras caminábamos por el paseo al lado del límite sur del río, mientras a nuestras espaldas el sol comenzaba a recortarse contra las azoteas de los rascacielos del distrito financiero. Hacía una tarde más propia de la segunda mitad de primavera que del final del invierno, aunque algo fresca igualmente. Cuando se alzó una brisa fría y ya comenzaba a menguar considerablemente la luz rojiza del atardecer cogimos el metro para ir a casa.

Después de enseñarle brevemente el piso encendí la tele y le di el mando a distancia. Le dije que se sentara en el sofá, que no tardaría mucho en preparar la cena. Se negó, quería ayudar. Tras una intensa media hora para mí, poniendo todo mi empeño en que ella no se fijara en lo patoso que era en la cocina (más tarde supe que se había dado cuenta pero lo disimuló a la perfección), cenamos. Milagrosamente nada estaba asqueroso, de hecho estaba todo muy aceptable, aunque Nuria dijo que delicioso, claro.

Decidimos ver una película después. En realidad yo lo propuse en medio de una conversación sobre cine y ella asintió. En ese momento empecé a pensar que el plan que se suponía que tenía que ser especial por la fecha me estaba quedando como una mierda pinchada en un palo. No lo entendía, recordaba lo creativo y detallista que había sido en el pasado, pero parecía que mi exilio interior desde aquellos tiempos había oxidado esas cualidades.

Como pasó la primera vez que hablamos, ella me sacó del lío. Nos pusimos a fregar los platos y cubiertos de la cena antes de volver al comedor. En mitad de la tarea ella, divertida, sin yo esperarlo me tocó suavemente la nariz, dejándome un montoncito de espuma del lavavajillas pegado. Rió. Y ya no hubo película.

A la mañana siguiente, tras un buen rato en nuestro paraíso personal en el que no existía nada más que nosotros, salimos de casa y fuimos juntos a la universidad, aunque yo no tuviese clase hasta dos horas después que ella. La acompañé hasta la puerta de la facultad de periodismo, me besó y me dijo que ya me estaba echando de menos, antes de entrar incluso. Sonreí, la volví a besar… Es curioso cómo el cerebro recuerda detalles tan simples y pequeños de momentos tan lejanos en el tiempo pero sin embargo a veces no recuerdas qué cenaste anoche. En fin, así fue pasando el tiempo. No recordaba haber experimentado algo así nunca. Por primera vez en mi vida sentía algo en mi interior tan nítido que podía explicarlo fácilmente: me sentía en casa. El sentimiento que me había faltado desde que de pequeño pasaba tiempo con mi abuelo, algo muy similar. Era abrirse tanto a alguien, sabiendo que no había nada que temer, que estaba ahí sin condiciones…

Comenzamos a crear nuestro propio mundo, nuestro idioma particular, jugábamos con las ideas que nos inspiraba nuestro futuro común. Podíamos hacer lo que quisiéramos juntos. Y teníamos toda la intención de hacerlo.

Los meses pasaron dejando recuerdos. De los mejores recuerdos de mi vida, para qué mentir. A veces pasábamos días juntos, ella se quedaba conmigo en casa y todo parecía perfecto. Cuando dispuse de coche, aprovechamos algunos fines de semana para coger carretera y perdernos en cualquier dirección. En verano no tuve que recluirme tanto como el año anterior, gracias en gran parte al empeño de Nuria por motivarme para estudiar duro, así que también lo disfrutamos a base de bien.

Al comienzo del curso siguiente, sin trabajo ya y obviamente sin becas, tuve que hablar con el casero para que accediese a poner un anuncio y buscar compañero de piso. Era de esperar que algo se torciese un poco, tras todos esos meses en las nubes.

Así conocí a Mario, un tipo de un par de años más que yo, con el físico de monitor de fitness (de hecho aspiraba a ello), el pelo oscuro rapado por los laterales y la nuca y como unos cuatro dedos de largo arriba. Los ojos marrones bajo unas cejas oscuras y espesas y esa mirada particular suya de tío con graduación en la universidad de la vida le daban el aspecto perfecto de típico chulo de gimnasio/discoteca.

Para mi sorpresa (y la vuestra, admitidlo hatajo de superficiales) no era tan como se podía pensar a primera vista. Con los días me di cuenta de que era buena gente, aunque a veces se le iba la olla un poco, demasiados vídeos de automotivación.

La vida siguió, aunque ahora Nuria se quedaba menos en casa, obviamente. También se asentó nuestra relación, nos tomábamos todo con más paciencia.

Justo antes de las vacaciones navideñas tuve que vender el coche. Había estado haciendo cálculos y si no conseguía un empleo en ese momento tendría la cosa bastante cruda aún pagando ahora la mitad del alquiler Mario. No me podía arriesgar. En ese momento me reprendí por haber comprado el coche en un principio, pero la verdad es que los momentos que fui capaz de vivir gracias a ello no tenían precio. Aun así empezaba a sentirme un poco frustrado. Las navidades las pasé recluido estudiando. Nuria venía en alguna ocasión a casa y cenábamos juntos. Me propuso salir en Nochevieja con sus amigos. Yo apenas había estado con su grupo de amistades algunas veces, no se podía considerar que tuviese mucho trato con ellos, pero acepté, me vendría bien desconectar.
No sé si fue mi estado de ánimo o qué, pero la notaba un poco distante. Cuando llegó fin de año y salimos no mejoró mi ánimo. Esa noche me fui antes, estaba cansado y no tenía ganas de seguir viendo como todos se divertían y bailaban. Ella bajó la mirada cuando le dije que quería irme a casa, estaba a punto de coger su bolso y su abrigo y la paré, diciéndole que se quedara y que disfrutara, que yo estaba cansado y me estaba durmiendo ya. Tuve que pedir la ayuda de una de sus amigas para convencerla, pero al final lo conseguimos. Alguien se ofreció a llevarme, pero decliné la oferta educadamente. Me fui andando, a pesar de estar a una hora de casa a pie. Necesitaba un paseo para pensar.

Hacía frío pero era bastante soportable con lo abrigado que iba. El paseo vino bien, pero el pensar tanto no. No llegaba a la razón exacta de por qué me sentía tan bajo de moral. En aquel momento no lo veía con claridad pero era una mezcla de todo. La situación económica que se me iba formando en el presente y peor, en el futuro; el haber perdido esa libertad que daba tener un vehículo propio…  Y luego estaba ella. La notaba algo extraña desde hacía días. “Tal vez sea culpa mía, por cómo estoy” me decía a mí mismo. Pero eso tampoco hacía que mejorase. Luego empecé a pensar en si había sido buena idea irme de la fiesta, en si no debería haber hecho un esfuerzo por disfrutar con ella y sus amigos, aunque no tuviera ganas. Todo eso me pasaba por la cabeza en bucle, una y otra vez, hasta que por fin llegué a casa. Ella me había enviado dos mensajes al móvil y ni me había enterado. Uno decía que no se quedaría mucho rato, que se iría con una amiga en media o una hora. El otro que le avisara cuando hubiese llegado a casa, así que le respondí que ya había llegado y que se lo pasara bien, que no se preocupase. Aunque en el fondo en aquel momento no sentía realmente lo que le decía. Sacudí la cabeza y fui a la cama a intentar dormirme.

El mes de enero con los exámenes a penas hice otra cosa que seguir estudiando, aunque poco se me quedaba en la cabeza. Ella parecía la de antes de nuevo y eso aligeraba un poco la carga, pero mi cerebro estaba en las últimas, y a consecuencia mis ánimos seguían grises como nubarrones. No nos vimos mucho ese mes, pero en cuanto acabó, dormí casi un día entero y me despejé un poco, noté que las nubes comenzaban a disiparse en mi interior. Se me ocurrió que fuésemos un día a ver un musical famoso que a ella le encantaba y hacían esas fechas en uno de los teatros más importantes de la ciudad, pero cuando se lo dije me enteré de que ya había comprado entradas para ir con una amiga.

-Pero no pasa nada, ven con nosotras -me dijo-. Es que no creía que te apeteciera esto…

Realmente no me interesaban mucho los musicales, pero me hacía ilusión ir con ella, volverla a ver disfrutar, regalarle un momento feliz para compensar los últimos dos meses y poco en los que estar conmigo habría resultado un auténtico tedio, como poco.

-Tranquila, no pasa nada, ve con ella. Si voy yo la pobre se sentirá una sujetavelas -fingí la mejor sonrisa que me salió. Vi una expresión de tristeza en sus ojos-. Ve. Podemos hacer algo juntos al día siguiente.

Ella asintió. De repente yo volvía a dudar.

Y entonces llegó el maldito mil veces día de San Valentín, en el que además cumplíamos un año. Planeé volver a llevarla a los lugares donde estuvimos el mismo día hacía un año, con la excepción de que esta vez la cena sería en un restaurante, y luego tenía entradas para un concierto acústico de una banda que le había oído escuchar varias veces y sabía que le gustaba mucho.

Estaba esperando en la plaza de la estatua del ángel, uno de los sitios que más me gustaban del centro histórico de la ciudad, cuando la vi llegar. Se me dibujó una sonrisa en la cara cuando por fin la tuve delante.
-Estás preciosa, Nuri… -me salió del alma después de darle un beso muy lento. Ella sonrió un poco.

-Gracias…

Fuimos a tomar algo, yo volví a pedir un batido de chocolate. Ella en lugar del acostumbrado bombón pidió un café irlandés.

-Vaya, vas fuerte… -obviamente, yo lo decía por el toque de whisky.

Ella dio un trago largo. Luego miró alrededor, frotándose las manos.

-Hace frío… -dijo, por toda respuesta.

Empecé a sentir que algo iba mal, muy mal.

Tras acabar el café ella y yo el batido, mientras teníamos una conversación bastante formal, fuimos a pasear junto al río. No quiso la napolitana de chocolate.

Al poco rato, que se me hizo eterno porque yo intentaba sacar algún tema de conversación pero ella no parecía querer seguirlos, la cogí de la mano. No sé muy bien por qué lo hice, quizá fue un intento desesperado para romper ese hielo que parecía apoderarse de ella y que yo en realidad ya comprendía lo que significaba. Cogerla de la mano fue como un grito desesperado pero mudo.

Ella se soltó. Se dio la vuelta un momento, dándome la espalda y mirando hacia el río.

-Vale, ¿qué pasa? -me resigné a preguntar por fin, aunque en el fondo ya sabía qué pasaba. Mi corazón había comenzado a bombear la sangre más rápido hacía rato, como anticipándose al desastre, pero ahora la velocidad de los latidos era exagerada ya.

Fue hacia la barandilla que daba al río. Parecía que quería esquivarme a toda costa.

-Nu… -me cortó. Fue mejor así, porque la segunda sílaba la habría pronunciado con la voz un poco más rota.

-Fabio… -se giró por fin hacia mí, aunque no pudo sostenerme la mirada y la bajó. Yo seguí mirándola-. No sé cómo decirlo… No quiero… No… No mereces esto…

Solté un suspiro eterno y miré hacia un lado y hacia el otro, luego hacia el cielo.

-Lo siento… -dijo, con la voz ya muy temblorosa. Yo mantuve la mirada hacia las nubes.

Seguí así probablemente más de un minuto, y comencé a oír sus sollozos.

-Por favor dime algo…

Bajé de golpe la mirada hacia ella.

-¿Yo?¿Qué se supone que tengo que decirte yo?

Ella agachó la cabeza, y pude ver caer un par de lágrimas antes de que se frotara con el dorso de la mano para secarse. Una parte de mí muy grande me gritaba que la abrazase con todas mis fuerzas, pero otra, pequeña pero que había nacido y estaba decidida a quedarse y crecer, me lo impedía.

-Lo siento… -volvió a repetir.

Yo aparté finalmente la vista de ella.

-¿Por qué? -pregunté. Necesitaba saberlo con toda exactitud.

-No lo sé… No sé por qué. Hace un tiempo que no me siento igual… Y no sé por qué y me duele muchísimo…-ahora lloraba abiertamente.

-Puedo entenderlo, no he sido… Estos últimos meses he estado…

Ella negó con la cabeza.

-No, no es… No ha sido nada de eso, yo… No sé, pero tú no tienes culpa, eres una persona increíble…

Una brisa fría comenzó a soplar, exactamente como hacía un año, sólo que esta vez era como una hora y media más pronto por la tarde.
Me quedé callado, con la mirada perdida.

De pronto vino hacia mí y me abrazó. Me abrazó como si temiera que yo fuese a desaparecer, o como si quisiera quedarse con ese abrazo como recuerdo. Yo no pude devolvérselo, me quedé ahí plantado mientras ella me apretaba entre sus brazos y presionaba su cabeza contra mi pecho.

Al cabo de unos momentos me soltó.

-¿Estás bien? -preguntó.

Solté un resoplido, como si fuera un cuarto de carcajada sarcástica.

-No -dije, con la mirada perdida por encima de su hombro. Debió de ver cómo me caían las lágrimas desde los ojos abiertos e inmutables.

Volvió a hacer ademán de abrazarme, pero me aparté un poco.

-Déjalo, no pasa nada…

Ella agachó de nuevo la cabeza.

-Jamás he querido hacerte daño, no quiero…-sorbió con la nariz.

-Entonces dame una oportunidad.

-No… No es así de sencillo… Ojalá no hubiese dejado de sentir lo que sentía, daría lo que fuera.

Yo asentí varias veces sin mirarla, más en mi propio mundo interior ya.

-Lo siento… Lo siento muchísimo Fabio, ni te imaginas cuanto… No puedo… He de irme.

Y se fue por donde habíamos venido juntos. Yo la miré un momento mientras lo hacía, medio corriendo. Me quedé así hasta que la perdí de vista. Luego me giré y seguí andando por donde se suponía que deberíamos haber seguido ambos, cogidos de la mano.

Alargué ese paseo durante varias horas, quizá cinco, o seis, o siete... Recuerdo que bajé por el curso del río Luna hasta la desembocadura, pasando el puente del este y llegando a la playa cuando ya hacía como mínimo un par de horas que era noche cerrada. No quería volver a casa, ahí estaba cuando aún no había ocurrido eso, cuando aún estaba en mi paraíso personal de saber que ella estaba conmigo. Demasiados recuerdos además.

Me puse a caminar por la arena, recordando alguna de las veces que lo había hecho junto a ella. Todos los recuerdos parecían querer venir de golpe, como un torrente de agua, como una jauría de lobos a intentar comerse lo que quedaba de mí. Rememoré el momento justo de la ruptura, cada frase suya, como intentando encontrar una grieta por la que asomara la luz de la esperanza. “Debería haberle devuelto el abrazo, quizás…” me decía a mí mismo.

Al cabo de un rato escuchando de fondo las olas llegar mansamente a la orilla, mientras todos esos pensamientos me retumbaban en la cabeza, decidí ir a buscar un autobús para volver a casa. No me quedaba más remedio.

https://youtu.be/iAP9AF6DCu4

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