lunes, 27 de mayo de 2019

Informe de Yglos Katsyy.

Informe de Yglos Katsyy, cronista viajante del Alto Círculo Imperial, a Su Gran Majestad el Emperador Maur Agliolos Veshyk sobre sus viajes a las estepas del este, mas allá del gran río An y a las tierras limítrofes del gran desierto del sur.




Partimos de la torre del Alto Circulo Imperial en Nahuris el día 3 del Diira del año 423 de nuestro Gran Guía. La época del año había sido escogida por consenso por el Alto Círculo como la idónea para tales menesteres como eran los viajes que emprendíamos en busca de la sabiduría del ancho mundo, para así seguir mejor la senda marcada por el Soberano.

Las primeras hojas comenzaban a caer de los árboles y cubrían el patio donde estaban prestos ya mis acompañantes en esta magnífica tarea que se me había encomendado. El joven novicio Ik Tan, venido de las tierras próximas al lado este del An,  y por tanto conocedor de los diversos dialectos de la lengua hablada por las gentes de las estepas, era quien iba a ejercernos de traductor. Con él conversaba Iustan Marevik, cabecilla del pequeño grupo de mercenarios que nos serviría de protección en caso de que hiciera falta. Éramos en total una quincena de hombres.

Las primeras etapas de nuestro viaje transcurrieron con total normalidad. Las tierras de nuestra Gran Majestad son en verdad cuasi inabarcables, pero no encontramos ningún problema para reabastecernos en las aldeas y pueblos en los que hacíamos alto durante la travesía, y los caminos estaban en muy buen estado, lo cual nos permitió llegar a orillas del río Manei en ochenta días, pocas jornadas antes de la fecha prevista. Seguimos el curso del Manei hacia el sudeste y en doce días llegamos por fin a su confluencia con el gran río An.

Allí, en la aldea de Syned An, descansamos dos días, durante los cuales yo mismo regateé con todos los poseedores de embarcaciones del lugar para sacarles el mejor precio por llevarnos a todos nosotros y nuestras bestias a la otra orilla. He de decir en este punto que el An es realmente ancho de lado a lado, casi tanto como el estrecho de Ibnas Gûr, allá en la Ciudad Resplandeciente de Tahimman. El cruce nos costó una buena suma, aunque no mucho más de lo que se había previsto.

Puede que su Gran Majestad haya oído historias sobre  las Hyssea, las grandes serpientes que según se dice habitan en las cobrizas aguas del An. Si bien durante todo el trayecto en aquella rústica embarcación no dejé de otear las opacas ondulaciones en la superficie del agua, por más que me inquietaran, he de admitir que no puedo asegurar haber visto ninguna de ellas.

Tras llegar a la otra orilla del gran río y posar mis pies sobre la tierra firme sentí un gran alivio, tal es la magnitud del An y el temor que puede llegar a infundir tal cantidad de agua turbia e imaginar su fangoso lecho, muchos pasos más abajo.

Hicimos noche en una pequeña aldea al borde oriental del río y a la mañana siguiente, al despuntar el alba, continuamos camino hacia el este.  Tardamos seis jornadas de viaje en atravesar las tierras de la cuenca del An, salpicadas por alguna que otra masa boscosa, pequeños afluentes y algún arroyo, encontrando a cada tanto pequeñas aldeas, mayoritariamente de pastores.
Al cabo el terreno se comenzó a tornar más árido y uniforme, ya no habían árboles en tal cantidad como para considerarlos ni siquiera las pequeñas arboledas que nos habíamos ido encontrando los últimos días y no divisamos más riachuelos o arroyos. Sin lugar a dudas, aquí comenzaba la gran región esteparia del oriente.  Nada hay que llame la atención en especial a partir de este lugar, tan solo estepa, al norte, al sur y al este, hasta donde alcanza la vista y mucho más allá. Debido a la época del año encontrábamos algunas charcas de agua para abrevar a las bestias y regocijarnos remojando nuestros rostros castigados por el sol y el polvo.

Tras otras seis jornadas de viaje, ésta vez más duras que las anteriores, divisamos el primer campamento. Consistía de varias tiendas de piel de caballo, no más altas que un hombre de estatura normal, en las que yo diría que podían caber unas cuatro o cinco personas por cada una, dependiendo del tamaño de los individuos y la confianza que se tuvieran para estar tan apretados entre ellos.  Al acercarnos conté el total de tiendas, habían siete, con lo que por mis cálculos aproximados deduje que allí podría estar acampando un grupo de entre veinticinco y cuarenta personas.

Diez hombres montados se aproximaron al trote hacia nuestra comitiva y se detuvieron a una distancia prudencial, pero lo suficientemente próxima como para que les oyéramos.

Le ordené al capitán Marevik que detuviera a nuestra caravana y que nos acompañara al novicio Ik Tan y a mí mismo unos pasos más hacia delante para presentarnos a aquellos hombres.

Nos adelantamos pues, el novicio, el capitán y un servidor. Ik Tan, visiblemente nervioso, dijo unas palabras en el extraño lenguaje común de las estepas, y uno de los hombres a caballo le respondió a su vez, mucho más fluidamente, supuse. El joven novicio me indicó que el hombre acababa de presentarse como Jazam ki Huzar, y que era el jefe tribal de aquel pequeño campamento. Le dije que hiciera saber a aquel hombre de nuestra procedencia y propósito, que no era otro como su Gran Majestad sabrá, que el de saber más de las gentes de aquella extensa región, y dar a conocer al mismo tiempo la gloria del Camino Verdadero de nuestro Gran Guía.

Ik Tan procedió. Tras una escueta réplica, de nuevo de boca de Jazam ki Huzar, volvió a dirigirse a mí. Me dijo esta vez que nosotros tres podíamos seguirles hasta el campamento, pero que por el momento el resto de nuestra comitiva tendría que esperar en el lugar donde había parado. Asentí.

Al acercarnos más al campamento, me dí cuenta de que allí habían muchos más individuos de los que había calculado, entre hombres adultos, mujeres y niños. Ya en el campamento, me invadió un fuerte aroma a pieles, sudor humano y excrementos de animales que al parecer nadie salvo yo percibía. Me fijé mejor en las chozas de piel levantadas en aquel lugar y me maravillé de cómo podía caber tanta gente en tan sólo siete de ellas, debido al poco espacio que parecían ocupar.

Jazam ki Huzar se sentó sobre lo que parecían unas cuantas pieles amontonadas, a modo de una especie de sillón sin resapaldo. Hizo que plegaran tres pieles más y nos invitó a sentarnos sobre ellas. Supuse que el número de pieles bajo sus posaderas equivalía de alguna manera a su rango dentro de la tribu, y que nos permitieran sentarnos sobre una a cada uno de nosotros lo tomé como un acto de cortesía hacia los visitantes. Más tarde me cercioré de que, efectivamente, así era.

El jefe tribal comenzó entonces a hablarnos. Ik Tan, un poco más relajado ahora, asentía de vez en cuando y el capitán Marevic y yo observamos la conversación con semblante solemne, a pesar de que no estuviésemos entendiendo una palabra. Cuando habló Ik Tan, hizo un gesto hacia mí con la palma de la mano, Jazam ki Huzar asintió con la cabeza y yo correspondí del mismo modo. Entonces el joven novicio se dirigió a mi. El caudillo había expuesto que la tribu se dirigía hacia los límites de la región, justo de donde nosotros veníamos, para intercambiar mercancías. Un viaje de comercio. Asentí, mirando al jefe, y después le indiqué a Ik Tan que le hablase de lo tranquila que había resultado nuestra travesía, una forma de romper el hielo indicándoles amistosamente que lo más probable era que fuesen a disfrutar de una travesía tan tranquila como la nuestra. Finalmente, le dije que pusiera de manifiesto nuestra intención de recabar nuevas de la vasta región que se extendía ante nosotros y de sus diversos pueblos, tales como ellos, y que si tenían a bien ilustrarnos estaríamos más agradecidos aún, aunque haber sido tan bien recibidos ya era motivo de honra.
El novicio comenzó a hablar en lengua extranjera de nuevo.

Al cabo, Jazam ki Huzar oteó el cielo, hacia el horizonte. Ordenó algo a uno de sus hombres, que mantenían posición firme tras él y dijo algo hacia nosotros. Ik Tan me hizo saber que el jefe ofrecía a nuestra caravana acampar junto a su campamento, en vistas de que pronto caería la noche y de nuestras buenas intenciones. También me dijo que nosotros tres cenaríamos con él y su familia, y el mismo Jazam tendría a bien conversar largo y tendido con nosotros.

Nos retiramos momentáneamente para avisar a los nuestros de que podían acampar junto al poblado. Personalmente insistí una y otra vez en que todo el mundo fuese respetuoso y concienzudo en extremo.

Al cabo, nos dirigimos de nuevo al centro del campamento nómada. Aproveché el camino para darle una palmada en el hombro al joven novicio y expresarle que estaba haciendo su trabajo excelentemente. El capitán Marevik por su parte estaba constantemente observando a los hombres de armas de la tribu. En realidad no había mucha diferencia entre un pastor o ganadero a un guerrero, salvo por un extraño cuchillo largo y ligeramente curvo que portaban colgado de la cintura, una especie de rodela de apenas dos palmos de diámetro que colgaba siempre del lado contrario al cuchillo y el carcaj de piel que llevaban detrás de la cintura junto a un arco corto. En cuanto a vestimenta no se diferenciaban en nada de cualquier otro miembro de la tribu, algunos tan sólo vestían las piernas y cintura, mayoritariamente a base de piel de animales. Otros llevaban ajadas y viejas camisas de hilo de oveja, probablemente intercambiadas con los pueblos de la cuenca del An en sus visitas, como en aquella ocasión, para comerciar. No había variedad en su indumentaria, era obvio que para estas gentes el buen vestir no era la prioridad más acuciante.

Como nos había indicado, Jazam ki Huzar nos acogió en el corro que formaban alrededor de un fuego donde se asaba una cabra todos los miembros de su numerosa familia, y sus guardias personales.

El jefe nos hablaba. Ik Tan escuchaba atentamente, asentía y nos lo traducía a su vez al capitán Marevic y a mi. Yo le exponía mis preguntas. Me dí cuenta de que Jazam se mostraba en actitud demasiado cariñosa con varias de las mujeres que allí había. Más tarde supe que las tres mujeres que habían cerca de él eran todas sus esposas. Tal es la cultura y creencia de estas gentes que los hombres con más poder podían tener el número de esposas que quisieran en tanto pudieran mantenerlas a ellas y a toda su progenie, como acostumbran  a hacer muchos otros pueblos bárbaros de otros lugares remotos del ancho mundo.

Cuando la cabra asada estuvo lista, las mujeres comenzaron a trincharla y a repartir los trozos de carne entre todos los presentes, haciéndonos el honor de comenzar por nosotros tres. No mostré el pudor que me generaban aquellas maneras toscas de servir de mano en mano la comida. Lo cierto es que estas gentes no acostumbran a servirse de platos, cuencos o cuchillos y demás utensilios para comer, y bebían todos el agua de los mismos odres. Me fijé, en cambio, que ninguno contenía otra cosa que no fuese agua. Por más bárbara que parezca ésta gente, pensé, por alguna razón no beben gota de bebidas espirituosas, como acostumbran otros pueblos bárbaros, sobretodo aquellos del lejano norte. Y más tarde el mismo Jazam me confirmó que, si bien conocen de brebajes que golpean y abrasan la garganta y la barriga y espesan el pensamiento, no es costumbre consumirlos en plena estepa, porque es limitada la cantidad de impedimenta que pueden cargar sus bestias y además de los odres extra con dicha bebida, deberían cargar otros tantos más de agua debido a la sed que éstos brebajes generan tras varias horas de haberlos ingerido.

Al cabo, nos habló al fin de su gente. Su tribu provenía de un lugar llamado Zahilank, al nordeste de allí, una gran región de praderas que comenzaba tras un gran río llamado Uidunzheg y se extendía hacia el este, con una gran cordillera de enormes montañas lindando al norte. Me extrañó que no se refiriera a dicha cordillera por su nombre, y tras preguntarlo contestó que las montañas no tienen nombre, que son los lugares elegidos por sus dioses para reposar y no tienen derecho a nombrarlas como a cualquier cosa que exista al nivel de la tierra firme. Me sorprendió la respuesta, pero debido a que parecía que entraba en temas sagrados para esas gentes decidí no seguir insistiendo, aunque algún día conocerán el Camino Verdadero de nuestro Gran Guía, y esas antiguas supersticiones paganas dejarán de atormentarles el alma.

Su sociedad estaba conformada por diversos grupos familiares como el suyo. Si bien algunos eran mucho mayores en número. Eran los que solían ostentar el poder en última instancia, pero cada jefe decidía con gran libertad el destino de su propia gente, si bien en caso de amenaza estaban obligados a acudir y unirse con las demás familias. Solían dedicarse a la caza por las extensas llanuras de la estepa, donde habitaban multitud de grandes mamíferos y a la cría de animales, la mayoría de ellos caballos esteparios.

Eran un pueblo pacífico, al contrario que algunos otros vecinos suyos, los cuales hacían de la guerra su modo de vida, ya fuera contra extraños o contra propios. El mismo Jazam nos tranquilizó, muy raramente ningún contingente de estas otras gentes llegaba tan al oeste como ellos y justamente se debía a que lo hacían para comerciar con los pequeños pueblos de la cuenca del An, en aquella parte de la estepa no había nada que fuese del interés de los grandes caudillos de dichos pueblos guerreros. Como nota personal, creo que sería buena idea aceptar que algún día esos caudillos podrían cambiar de opinión y decidir aventurarse más al oeste que nunca antes.

Insté al joven Ik Tan a que le dijese al jefe Jazam que nuestro objetivo era llegar al poblado de Tarkundur y de allí emprender el viaje hacia el sur para pasar por el país de Hesharam y finalmente volver sobre nuestros pasos. Él contestó que había sido acertado escoger aquella época del año para visitar Tarkundur, pues el resto del tiempo estaba deshabitado prácticamente. No conocíamos ese detalle cuando programamos el viaje en el Alto Círculo Imperial. Respiré aliviado al conocer que todo aquello podría haber sido en vano de haber escogido otras fechas para realizarlo.

Jazam ki Huzar no añadió nada más de importancia con respecto a ese tema, así que supuse que tendríamos una travesía calmada de camino a Tarkundur.

El resto de la cena lo pasamos escuchando anécdotas y chistes del jefe, y dándole a conocer la grandeza de nuestro Gran Imperio.





Partimos del campamento de Jazam ki Huzar amparados por las primeras luces del amanecer. Por delante nos esperaban quince jornadas por plena estepa, si nada nos retrasaba.

Como había supuesto durante la conversación con el jefe tribal, los días se sucedieron sin ningún imprevisto. El capitán Iustan Marevic nos habló en alguna ocasión durante nuestra travesía hacia Tarkundur sobre algunas de sus experiencias en otras tierras extranjeras, pero de esto trataré en una crónica separada para que toda la información llegue como debe llegar al conocimiento del Alto Círculo y a la sapiencia de su Gran Majestad.

El joven Ik Tan parecía ilusionado debido a lo propicio que estaba resultando el viaje. Nos hizo saber que añoraba su población natal, Voishka, y que pretendía acudir a sus festividades anuales, que conmemoraban la victoria definitiva en la región del gran general Imokan Agliolos, más tarde fundador de nuestro Gran Imperio y primer Emperador de la gloriosa dinastía de su Gran Majestad. Si el viaje seguía según lo previsto podría llegar incluso con antelación. Esta revelación del joven novicio me hizo recordar mi propia tierra. Quizá si mis deberes me lo permitían en un futuro cercano yo también visitara de nuevo mi aldea natal.

La región en la que se alzaba Tarkundur sobre una gran colina rocosa solitaria, es considerablemente más árida que aquella de la que veníamos, aunque los pequeños arbustos típicos de la estepa siguen salpicando el paisaje aquí y allá, la poca hierba que cubre el suelo está seca y aplastada por el sol contra la tierra rojiza.

El asentamiento era más bien algo parecido a un enorme puesto comercial. Tarkundur no poseía murallas ni ningún tipo de fortificación que la rodeara salvo una puerta hecha de barro cocido, ramas y piedras, por el único lugar de acceso a la cima del peñasco sobre el que se asentaba. La ausencia de dichas medidas de seguridad despertó mi curiosidad, cuanto menos.

Subimos por el sendero que conducía a dicha puerta. Era lo suficientemente ancho, porque en el trayecto nos cruzamos con algunos nómadas y sus yuntas de bueyes esteparios cargadas con las mercancías que habían intercambiado, emprendiendo el camino de regreso a sus hogares.

Una vez arriba, no nos pusieron ningún problema para entrar. Por lo que le dijeron al joven Ik Tan, en muchas ocasiones los visitantes deben acampar abajo, en el comienzo de la subida, debido a que la mayoría del tiempo no cabe nadie más en el espacio que ocupa el pueblo, el cual es la cima de la peña en su totalidad. Así pues, la fortuna nos volvía a sonreír.

Pasamos tres días descansando en Tarkundur, comerciando con lo que pudimos para conseguir reponer nuestras reservas de provisiones. Durante esos días conocimos el por qué de la falta de estructuras defensivas. Además de que la práctica inaccesibilidad de la cima ya era una gran defensa contra cualquier amenaza, Tarkundur gozaba de una reputación especial entre las gentes de aquellas regiones. Era un nexo de unión entre todos los pueblos, desde tiempos remotos las antiguas pequeñas tribus del lugar tenían aquella elevación del terreno como un lugar sagrado dedicado a la paz y la concordia entre ellos. Les servía para aprender de los demás, para el intercambio de bienes, tanto materiales como inmateriales, en un ambiente distendido en el que no cabían las rencillas que se pudieran tener con el prójimo.
La fama del lugar se extendió cientos de leguas en todas direcciones y así Tarkundur se convirtió en el único lugar respetado por todos los pueblos de aquella parte del mundo. Y aún en periodos de guerra jamás había sido atacada.

Esto, obviamente se veía reforzado por los séquitos de guardias que acompañaban a cada caravana de mercaderes que acudía allí, los cuales en caso de ataque lucharían juntos para defender a sus señores. Así que probablemente aquel fuera el sitio más seguro en muchas leguas a la redonda.

La mayoría de gente allí reunida no distaba mucho en apariencia y comportamiento de la tribu con la que nos habíamos encontrado en la parte más occidental de la estepa. Había un grupo, en cambio, que debía venir de Hesharam o de algún lugar cercano. Sus ropajes distaban bastante de aquellos que lucían los habitantes de las estepas. Aquellos hombres vestían telas de colores claros, en su mayoría blancas, y se cubrían incluso la cabeza con ellas.
La tarde anterior al día en que partimos me acerqué con el joven Ik Tan a entablar conversación con el que parecía el líder de la caravana. Al oírme expresarle mis preguntas al novicio para que las tradujera al idioma más extendido utilizado allí en las estepas, aquel hombre me saludó en nuestro propio idioma. Me quedé algo sorprendido, aunque se podía suponer que un mercader de tal talla conociera el idioma de nuestro Gran Imperio.

Tras saludarnos debidamente y saber su nombre, el cual era Wahl Adi Mussa, le hablé de la naturaleza de nuestro viaje. Cuando dije que era un cronista del Alto Circulo Imperial asintió y supuse que era conocedor en parte de nuestra cultura. Parecía un hombre de mundo. De hecho, me hizo saber que en cierto modo envidiaba mi trabajo. Él viajaba al igual que yo, pero sus viajes no obedecían otro propósito que el comercio, y a causa de ello siempre debía escoger los destinos que le reportasen un beneficio material. Yo en cambio, me dijo, viajaba a cualquier lugar, sin restricción, con el único propósito de enriquecer la razón y el corazón.

Me sentí alagado por esas palabras, y di gracias al Gran Guía y a su Gran Majestad el Emperador por permitirme desempeñar mi trabajo para aportar mi grano de arena al esplendor de nuestro Gran Imperio.

Seguimos hablando, mientras su sirviente ponía en la pequeña mesa entre nosotros una jarra llena de agua, vasos de barro cocido y un cuenco de algo que parecían obleas de trigo.

Me maravillé al dar el primer sorbo de aquel agua. Sabía ligeramente a limón con un toque dulce. Adi Mussa me dijo que el nombre de aquella bebida era Jihwad, y era agua mezclada con un poco de zumo de limón y una pizca adjew, una especia muy popular en Hesharam, desconocida para mí.

Cuando le expuse que al día siguiente partiríamos hacia el sur en dirección a Hesharam para luego alcanzar Shiwada, en la costa y regresar a casa en barco, Adi Mussa me advirtió que olvidáramos Hesharam y nos dirigiésemos directamente hacia la costa. Le pregunté la razón. Me dijo que las dunas del desierto que se extiende alrededor de dicha ciudad no eran el mejor lugar para adentrarse sin un guía de la región, y aún así seguía siendo un trayecto peligroso.
Le pregunté si era debido a bandidos del desierto. Me miró fijamente y me dijo que ni siquiera los delincuentes se atreven a adentrarse demasiado en aquella región, que no les salía a cuenta. Dijo después que lamentablemente su comitiva se dirigía al norte, y no podía acompañarnos para servirnos de guía.

Como estaba previsto, con las primeras luces del alba del día siguiente, marchamos hacia el sur, no sin antes detenernos en los pozos situados justo en la base del montículo de Tarkundur, para reponer todos los odres de agua. Por el camino intentaríamos contratar algún guía que conociera la región desértica de Hesharam, pues el itinerario marcaba que habíamos de llegar allí, y yo no estaba dispuesto a abandonar tan fácilmente.

A partir de tres días desde que dejamos Tarkundur para ir hacia el sur, el paisaje se tornaba más y más árido a cada jornada. La escasa flora que salpicaba las tierras que dejábamos atrás fue disminuyendo paulatinamente y la temperatura, a la inversa que la vegetación, aumentaba.

Tras diez días de viaje, al fin encontramos un pequeño asentamiento a orillas de un pequeño estanque. La sombra proporcionada por los pequeños barrancos que rodeaban gran parte del lugar hacía que la temperatura fuese más soportable que a campo abierto.

Conocimos de palabra de uno de los lugareños que la aldea llevaba el nombre de Dahlwadi, por la primera familia que se asentó allí, los Am Dahli, y por la laguna que los surtía de agua. Su Gran Majestad puede haber notado la particularidad de la repetición de la terminación wad en el idioma de los hijos del desierto. Wad es la palabra en este idioma para agua.
Allí descansamos dos jornadas enteras, disfrutando del descenso de la temperatura a la sombra. Gracias al Gran Guía, en la mañana del segundo día acudió a la aldea un grupo de hombres provenientes del desierto del sur. Iban totalmente tapados con holgadas prendas de color blanco, incluso en la cabeza, donde lo único que se apreciaba de ellos eran los ojos, rodeados de oscuridad. Al ver el rostro del primero que se desvistió la cabeza me dí cuenta de que el negro que rodeaba sus ojos no era más que una mancha, extendida alrededor de toda la región de los ojos y el puente de la nariz. Más tarde supe es una práctica habitual y que las gentes que viajan a través del gran desierto la han utilizado desde tiempos inmemoriales. Esta costumbre consiste en untarse una pasta hecha a base de carbón y agua alrededor de los ojos, para así evitar que los intensos rayos de sol que caen sin piedad sobre las dunas cieguen al individuo.

Conseguí que uno de ellos accediera a servirnos de guía a través del desierto hacia Hesharam, no sin antes cosechar varias negativas de los hombres a los que se lo ofrecí antes.
Aquel individuo accedió, con cierto recelo, tras escuchar la oferta que le hice. Como condición extra para que aceptara, me dijo que durante el trayecto debíamos obedecer cualquier directriz suya sin vacilar un segundo. Le respondí que se haría como él decía, y a su vez él insistió, haciendo hincapié en que debíamos escucharle todos, siempre, en cualquier situación. Respondí por todos los que formaban nuestra comitiva que sería así.

Antes de despuntar el alba de la madrugada siguiente, ya estábamos preparados para salir. Amhán Rak, como así se llamaba nuestro nuevo guía, dio la orden para ponernos en marcha.

Habíamos adoptado las mismas medidas que los viajantes del desierto y nos habíamos cubierto hasta la cabeza con prendas cuanto más claras mejor, además de untarnos las cuencas de los ojos con aquella pasta negra.

Las jornadas se sucedieron y cada una resultaba más desalentadora que la anterior.

El calor extremo del día contrastaba de manera demencial con el frío de la noche, y puedo asegurar que jamás he experimentado temperaturas tan extremas. Ir cubiertos completamente de ropa servía para aislarse de los abrasadores rayos de sol, pero al mismo tiempo, debido a la holgura y fineza de las prendas, el aire circulaba y permitía soportar la temperatura ambiente. Por la noche en cambio, se agradecía una capa de más.

Amhán no hablaba apenas, tan sólo para dar alguna indicación o consejo.
Sucedió entonces, en la noche de la séptima jornada en pleno desierto, el suceso más incomprensible y aterrador que jamás haya experimentado y por el cual tuvimos que volver sin haber alcanzado Hesharam.

Levantamos el campamento al atardecer, como de costumbre, antes de que el sol se escondiera por completo y la noche nos sorprendiese. Amarramos a las bestias bien juntas y alrededor de las tiendas.

Por fin, nos sentamos a cenar. Debido a la falta de vegetación, no podíamos encender una hoguera para cocinar y en previsión a esto habíamos comprado una gran cantidad de carne seca y pan, y de eso había constado nuestra dieta los últimos siete días, además de dátiles que también habíamos comprado a las gentes de la aldea de Dahlwadi.

Durante la cena me percaté de que Amhán Rak parecía algo inquieto. No quise preguntarle por qué, la verdad es que no había llegado a trabar una buena conversación con él desde que lo conocí, y las veces que lo había intentado él mismo la saboteaba antes de que se pudiera considerar un intercambio mínimo de ideas.

Pero para mi sorpresa y la de todos, Amhán habló esa noche.

Mientras algunos conversábamos tras la cena, en aras de relajarnos para poder dormir bien, Amhán dijo así:

-Oídme bien y recordad lo que os digo, esta noche nadie debe quedar separado del resto, ni tan siquiera unos pocos pasos. Si os surge necesidad de evacuar líquido o sólido de vuestro cuerpo deberéis despertar a alguien más, y aún a otro para que os acompañe y os vigile y no alejaros del resto. Además, esta noche no habrá nadie que se quede despierto a hacer guardia.

Pareció no quedar del todo satisfecho con la reacción a sus palabras del resto de la comitiva, así que sentenció:

-Disteis vuestra palabra. Cumplidla ahora. Sea por la razón que sea, no se os ocurra separaros del resto. Aunque la mismísima diosa de la belleza os llame en susurros apasionados desde esa duna de allá. Aunque oigáis acercarse a las huestes de caballería del gran Adalám para arrasar nuestro campamento. Oigáis lo que oigáis, veáis lo que veáis, no os mováis de aquí sin avisar al resto antes. ¿Ha quedado claro?
Asentí. Pareció aceptar que el mensaje había llegado perfectamente a todos nosotros, y se recostó para dormir. A no mucho tardar, todos nos retiramos a las tiendas y, aunque sorprendidos por las demandas del curtido guía, caímos dormidos con facilidad.





Noté que alguien me palmeaba con cautela el brazo. Me desperté y ví que era Ik Tan, el novicio. Me dijo que necesitaba hacer aguas menores. Recordando la promesa hecha a Amhán, me levanté y lo acompañé un poco más allá, detrás de las bestias de carga.

Mientras esperaba a que el joven acabara, oí que el capitán Iustan Marevic me llamaba desde dentro de nuestra tienda de campaña. Fui a la abertura y miré adentro. Hacía apenas unos segundos que Ik Tan y yo habíamos salido de allí, donde dormíamos junto a Iustan Marevic y dos de sus hombres. Ni rastro de ninguno de ellos. Fui hacia la tienda donde dormía Amhán. Este asomó la cabeza antes incluso de que yo llegara. Con una mirada acusadora me preguntó qué era lo que ocurría y entonces oímos un grito desgarrador que provenía de donde yo venía. Recordé que había dejado al joven novicio a solas. Amhán me aprisionó con ambos brazos cuando comencé a correr hacia el lugar de donde había venido el grito. Ambos caímos al suelo. Entonces me habló:

-¡No hay que separarse! Si alguien lo ha hecho ya no vale la pena ir en su busca.

Llamé al novicio a gritos. No hubo respuesta.

-Ya no está. Ahora cálmate y obedece mis instrucciones o acabaremos todos igual que él.

Iustan Marevic y sus dos hombres regresaron entonces. También habían ido a hacer aguas menores. En cuanto supieron lo ocurrido sus expresiones cambiaron inmediatamente. Marevic quería ir a buscar al joven Ik Tan, Amhán no pudo disuadirlo de que no lo hiciera. Fue hacia donde les indiqué junto a los hombres que venían con él.

Más miembros de la comitiva se despertaron y salieron de las tiendas al oír la discusión.

Había pasado demasiado tiempo desde que el capitán se había dirigido con dos de sus hombres hacia donde yo había visto a Ik Tan por última vez. Muchos quisieron ir en busca de ellos, y a pesar de las advertencias y amenazas de Amhán, la mayoría lo hizo.

Fue justo pocos instantes después de que todos desaparecieran de nuestra vista cuando sentí ya verdadero pánico. No simple temor o miedo, sino auténtico terror.
Como si de un coro demoníaco se tratase, los alaridos se alimentaban unos a otros. Aquello no eran gritos de desesperación, eran mucho más. No podría asegurar que no fuera una jauría de bestias monstruosas sedientas de sangre las que acechaban nuestro campamento.

Cuando creía que me iba a volver loco de escuchar tan aterradora melodía todo cesó y en su lugar quedó un profundo y sordo zumbido. Pudo ser efecto del contraste del silencio ahora reinante con la tormenta de gritos desgarradores y chirridos metálicos que había tenido lugar hasta hacía un segundo, pero no podría asegurarlo, ya que el zumbido continuó por unos instantes que se me antojaron eternos.

Al cabo comenzaron a oírse sollozos incontrolados. Amhán me miró severamente cuando hice ademán de correr para auxiliar a quien lo necesitase. Me quedé quieto.

Pasamos el resto de la noche con los ojos abiertos como platos. Cuando la noche comenzó a tornarse clara, los pocos que quedábamos allí comenzamos a movernos en busca de los demás. No había nadie, ni nada que sugiriese que pudieran estar cerca, ningún resto de vestimenta ni nada parecido. Nadie respondía a nuestros llamados en alta voz. Al cabo recogimos las tiendas para ponernos en marcha. Si Amhán no hubiera estado con nosotros hubiéramos huido todos en desbandada aquella noche, hubiéramos desaparecido.

Como si acabáramos de despertar de la peor de las pesadillas, sin mediar palabra ni tan siquiera miradas entre nosotros, el resto de la comitiva nos pusimos en marcha. Primero buscamos alrededor un poco más lejos, con la esperanza de encontrar a alguien o alguna pista. Pero allí no había rastro de nadie, así que desistimos y nos marchamos.

Al poco camino, vimos un bulto oscuro entre las dunas. Todos recelamos de acercarnos, pero entonces el mismo Amhán fue hacia allí y le seguimos.

El bulto era una persona, y estaba viva. Al acercarme me dio un vuelco el corazón. Entre violentos temblores, expresión desencajada y palabras inconexas e incomprensibles, el joven Ik Tan me miraba. No me reconocía, ni a ninguno de los demás, pero parecía no importarle, sólo repetía una y otra vez, como en una oración, unas palabras que yo no comprendía. Acomodamos al pobre Ik Tan en una de las bestias de carga, no sin antes discutir airadamente con Amhán, ya que él sugería que dejásemos al joven novicio allí, alegando que ya no pertenecía a este mundo y que mejor haríamos en no intentar retenerlo. Al amenazar con no pagarle lo acordado por sus servicios se resignó, con expresión enfadada y maldiciendo en su propio idioma, por lo cual, no entendí los improperios, aunque por el tono pude deducir que lo eran. Le dije que quería salir cuanto antes de aquel lugar, al ser posible en dirección a la costa del gran mar.

Así entonces, en pocas jornadas salimos de las dunas. En el primer poblado que nos topamos Amhán se despidió, no sin antes exigir su paga y argumentar que no fue su culpa que no siguiéramos sus instrucciones tal como él nos había advertido.

Buscamos al curandero de la zona. Al ver a Ik Tan, su rostro adquirió una expresión de alerta y me sugirió que lo abandonáramos a su suerte lejos de allí, al igual que días antes lo hizo el guía. A ser posible en el mismo lugar en el que, en palabras de aquel anciano “el mal lo había reclamado”. Por supuesto, no hice caso a semejante petición, más por la culpabilidad que me consumía que por que no creyera en supersticiones de vulgares campesinos. De hecho, a día de hoy no encuentro ninguna otra explicación para lo que aconteció aquella noche en las frías dunas, si no que verdaderamente el mal quiso hundirnos con él en sus oscuros abismos. Fuimos expulsados de la aldea de inmediato, como apestados.

Veintiséis jornadas nos costó alcanzar la ciudad costera de Shiwada, en la que no nos entretuvimos más que lo justo para encontrar pasaje en cualquier barco que zarpase hacia Tierras de nuestro Gran Imperio.



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