jueves, 4 de abril de 2019

La verdadera razón

Todo estaba listo ya; la mesa del salón comedor vestía sus mejores galas, con su mantel blanco impoluto comprado exclusivamente para la ocasión la tarde anterior, tras haber quedado el último que ocupó su lugar inservible por el mal uso de las velas…, o mas bien por el mal uso de la mesa, mientras estaba cubierta por dicho mantel al mismo tiempo que ardían las velas sobre él. Las rosas, sugerentemente colocadas al azar entre varios platos que contenían pequeñas muestras de lo poco que yo sabía hacer en cocina. Las elegantes servilletas de tela, minuciosamente dobladas, los cubiertos de plata reluciente brillaban sobre el blanco de ese nuevo mantel, como delfines centelleando mientras emergían entre un mar completamente blanco, un blanco que esperaba durase más que el del otro pobre mantel…

Las finas cortinas de la parte del salón que daba a la playa, estaban a medio correr, deliberadamente, la sensación justa de intimidad y comodidad, sin renunciar a las espectaculares vistas de las olas al llegar a la arena y regresar al mar de nuevo, todo bajo aquel bonito manto de estrellas de una noche de fin de año especialmente templada y de cielo claro.

La música chill out, a un volumen que permitía disfrutarla sin tener que subir el tono de la voz ni un ápice para mantener una conversación relajada.

Hasta hacía escasos minutos, la gran pantalla de plasma del fondo del salón, rodeada por un cómodo sillón reclinable con automasaje y el sofá beige en forma de L, había estado encendida, con el único propósito de llenar el vacío en aquella parte del salón, pues en realidad yo no le hacía mucho caso a la televisión, exceptuando las ocasiones en las que tenía algún fin de semana sabático y me abandonaba al placer de ver alguna película, algún maratón de alguna serie de televisión que me gustara, o a largas partidas a la videoconsola. En realidad la vida era maravillosa, salvo…



El timbre sonó, como cabía esperar, sin siquiera un par de minutos de retraso. Eché un último vistazo a todo, por si las moscas. No parecía haber ninguna fisura en el plan, estaba todo perfecto.

Fui hacia el recibidor, subiendo el escalón de desnivel de un saltito, con excitación. Me paré un momento ante el espejo de la pared; todo bien. Encaré la puerta, inspiré, exhalé y abrí con una sonrisa.

A medida que la imagen iba apareciendo ante mí mientras la puerta se abría, no podía dejar de sorprenderme. Ahí estaba, Elle. ¿Cómo era posible?¿Por qué cada vez que la veía parecía venir de más arriba aun en el firmamento?

Aquellos ondulados bucles de rubio platino; su rostro en forma de corazón, con la piel de porcelana lo suficientemente dorada para contrastar perfectamente con la plata de su pelo; aquellos labios perfectamente perfilados, rosados, ni demasiado prominentes ni retraídos, que gritaban a los cuatro vientos “bésanos”; aquellos ojos verdes grisáceos, en ocasiones turquesa, como copiados del patrón de colores del mar, y con esa chispa… Y aún con todo aquello, y sin parar ni un momento a describir su cuerpo, lo más destacable de todo, como siempre desde la primera vez que la vi era…

-¡Buenas noches! -su sonrisa y la calidez de su voz. Y su tacto, que volví a notar al posarse sus labios en mi mejilla. Y su aroma a vainilla, que noté cuando uno de sus plateados bucles me rozó la nariz.

-¿Qué tal preciosa? -me aparté con mi gesto más elegante, para dejarla pasar como sólo ella merecía-. ¿Has tenido un buen viaje? -me coloqué ágilmente tras ella, para ayudarla a quitarse el abrigo marrón que llevaba sobre los hombros.

-Tranquilo, la verdad -dejó el abrigo en mis manos y mientras yo lo colocaba en una de las perchas del recibidor me miró-. Recordé aquel músico que me recomendaste la última vez que nos vimos, y me ha brindado un trayecto la mar de relajado y feliz…

-No esperaba menos -respondí con una sonrisa, mientras cogía su pequeña maleta y quedaba impresionado con su figura, cubierta magistralmente hasta justo por encima de las rodillas por aquel elegante vestido verde-. Estás impresionantemente bonita.

Sonrió, y me pareció que se sonrojaba por un instante mientras dejaba caer entre sus labios de rubí, casi en un susurro, un dulce “gracias”.


Tendí la mano hacia el salón, y ella me precedió. Yo no hacía más que mirarle la cara medio disimuladamente, tratando de adivinar qué sentía realmente al ver aquello. En cierto modo, su cara era un poema, pero lo disimulaba bastante bien, y su sonrisa risueña siempre era buena señal.

-¡Oh Dios mío! -se llevó la mano izquierda al pecho- Está todo tan bonito…

Dejé su maleta justo al comienzo de las escaleras que subían a mi dormitorio, e hice una teatral reverencia.

-Me alegro de que te guste, sólo he tardado un mes en prepararlo todo… - dije, bromeando. En realidad había sido pensado la tarde anterior y hecho en ese mismo día, pero ella no necesitaba saber eso, era un detalle sin importancia.

Fui hacia la mesa, y le serví media copa del mejor vino tinto que pude encontrar la tarde anterior. Al menos según el vendedor era de lo bueno lo mejor.

-Gracias. -cogió la copa y dio un sorbito. No dejaba de mirarlo todo como si fuera la primera vez que venía… Aunque pensándolo bien, sí era la primera vez que venía. Yo llevaba viviendo en Malibú hacía tan sólo dos meses y una semana, o unos días, y la última vez que estuve con ella fue hacía tres meses, día arriba día abajo, en mi antiguo apartamento de Boston.

-El responsable de la decoración me dijo que era el último grito en salas de estar -dije, encogiéndome de hombros y con una media sonrisa, en un intento por desviar la atención de lo obvio que era que yo no tenía la más remota idea de decoración de interiores, ni de exteriores, ni de…, bueno, de nada en absoluto.

Ella me miró con ese brillo en los ojos.

-¡Me encanta! -y bebió otro sorbito de vino. Miró la mesa-. ¿Rosas? Buena elección… -sus dientes perfectos, color blanco hielo, contrastaban con los rojos labios y el tono rosado que apareció de repente en sus mejillas que, como hacía unos instantes, desapareció casi como el vino en su boca. Me miraba con los párpados entrecerrados y la nariz ligeramente arrugada, mientras me sonreía con complicidad.

-Siempre que algo acaba ardiendo no es mala ocasión para probar con algo nuevo -cogí mi copa y bebí un sorbo también-, quizá menos flamígero…

-Con lo bonitas que son las llamas… -cogió una rosa-, son como las rosas prácticamente, preciosas, de un color candente, peligrosas… -pasó el dedo por una de las espinas «mierda… ¡Sabía que se me habría escapado algún detalle! Siempre se escapa algo, es imposible tenerlo todo controlado» pensé.

-Sí, como no, se me ha olvidado quitar las espinas.

-¡Son lo mejor de las rosas! -rió- Quítaselas y perderán toda su esencia…

-Bueno, el fuego deja un olor a humo insoportable, sólo por eso son mucho mejores las rosas -dejé la copa en la mesa- ¡Y hablando de malos olores! Voy a sacar la cena del horno que ya estará a punto.

Ella volvió a reír, pero se detuvo en cuanto me vio dirigirme a la silla que tenía al lado y apartarla de la mesa para que se sentara.

-Gracias… -dijo mientras se sentaba y me obsequiaba con otro tipo de miradas que se le daban también de miedo, las que lanzaba hacia atrás, de soslayo, llegando el gris de las olas de su iris hasta la orilla perfectamente perfilada de unas pestañas erguidas como las propias espinas de la rosa, aunque no tan llamativas como a otras mujeres les gustaba llevarlas. Tampoco es que le hiciera ninguna falta.


Me dirigí a la cocina, con aires de gran chef mientras rezaba por no haber fallado con la elaboración de aquellos filetes. Por suerte no lo hice, estaban sabrosísimos y tiernos.


La cena transcurrió entre socialmente correctos elogios a la comida, falsa modestia (también muy correcta socialmente), risas, miradas (algunas de ellas correctas socialmente y otras a las que no les importaba un carajo lo correctamente social o socialmente correcto e iban directamente a calentar el ambiente), y conversaciones más o menos banales, poniéndonos al día de lo que habían sido nuestros últimos tres meses, sin entrar en muchos detalles.




La atmósfera se distendió al acabar de recoger la mesa. Ella estaba sentada en el sofá, mirando las imágenes que se sucedían en la televisión (la había encendido mientras yo recogía para que ella pudiera sentarse y relajarse sin aburrirse mirando como yo iba de aquí para allá, llevando cubiertos y platos al lavavajillas). De vez en cuando yo la miraba, y me sorprendía al comprobar que ella me devolvía la mirada. Debía de importarle el resto del mundo tan poco como a mi en aquel momento. Aunque no sabía a ciencia cierta si por la misma razón.


-Listo -dije, mientras me acercaba a la zona de estar. Me senté a su lado, justo en el sitio donde el sofá hacía el ángulo para formar la L subiendo una pierna mientras cogía el mando del televisor.

Hice un poco de zapping, porque estaba más que claro que a ninguno nos importaba cómo estaba celebrando el resto del mundo la entrada del nuevo año. Ella soltó una risita.

-No te molestes -me dijo, y se apoyó contra mi-. Cuéntame, ¿cómo llevas el libro?

Debió de notar mi incomodidad al oír esa pregunta, le cambió un poco la expresión. Aun así contesté como si nada, como siempre.

-Va avanzando, se me está haciendo complicado por alguna razón que no logro entender, pero supongo que es una de las cosas bonitas que tiene lo que hago, el continuo reto de seguir adelante aunque a veces no tengas ni pajolera idea de cómo hacerlo.

-Me encanta de ti que siempre miras el lado positivo de todo, incluso de lo que a priori son problemas.

-Bueno, yo no llamaría problema exactamente a lo que me pasa últimamente cuando intento ponerme a escribir -torcí el cuello de forma extraña para mirarla a los ojos. Siempre que los miraba desde tan cerca era como estar al borde de un acantilado frente al mar, sintiendo la energía de las olas al romper y el traicionero vaivén del viento, saboreando la adrenalina-. Tan sólo es la oportunidad perfecta para ponerme a buscar la inspiración, o dicho en una sola palabra: vivir.

Sonrió y me besó.

-Siempre haces que todo tenga un aire tan metafísico…, como si fuera un sueño. Al cabo de un tiempo experimentando la sensación de estas conversaciones tan filosóficas contigo se convierte en un problema -fruncí el ceño al oír esto-. Es como el azúcar -trató de explicarse, si tomas demasiado luego siempre quieres más, se te hace algo como…, necesario.

-Vaya, ahora has hecho que me ponga rojo -cómicamente, como si hubiera subido la temperatura de repente, me dí aire con la mano izquierda, cuyo brazo no estaba ocupado envolviendo los hombros de ella, al contrario que el diestro-. O eso o quieres derretir todo este azúcar y hacer caramelo con él.

-Oh, es que es lo que me propongo hacer…

Y el azúcar se derritió, derramándose por su cuello, su nuca, su clavícula, por cada una de sus curvas hasta llegar a sus pies, cubriendo de caramelo el sofá…, la mesa…, las escaleras…, la puerta de mi dormitorio…, y finalmente mi cama, en la que quedaríamos pegados por su acción adhesiva hasta el día siguiente.




La luz de la mañana entraba ya en la habitación, atenuada por las cortinas corridas cuando abrí los ojos. Me giré y quedé mirando al techo. Los aromas eran distintos a los de una mañana cualquiera. Mi aroma personal parecía estar teniendo problemas en encontrar el camino desde mi anterior vivienda a la actual, pero además del olor de la nueva casa, al que aún no me había acostumbrado del todo, había otros olores que resultaban lejanamente familiares. Una fragancia especial que no había disfrutado desde hacía tres meses; vainilla con un ligero toque de coco, feromonas desprendidas por su piel y cabello, el olor de la fricción de piel con piel, todo ello junto, mezclado y envolviéndome como si fueran sabanas extra, casi como las que nos envolvían en realidad en ese momento.
Notaba la calidez de su respiración en el lado derecho de mi cuello. Inspiré hondo y me permití disfrutar del momento unos segundos antes de incorporarme lenta y sigilosamente.
Ella estaba profundamente dormida aún, así que la tapé lo mejor que pude sin despertarla y salí de la habitación de puntillas.

Fui al cuarto de baño de la planta baja. Tenía uno en mi dormitorio, pero obviamente el ruido del agua de la ducha al caer, o el del grifo del lavabo, o el del cepillo de dientes o la cisterna la despertarían.

Después de asearme fui a la cocina a preparar un buen desayuno. Hacía un día espléndido, así que harían falta calorías para aprovecharlo al máximo. Quizá incluso me atreviera con el primer baño del año en mi piscina particular: el océano pacífico.
Fuera como fuese, había que aprovechar cada minuto de ese día y saborearlo al máximo.

Corrí las cortinas del salón para que entrara la luz totalmente. Definitivamente tenía que darme ese primer baño del año, y que mejor que hacerlo en la mejor compañía.

Con cuidado subí la bandeja con el desayuno, abrí la puerta de mi habitación como pude.

La cama estaba vacía. Se oían unos ruiditos de actividad tras la puerta del aseo de la habitación. «De puta madre…» pensé. En la imagen que yo me había hecho en la cabeza de aquel momento, ahora debería estar sentado en la cama mirándola mientras ella despertaba con una sonrisa y se sorprendía muy gratamente ante la estampa de un desayuno llevado con el más absoluto cariño y mimo a la cama. Lo que pasó en realidad fue que yo me dirigí hacia las cortinas, para descorrerlas del todo y dejar que la luz de la mañana invadiera el dormitorio libremente, y luego estuve esperando pacientemente sentado en la cama de cinco a diez minutos, mirándome las uñas de las manos hasta que ella abrió la puerta del baño y volvió al dormitorio, ya vestida, peinada, y algo maquillada. Obviamente yo me había puesto un cómodo pijama, por lo que pudiera pasar durante o después del desayuno, como veis tenía todo el plan muy bien medido, pero claro, nunca se puede controlar la situación al cien por cien, existen infinidad de posibles variantes siempre.

Por lo menos ella sonrió y se mostró sorprendida. Al menos ese detalle lo había acertado en mi predicción de los hechos.

-¡Desayunos Nerva, del horno a su cama, sin perder un ápice de sabor! -sonreí-. Buenos días bonita.

-¡Buenos días! -se sentó a mi lado y me besó en la mejilla- Eres un sol… ¡Además te has acordado de que me chifla la mermelada de arándanos!

-Bueno, había pensado que estarías aún en la cama, pero si quieres podemos desayunar en la cocina… -me cerró los labios con un beso, y luego cogió una tostada con mermelada y dio un bocadito-. Pues no se hable más, que aproveche.

Cogí mi taza de cacao y di un buen trago, después comencé también con las tostadas.

Aún no siendo tan cómodo como desayunar en la mesa, fue el mejor desayuno que había tomado en mucho tiempo.


Al acabar recogí la bandeja, y bajamos al salón. Lo dejé todo en el fregadero y fui hacia ella, que estaba mirando a través del ventanal hacia el océano.

-Que bonita está la playa -dijo sin volver la mirada.

-¿Te apetece? -me apresuré a matizar mis palabras al volverse ella hacia mí-. Un baño matinal para recibir el nuevo año.

-¿Ahora?

-Si te gusta la idea… O podemos hacer cualquier otra cosa, elige lo que más te apetezca hacer, en serio.

-¿Es una pregunta trampa? -irguió sugerentemente una ceja.

-Bueno, nunca se puede descartar esa hipótesis… -sonreí-. Pero ahora mismo es simplemente una pregunta inocente.

Ella volvió a mirar hacia fuera. Se mantuvo en silencio unos segundos. Yo notaba que no quería dejarse llevar por el momento, pero mi ofrecimiento era totalmente sincero, si me hubiera pedido que cogiéramos un vuelo a la otra parte del mundo lo hubiese hecho.

Volvió a mirarme.

-Me gustaría ir a la noria del muelle de Santa Mónica.

Puse cara de disculpa, haciendo acopio de toda mi capacidad teatral.

-Nnn… Lo siento, se nos han acabado las norias de Santa Mónica… -ella se quedó un poco cortada, al parecer yo era mejor actor de lo que creía- ¡Es broma! Marchando una noria de Santa Mónica…

-¿En pijama?

-Bueno, es una petición un poco rara… Pero si quieres que vayamos en pijama pues…

Elle soltó una buena carcajada.

-¡No!, digo que si vas a ir en pijama…

Me miré a mí mismo.

-Vale, ahora lo cojo… -enfilé las escaleras para subir a mi habitación a vestirme mientras ella se reía intentando que no se notara mucho-. Dame un minuto o dos -al llegar arriba levanté la voz para añadir algo más-, o tres, para que se me pase el rubor.


En cuestión de tres cuartos de hora estábamos aparcando justo al lado de la entrada al muelle.

Había buen ambiente. Familias con los niños que iban a pasar un buen rato en el parque de atracciones, o turistas que pasaban el día entero por allí, disfrutando de uno de los lugares más emblemáticos de la zona de Los Ángeles.
La temperatura era bastante buena para esas fechas, incluso comparada con la de otros días de invierno, y apenas había unas pocas nubes blancas en el horizonte.

Elle caminaba cogida de mi brazo, sonriendo como una niña a la que sus padres van a comprarle un helado de chocolate a la vuelta de la esquina.

-¿No has estado nunca en Santa Mónica? -me dí cuenta de lo estúpido de la pregunta ya que yo mismo tan solo había visitado el muelle de Santa Mónica una vez, la primera semana tras mudarme a Malibú, y fue más como parte de un recorrido turístico por la zona que otra cosa.

-No, nunca he estado en Los Ángeles ni sus alrededores.

-Bueno, pues vamos a poner algo así como un remedio a eso -me miró con sus verdes ojos llenos de ilusión-. Primero vamos a pasar un buen rato en la feria, luego comeremos algo por aquí y te llevaré a ver mi sitio favorito de lo poco que he visto yo mismo de Los Ángeles.

-Suena a un buen plan -dijo, sonriendo.

-Sí… En realidad suena mejor dentro de mi cabeza que fuera de ella…

Se rió y me dio una palmadita en el brazo.

-Te subestimas.


Pasamos lo poco que quedaba de mañana en Pacific Park, y por el resto del muelle, deteniéndonos a veces para mirar algún detalle, el hito final de la famosa ruta 66, con su tienda de souvenirs, las diversas casetas que vendían cachivaches de todo tipo, músicos callejeros de los cuales a alguno valía la pena ponerle algún dólar en la caja para que alcanzasen pronto la riqueza y no tuvieran que seguir tocando, por el bien de la humanidad…

Comimos en un pequeño restaurante de marisco, con unas vistas muy bonitas al océano y el litoral.

Sobre las dos de la tarde salimos de allí, he de decir que pese a que me encanta ese lugar, la ligera sensación de inestabilidad que me daba estar caminando por unos tablones de madera sobre el mar, del cual había oído que algún pescador había llegado a sacar un tiburón, hizo que sintiera cierta sensación de alivio al volver a tierra firme. Si se puede decir que estaba en tierra firme, porque con Elle cerca siempre me sentía un poco como si estuviera levitando.


Volvimos al coche y salimos de Santa Mónica hacia el que era mi lugar favorito por el momento de aquella ciudad, aunque probablemente seguiría siéndolo por mucho tiempo.

Me encantaba conducir por aquella zona de las colinas, me recordaban un poco a mi tierra natal. Había ido pocas veces por allí, o muchas si se mira desde la perspectiva de que sólo llevaba un par de meses viviendo en la zona y no había salido apenas, salvo la primera semana, en la que visité algunos lugares clave, como ya he dicho, y los viajes sueltos cuando tenía ganas de hacer un poco de senderismo.

Tras media hora de trayecto, al fin llegamos al Parque Griffith.

El observatorio estaba cerrado por año nuevo, era un pequeño contratiempo, pero también tenía sus ventajas: cualquier domingo normal a esas horas podría haber resultado difícil encontrar aparcamiento.

Fuimos a dar un paseo por los alrededores. Mientras caminábamos, tanto ella como yo no parábamos de mirar a nuestro alrededor. Realmente aquel es un sitio precioso, con unas vistas alucinantes a la ciudad y a las colinas circundantes, por no mencionar las cumbres nevadas que se podían ver, hacia el este, en ésa época del año.

-Estoy enamorado de este sitio -Elle me miró-. Llevo sólo un par de meses aquí y ya habré venido cinco veces. Tiene algo de casi todo lo que realmente me gusta: naturaleza, colinas, montañas, no está lejos de la playa, enormes y preciosas vistas a la ciudad, el observatorio Griffith… Me encanta la astronomía -aclaré- y la posibilidad de echar un vistazo a las estrellas a simple vista desde aquí, e inmediatamente verlas muchísimo más de cerca desde los telescopios del observatorio… -ella miró hacia el cielo, a pesar de ser de día-. Además, también es un lugar mítico en la cultura popular, y desde aquí se puede ver otro lugar emblemático -señalé hacia él-, el cartel de Hollywood.

-¡Ah! -Elle sonrió.

Podréis decir que es algo muy snob, pero todas las personas que yo había visto allí las veces que había ido sonreían de la misma manera. Yo mismo no me consideraba un fanático de objetos, lugares o personajes famosos por el mundo del celuloide, es más, cuando decidí venir a los Estados Unidos elegí Boston por delante de otros lugares como Nueva York, que hubiera sido la elección de la mayoría, Chicago o Miami. Pero he de deciros que hay lugares que tienen algo, una magia especial. Al llegar por primera vez al Parque Griffith se me desprendió ese prejuicio. Porque no nos engañemos, no caer en lo snob por pura cabezonería y sin haber experimentado la situación por ti mismo también es ser un poco snob. Ahora lo sabía. Tienes que disfrutar de las cosas que te inspiran buenos sentimientos y sensaciones y punto, y si ese disfrute coincide con el de miles, o millones de personas, ¿qué más da?.

Me quité la chaqueta y la extendí encima de la hierba, por suerte hacía un fresquito muy soportable. Me senté en el suelo justo al lado y le hice un gesto a Elle para que se sentara sobre ella.

-Gracias -se sentó y me obsequió una dulce mirada y una sonrisa, directamente lanzadas hacia mis ojos.

Era otra de las cosas que había aprendido de ella y me encantaban. ¿Por qué falsas modestias?, ¿por qué pensar que siempre que se nos ofrece algo es a cambio de otra cosa?
Ella aceptaba todas esas muestras de aprecio y las agradecía con una sonrisa, ¿qué mejor agradecimiento que ese?

Nos quedamos un rato absortos en la panorámica de la ciudad y sus alrededores. Llegados a este momento sería casi como mentir si omitiera la información de que había estado ya sentado más o menos en el mismo lugar, imaginando cómo sería si ella estuviera allí conmigo.

-Perdón por… -su voz me sacó de mis ensoñaciones. La miré-. Bueno, ayer te pregunté por tu novela, en la que estas trabajando… Seguro que lo último que quieres durante un fin de semana de desconexión es pensar en el trabajo…

-No te disculpes, no es nada que merezca disculpa, me encanta mi trabajo -vale, a lo mejor ahora había metido un poco la pata, así que me apresuré a desviar la atención de mis últimas palabras-. No tienes que disculparte, es sólo que estaba… Bueno, estaba como sedado, allí a tu lado en el sofá, tu presencia me relaja hasta tal punto que me olvido por completo de todo.

Bueno, está mal que yo lo diga, pero a veces, casi sin darme cuenta soy un genio. No esperaba que mis palabras sonaran tan bien y consiguieran exactamente desviar la conversación hacia donde quería. La expresión en su cara era arrebatadora.

-Ahora eres tú el que quiere derretir azúcar…

La miré, no pude evitar que se me formara una estúpida sonrisita. Ella miró hacia el horizonte perfilado por el skyline de Los Ángeles.

-La razón por la que saqué el tema -continuó- es que… Bueno, que he leído tu primera novela.

El corazón me dio un vuelco. No por que ella la hubiera leído y esperara que le hubiese gustado para que tuviese mejor concepto de mí, que también, si no porque era una oportunidad perfecta para mí.

Veréis, tenía un problema. Si no me tomáis por loco os vais a reír muy a gusto a mi costa. Resulta que, por razones que no comprendía, era incapaz de recordar mi primera novela. No es que no la recordara, sabía que la había escrito, que tuvo un éxito remarcable que me permitió vivir como vivo ahora, y que logró que una editorial me hiciera firmar un contrato con ellos y esperaran la segunda parte. Manda arrestos, diréis, que no recordara al dedillo algo tan importante en mi vida, algo que había hecho que mi vida fuese un verdadero sueño. Pues ahí lo tenéis, el gusano que se esconde en la preciosa y lustrosa manzana. Supongo que era mucho pedir que todo fuese como la seda, sé que nunca se puede tener el control de la situación al cien por cien pero… ¡Joder, es que esto era una verdadera putada! Habría llevado más o menos bien cualquier otro inconveniente de cierta importancia, sin pasarse, claro está,  tanto físico como mental, hasta cierto punto de demencia, pero esto… ¡La amnesia es una gran hija de puta!, y lo peor es no saber por qué te ocurre.

Pensé un momento en cómo hacer que ella me hiciera un resumen del libro, sin pedírselo directamente, con lo cual quedaría como un idiota narcisista y condescendiente.

-¿Ah, si? -fue mi escueta reacción a la declaración de que había leído mi novela-. Y, ¿qué te ha parecido? -buena manera de comenzar, que se sienta libre de explicarme todo lo que quiera desde su punto de vista de lo que para ella ha sido la experiencia.

Ella me miró sonriendo, me pareció adivinar otro de esos instantes en los que sus mejillas se sonrojaban fugazmente, justo antes de que volviera la cabeza para mirar hacia otro lado. Tras un momento de vacilación, volvió a mirarme, ¿era desconcierto lo que parecía estar perfilado en su expresión?

-Bueno… -se le escapó una risita, por lo cual empecé a sentir un aviso de vergüenza-, me ha encantado, claro.

-¿Si? -no eran precisamente las impresiones más o menos detalladas de la obra que yo esperaba que me diera, con las que podría haber empezado a recordar algo. Tenía que insistir más-. Pero, ¿por qué?

-¿En serio? -Elle parecía estar divirtiéndose de lo lindo a mi costa, porque estaba a punto de partirse de risa de manera desenfrenada y falta totalmente de compasión.

-¿Sí? -no era mi intención que sonara como una pregunta, lo cual hacía la situación aún más ridícula a mi costa de lo que me estaba pareciendo.

Se le escapó una pequeña parte de aquel big bang de carcajadas que a ojos vista le estaba costando un mundo contener. Lo refrenó con elegancia. Parecía mirarme con cierta complicidad. Yo no comprendía nada.

-Bueno… -dijo esto alargando teatralmente la última letra-. Me parece una lectura llena de optimismo, al menos durante gran parte de la obra. Se lee muy fácilmente, es como…, un vaso de zumo de moras fresco en pleno verano, entra fácil y tiene un sabor fabuloso.

Ella me miraba con extrañeza, aunque sin poder dejar de sonreír. Ahora me imagino la cara de gilipollas que tendría mientras ella intentaba quedarse conmigo.

-No soy muy buena haciendo críticas literarias… -rió.

-No, me encanta. De hecho creo que es la mejor que he escuchado -intenté sonreír lo más sinceramente posible-. Bueno, entrando ahora en detalles… ¿qué te ha parecido el protagonista? -«vamos corazón, dime aunque sólo sea el nombre del prota…» pensé.

Ella sonrió de nuevo, otra vez fugaz acceso de rubor seguido de desvío de mirada. ¡Mi puta vida!, ¡Menudo coñazo no saber por qué se estaría comportando así!

-Bueno, se podría decir… -se detuvo, como sopesando las palabras-, o más bien, yo diría que… -«por favor, dilo…»-. Puede que sea el hombre perfecto.

Esperé a que añadiera algo más. No lo hizo.

-En fin… -suspiré-. Bueno es saberlo…
Elle me miró de repente, frunciendo ligeramente la nariz y sonriendo, como si hubiera dicho algo con algún significado para ella que, aunque ella no lo creyese, a mi se me escapaba.

No me rendí.

-¿Algún otro personaje que te haya gustado o llamado la atención?

-Ella.

Perfecto, o no había dado nombres a los personajes, o Elle no los recordaba, o simplemente creía que no hacía falta mencionarlos porque estábamos manteniendo una conversación de pura complicidad sobre algo que los dos conocíamos en profundidad.

-Su historia, aún a través de los ojos de él -supuse que se refería al protagonista- es muy bonita. Creo que el libro podría estar perfectamente contado desde su punto de vista y sería igualmente hermoso. Para mí es la otra protagonista de la historia.

Bueno, al menos sabía más que antes sobre mi propia novela. Hice un último intento de que me contara algo más específico.

-Y, ¿qué te ha parecido el final?

El ruido sordo de la inmensidad que nos envolvía, de la ciudad, a lo lejos, los pájaros revoloteando entre los árboles y los matorrales y la suave brisa invernal sobre las colinas, pareció acentuarse por un momento, durante el cual nuestro silencio lo potenció. Al cabo de unos segundos, ella dijo:

-Bueno… -su voz ya no sonaba igual, era más apagada, sin esa chispa que le confería su sonrisa-. Un final es un final.

Tras ver mi expresión de perplejidad, se apresuró a matizar, supuse que porque creyó que yo me lo había tomado como que el final era una mierda.

-Quiero decir -gesticuló con ambas manos, para enfatizar sus palabras-, un final de algo que nos gusta nunca puede gustarnos del todo, bueno, aun en el caso de que nos parezca un buen final no deja de ser eso, algo que nos gusta llegando a su fin. Es imposible que te guste del todo.

Eso seguía dejándome igual en lo tocante a mi intento por que me revelara algún detalle que me hiciera recordar. No obstante, me dejó pensativo con su razonamiento. De pronto me invadió cierta nostalgia.
-Siento que acabara -dije al fin, ella me miró confusa-. La novela digo, siento haber creado otro de esos finales que suelen ponernos tristes…

-Oh, pero no me entristeció, todo lo contrario -volvía a sonreír, y ahora sí que me había dejado perplejo-. Creo que de alguna forma es un final con un mensaje positivo, además, deja lugar a la interpretación, de hecho podrías imaginar cualquier cosa para seguir la historia. Eso es lo mejor del final. ¿Con qué nos sorprenderá el autor en la segunda parte?

-¿Con extraterrestres?

Elle soltó aquella gran carcajada que había conseguido abortar al principio de la conversación. Salió como sale el agua por las grietas al romperse un dique.
El sonido de su risa allí ponía la guinda a la espectacularidad del entorno.

Cuando se le calmó el ataque de risa inspiró hondo.

-De verdad que tengo ganas de leer esa secuela -me miró con un amago de volver a echarse a reír-. Con o sin extraterrestres, escribes de una forma que me inspira para escribir yo misma.

-¿Cómo?¿también escribes y no me habías dicho nada? -la miré sorprendido.

-No, bueno… -noté como su sonrisa bajaba de intensidad-. Son poemas…

-¿Eres poetisa?

-Eh…, no. Escribo canciones.

-¿Cantautora?

-No, solo las escribo… -se recogió un mechón de pelo que le había caído sobre la cara.

-Ah. Tienes una bonita voz, creía…

-No -volvió a perder la mirada hacia el horizonte-.

-Vamos…, por favor -la cogí del hombro, y ella se volvió hacia mí de nuevo-. Tú has leído mi libro, sólo con eso sabes mucho más de mí que yo de ti. Es injusto…

-Puedo pasarte las letras al móvil si quieres, para que puedas leerlas…

-Venga, sé que puedes cantarlas perfectamente, no tienes por que tener vergüenza ni nada de eso, soy colega tuyo, yo también sé lo que se siente al dejar tu obra por primera vez para que otros la lean, o la escuchen…

Ella cerró los ojos. Inspiró profundamente. Y comenzó.

Recordaré aquella canción a capella toda mi vida. Elle tenía una voz bonita cuando la escuchabas hablar, pero cuando se puso a cantar… El mundo podría estar acabándose a tu alrededor y ni siquiera te moverías de su lado por miedo a que parara. Era la voz de una cantante más adictiva que yo recordara haber oído, y todos sabemos que existen y han existido voces femeninas impresionantes, en todos los registros.

Elle tenía una voz de contralto muy dulce, a la que imprimía una calidez que hacía que quisieras dar gracias a la naturaleza por habernos dotado del sentido del oído, pero oírla cantar iba más allá del mero placer sensorial. Todo parecía haberse parado de repente, así que yo también cerré los ojos, y disfruté de un momento eterno.


Cuando la suave oda a la vida que estaba siendo aquella canción cesó, volví a abrir los ojos. Sentí como si hubiera vuelto de otro lugar. Elle me miraba, y esta vez el rubor de sus mejillas se quedó ahí, sin la más mínima intención de disimular lo que para ella había supuesto aquel momento. Sonrió, pero no dijo nada. Ni yo tampoco, no sabía que decir así a bote pronto.
Carraspeé.

-Eres alucinante -es lo único que se me ocurrió decir, aunque en mi mente había una marea de elogios descomunales que se agolpaban y se empujaban entre ellos por salir.

-Gracias -dijo con un hilillo de voz, mirando hacia el suelo.

-No, disculpa, no sabía qué decir y se me ha olvidado que soy yo el que debe decir eso, así que, gracias.

Sonrió, negando con la cabeza. Al final yo me había salido con la mía en algo, por lo menos.


Al volver hacia el coche, una pareja que casualmente estaba cerca y habían ido también a relajarse un rato nos abordó.

-Perdona -dijo la mujer, dirigiéndose a Elle-, no era nuestra intención espiaros, pero hemos oído la canción… ¡Ah, dónde tengo la cabeza!… Me llamo Claire, éste es mi marido, Dean.
Elle se puso roja, esta vez como nunca la había visto yo. Yo no pude más que sonreír.

Nos estrechamos las manos con ellos, e intercambiamos las típicas frases sobre el espléndido día que hacía para estar disfrutando al aire libre. Nos contaron que justamente estaban en su luna de miel, se habían casado hacía apenas dos meses. Le preguntaron a Elle si ofrecía algún espectáculo en alguno de los clubes de Jazz de la ciudad, se llevaron una enorme decepción al saber que ni siquiera se dedicaba a ello, pero Claire insistió en que algún día debía tener un disco suyo, porque era una enamorada del Jazz y sin duda su voz era una de las más impactantes que había oído. Entonces Claire, antes de despedirnos se lanzó un poco más.

-¿Podemos hacernos una foto con vosotros? -pidió. Afortunadamente iba totalmente preparada con un palo de hacer selfies, con lo cual pudimos estar todos juntos en la foto. Tras esto, aún se lanzó un poco más, miró a Elle-. Bueno, sin haberte dado ni cuenta me has hecho uno de los regalos de boda más bonitos, ¿puedo darte un abrazo?

Y por supuesto, se dieron el abrazo.

Cuando nos despedimos de ellos, Elle parecía estar completamente ausente, casi sin expresión en la cara, pero había algo que me hacía pensar que en el fondo estaba feliz. Así que llevarla allí aquella tarde había sido un acierto como una catedral de grande.




Cuando al fin llegamos a casa, el sol ya se estaba poniendo en el océano.

-Bueno -dije frotándome las manos, mientras miraba a través del ventanal hacia la playa-. ¿Qué me dices? Ardo en deseos de darme el primer chapuzón del año con mi estrella de jazz favorita.

-¡Te odio! -me soltó, ruborizándose un poco. Pero no tardó en mostrarme su sonrisa-. Tu primero.

Nos cambiamos y bajamos a la playa, rápidamente, porque no íbamos a tener mucho tiempo hasta que el sol se pusiera por completo.

Toda la película que yo tenía montada en mi cabeza sobre cómo debía ser un baño en la playa al atardecer con ella se fue al garete en cuanto llegamos al agua.

-¡Su put…! -estaba helada de cojones.
-¡Ah! -se abrazó a mí, pero no de la manera en la que yo me lo había imaginado- ¿estás seguro de querer meterte?
-Pues ahora que lo dices…


Finalmente el baño continuó… En mi ducha, con agua caliente.

Y así acabó el primer baño del año, entre jabón, vapor y besos.

Después de la cena sobrevino la segunda parte de la batalla que había comenzado en la ducha. Se libró en las blancas extensiones de las sábanas de mi cama, y fue una masacre absoluta, no hubo rendición por parte de ninguno de los dos bandos. Murió hasta el último soldado…






A la mañana siguiente el clima pareció ponerse de acuerdo con la situación. El cielo estaba algo gris.

-Te he mandado algo -dijo ella mientras desayunábamos.

-¿Cómo?

Ella hizo un gesto con la mano para que aguardara mientras acababa de tragar el último bocado.

-Al móvil.

Entonces caí en la cuenta, se refería a las letras que me dijo la tarde anterior. Descargué los archivos y me llevé una grata sorpresa al comprobar que eran de sonido y no de texto. Le dí a reproducir. Al momento la reconocí. Era la misma canción que me había cantado la tarde anterior, pero esta era una versión completamente acabada, con música. Un minimalista acompañamiento de guitarra acústica y piano.

Ella me miraba con expectación.

-Es preciosa.

-Eres la primera persona que las puede escuchar, a parte de yo misma.

-¿La música es tuya también?

Asintió.

-Toco el piano desde los ocho años,  la guitarra desde los trece y el saxo desde los diecisiete. Aunque lo único que se me da medio bien es el piano.

Todos ellos sonaban igual de bien en la canción, por lo que creo que fue la primera vez que detecté en ella verdadera falsa modestia, a sacos llenos.

-¿Por qué no has hecho una maqueta? Cualquier productora podría lanzar un disco con unas pocas canciones ni la mitad de buenas que ésta, y seguro que vendería bastante bien, ya no digamos si el disco constara de ésta y unas pocas hermanas suyas. Triunfaría seguro, cien por cien.

-Gracias por pensar así, pero…

-¿Qué pero puede haber? -volví a darle al play para reproducir la siguiente canción.

La escuchamos en silencio. Luego puse la última.

-No veo, o más bien no escucho la razón por las que estas tres canciones no pudieran ser números uno en las listas de medio mundo si te dieras la oportunidad de hacérselas llegar a la gente. Bajo mi punto de vista depende únicamente de ti.

Ella me dirigió una mirada que me parecía cargada de nostalgia, o incluso tristeza pura y dura.

-Bueno, por ahora únicamente te las regalo a ti. Cuídalas bien por favor.



Tras el desayuno llegó el momento.

¿Cómo había dicho ella?, “aún en el caso de que nos parezca un buen final no deja de ser eso, algo que nos gusta llegando a su fin. Es imposible que te guste del todo.”
Me ofrecí a llevarla al aeropuerto. Ella rehusó educadamente, pero yo insistí. Quería apurar hasta el último segundo de su presencia.

-Ya me sentí bastante mal cuando cedí a tu negativa a que fuera a recogerte al llegar.

-Tenías una cena que preparar…

-Bueno pues ahora no tengo nada que preparar.

-Gabe, eres un sol más grande que el que brilla en el cielo -eso no sonaba bien-. Te agradezco muchísimo todo, de verdad, pero prefiero coger un taxi.

Yo ya no sabía cómo insistir más sin pecar de pesado, o incluso de acosador, así que, con la derrota en el semblante, cogí el sobre que guardaba en el fondo del cajón de la mesa del recibidor, que contenía los seis mil dólares probablemente mejor invertidos de mi vida y se lo tendí. Ella vaciló esta vez, hasta que acabó cogiéndolo sin mirarme mientras lo hacía.

-Gracias.

Negué con la cabeza.

-Si alguien tiene que darlas no eres tu.


El taxi llegó. Le abrí la puerta y llevé su maleta hasta el taxista, que la metió silenciosamente en el maletero.

Ella se volvió para mirarme una última vez antes de entrar en el coche.

-Bueno… -comenzó, pero yo la corté-.

-Permíteme pedírtelo por última vez -antes de que ella dijese nada, seguramente pensando que me refería a llevarla yo al aeropuerto, la volví a cortar-. Date la oportunidad de hacerlas llegar a la gente, por favor.

Se quedó parada mirándome con la misma mirada que la primera vez que se lo dije, sin saber que decir o hacer.

-Adiós -dijo.

Se metió en el taxi y tras cerrar la puerta lo vi alejarse por la carretera.





De nuevo en el salón de mi casa, solo, me senté en la silla en la que había desayunado, tratando de mantener su imagen a mi lado. Al cabo de unos minutos en silenciosa reflexión, me levanté y salí a la terraza, porque el salón parecía echárseme encima por momentos.

Pasé el día como algo parecido a un alma en pena, justo como antes de que ella llegara. Por la tarde, mientras estaba recostado en la hamaca de la terraza, mirando a las personas que de vez en cuando pasaban, solas o paseando al perro, en pareja o paseando al perro en pareja…, se me ocurrió coger mi teléfono móvil y darle al play.

Pasé horas escuchando las canciones que ella me había regalado. Cada vez me gustaban más. Pensé que algún día esas canciones significarían muchas cosas distintas, para muchas personas a lo largo y ancho del mundo, porque creo en una especie de justicia divina, y tenía claro que ella lo merecía. Pensé que por muchos significados que fuesen a tener esas canciones, por muchas cosas que pudieran llegar a inspirar, la primera gran historia que tendrían atada a ellas sería la de un fin de semana de desconexión y de complicidad entre dos personas, que por alguna razón, y cada una a su manera, lidiaban en su día a día con temores y penas, pero que jamás habían dejado que eso ahogara por completo sus ganas de vivir y de soñar.




Y aquella fue la verdadera razón por la que decidí que al día siguiente comenzaría a seguir el buen consejo que me dio mi agente de salir más y conocer la ciudad y a su gente. Porque la inspiración puede aparecer en cualquier lugar, en cualquier momento, en cualquier persona.

https://youtu.be/ZBseZ6y7hDQ

No hay comentarios:

Publicar un comentario